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Capítulo 7

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Todo nuestro mundo era perfecto y único. Hasta que un día, un egoísta huracán destrozó nuestro hogar.

Día DOS

(Nota: los «días» no significa que sean veinticuatro horas, ni que sea al día siguiente).

Me desperté sobre la alfombra, aspirando el aroma de las pelusillas recién creadas en la madrugada.

Intenté por todos los medios posibles no recordar la angustiosa pesadilla. Me levanté de un salto y fui directa a la ventana, la abrí de par en par, deslizando con poco cuidado las cortinas bordadas que, hacían conjunto con mi dormitorio. Asomé la cabeza fuera de la ventana y aspiré el aroma caluroso, propio del periodo canicular —temporada del año más calurosa—. No pude disfrutar mucho de la fragua que había en el aire, ya que tenía que pensar con rapidez una solución para mis pesadillas.

La lista estaba funcionando, reconocí paseando sin rumbo fijo por los pasillos de mi casa. Necesito continuar con la lista. Tengo que confiar en que funcione y, cuando todo acabe, seré una persona diferente.

—¡Solo quiero ser feliz, joder! —chilló al espejo de la entrada—. Vale, relájate. Vamos a continuar con el cambio. Todos los cambios son difíciles al principio. Voy a tomármelo como si fuera una dieta. Nadie quiere dejar de comer carbohidratos, pero todos quieren una figura fibrosa en verano. Yo voy a conseguirlo desde el principio. ¡Venga! ¡Tú puedes! ¡Puedes con todo! Eloise pensó durante un breve espacio de tiempo y, decidió volver a llamar a la empresa donde trabajaba. Esta llamada duró ocho minutos, en los cuales la instigaron a coger un periodo de vacaciones para recuperarse con plenitud de su enfermedad. En ningún momento hablaron sobre un despido inminente, al contrario. Por muy extraño que parezca, solo le desearon que se curase y que volviese a ser la de antes.

Nuestra protagonista liberó una carcajada silenciosa, ante tal ironía de la vida. Al colgar el teléfono soltó un grito anti ansiedad.

«Tengo dinero, tengo tiempo…», pensó exultante.

—¡Puedo intentar vivir! No, no. Tengo que vivir, no intentar, intentar es de cobardes. ¡Yo voy a vivir! ¡Vivo! —vociferó Eloise en voz alta para sí misma—. Y voy a ser feliz. Cueste lo que cueste. Lo lograré.

Sentada en el escritorio de nogal blanco ceniza, con el portátil MAC enfrente de su cara. Eloise estaba preparada para su siguiente desafío. Abrió la primera página de Internet, que describía los diez saltos en puenting más extremos del mundo.

1. Royal Gorge Bridge, EE. UU., cerca de Colorado. 321 metros de caída libre.

2. Bloukrans Bridge, Sudáfrica, cerca de Tsitikamma. 216 metros.

3. Dique Verzasca, Suiza, cerca de Locarno. 220 metros.

4. Torre Macau, China, cerca de Siu Wang Kam. 223 metros.

5. Ponte Colossus, Italia, cerca de Biella. 152 metros.

6. Tuberías Bungy, Nueva Zelanda, cerca de Queenstown. 102 metros.

7. Las Cataratas Victoria, Zimbabue, cerca de Victoria Falls. 111 metros.

8. Salto sobre el río Colorado, Costa Rica, cerca de isla Brava. 85 metros.

9. The Last Resort, Nepal, cerca de Katmandú, 160 metros.

10. Canal de Corinto, Grecia, cerca del mar Egeo, 79 metros.

Los estuvo observando largo rato; cada puente tenía unas características diferentes, y algunos incluso, no eran ni puentes.

Pensó y recapituló el tiempo que se tarda en rayar el coche a una persona. Al final decidió coger el toro por los cuernos y se inclinó, no por la altura de los saltos, sino por el lugar al que iba a viajar. Resolvió la indecisión cerrando los ojos y, apuntando con el dedo la pantalla del ordenador.

La consecuencia fue una llamada por teléfono al Hotel St Moritz en Queenstown, Nueva Zelanda. —Parecía un hotel lujoso con un toque alpino—.

Esta vez no necesitaba una hueca y pragmática soledad, sino compañía; aunque fuera intrascendente e insípida, necesitaba con desproporcionada desesperación el calor humano.

Acto seguido, Eloise llamó con marcación rápida a su aerolínea privada Boutique Air y reservó un vuelo hacia el aeropuerto Queenstown, justo a quince minutos en coche del hotel que había reservado con anterioridad.

Hizo las maletas en un par de horas y llamó al banco —para evitar cualquier tipo de problema con las tarjetas bancarias—, después se acercó al vestidor de nogal blanco, con una lámpara vintage colgada del techo que iluminaba la estancia y se acomodó en el puf gris plata, mientras sus pies toqueteaban la alfombra persa de color cerúleo.

Eloise admiraba con tranquilidad sus múltiples conjuntos y sopesaba las opciones. Se decantó al final por un estilo de aeropuerto con pantalones de piel negra —que realzaba su trasero—, una camisa de tejido vaquero —que rebajaba la amplitud de sus pechos—, zapatillas rosa flúor y un bolso blanco de Fendi en conjunto con sus cuatro maletas.

—Volví a emplear el servicio Uber, que me llevó directa al aeropuerto sin mayor dificultad que una calle cortada y, unos piropos a la salida del coche. El resumen del viaje fue tedioso, soporífero… como una comida familiar con resaca y, un pariente inaguantable al lado haciéndote «reír» —lo imagino porque nunca he asistido—.

En conclusión, lo único que necesitaba era llegar al hotel y poder dormir para quitarme el jet lag —desequilibrio producido entre el reloj interno de una persona y el nuevo horario que se establece al viajar a largas distancias—.

Al cruzar por fin la última de las puertas del aeropuerto, me hice la promesa de sociabilizar en esta aventura. Afirmé el compromiso con la cabeza bien erguida y me acerqué al primer taxi que se encontraba esperando en la fila.

—Buenas, noches, ¿podría llevarme al hotel St Moritz, por favor? —preguntó Eloise con una sonrisa que dejaba entrever un pequeño hoyuelo.

—Por supuesto, por supuesto. Me encantan los extranjeros, ¿es usted extranjera, verdad? Por cierto, me llamo Anamul Hasain, un auténtico placer, señorita.

Hablaba tan deprisa y, sin espacios entre las palabras, que Eloise se quedó unos segundos en silencio dudando de haber oído todo en la forma correcta.

—Encantada, yo soy Eloise, y sí, soy extranjera. —Saludó con un apretón de manos, pactando así el precio del viaje.

Anamul la ayudó con las pesadas maletas y abrió la puerta del taxi para comenzar el viaje, a través de las estrellas resplandecientes.

—Parecen gotas de pintura en el cielo —susurró Eloise a nadie en particular.

—¡Oh, querida Eloise!, lo que usted está observando maravillada no es nada comparado con otros lugares más alejados y con el cielo más dilatado, no escondido entre tanto estúpido edificio. —Anamul chasqueó la lengua con desaprobación—. Disculpe mi vocabulario tan poco profesional, pero lo comprobará en cuanto lo vea. Es digno de un Dios.

Eloise no dijo nada, primero porque tardaba en procesar todas las palabras aceleradas de Anamul, y segundo, porque no sabía qué decir.

En ese instante, recordó un libro que leyó hacía ya un par de años La biblioteca de Babel, de Jorge Luis Borges. Le gustó tanto que se encaprichó con su autor y, en una firma de libros, tuvo la gran suerte de que la dedicase una frase que jamás olvidaría: «No hables al menos que puedas mejorar el silencio». Y este era el momento más oportuno para homenajear al escritor argentino.

—No sé si le interesará, señorita, eso lo decidirá usted, pero hace dos semanas durante una noche oscura, dos antenas de radio detectaron la Vía Láctea emergiendo desde el este y justo encima del horizonte las dos galaxias satélites más brillantes de la Vía Láctea; la Nube de Magallanes y la Gran Nube de Magallanes —explicó Anamul con el tono propio de un profesor universitario en un auditorio.

—Fíjate, eso sí que es interesante —intervino asombrada Eloise, tanto por la información, como la causa de por qué un taxista lo conocía—. ¿Y dónde se produjo esa maravilla? —preguntó con una curiosidad que iba poco a poco en aumento.

—En el norte de Auckland, justo en la otra punta, a unos 1600 km de nuestra situación actual —respondió encantado Anamul.

—¿Le podría hacer otra pregunta?, si no es indiscreción, por supuesto —inquirió Eloise mostrando una sonrisa pasiva.

—Indudablemente, señorita, pregúnteme.

—¿Usted siempre ha sido taxista?

—Me complace mucho que me haga esa pregunta, la verdad. Llevo en este país siete años, y nunca nadie se ha dignado a preguntármelo. Pues no. La verdad es que antes de la guerra y de verme obligado a huir de mi país, era profesor de Astrofísica, en la Universidad de Trípoli.

—Lo siento, no lo sabía —repuso Eloise con una voz apenas perceptible.

—No tiene por qué sentirlo, ahora me encuentro en otra etapa de mi vida. Aprendo mucho con los viajeros y gracias a Dios sigo con vida, lo cual agradezco todos los días.

Se hizo un silencio esponjoso y estrepitoso con una mezcla de incomodidad, cuando Anamul prosiguió:

—Pensándolo mejor, echo de menos mi tierra y a la gente, pero todo ocurre por alguna razón en esta vida. ¿No lo cree, señorita Eloise? —terminó la frase con la triple S: súplica, sólida y silenciosa, de la que tan solo el brillo de sus ojos fueron testigos.

—Por supuesto —intervino con rapidez Eloise.

El espacio que compartían en el taxi volvió a rezumar una discreta calma.

—Disculpe, Anamul, Libia se encuentra en el norte de África, pero ¿dónde se sitúa la Universidad de Trípoli?

—Trípoli es la capital de Libia, señorita. Me complacen sus conocimientos en geografía, si me permite el cumplido —mencionó Anamul con su habitual sonrisa desenfadada, mostrando uno de los pocos dientes que le quedaban—.

En el siguiente semáforo se encuentra el hotel donde se aloja, ha sido un verdadero honor conocerla, señorita Eloise.

—Igualmente, Anamul —dijo Eloise con una sonrisa verdadera y cierta aprensión por todo lo que había tenido que vivir Anamul en Libia.

—Que tenga un buen día y una buena vida —expuso Anamul, mientras se despedía alzando la mano.

Al cruzar la puerta del hotel tuvo la sensación de que volvería a encontrarse con Anamul en Nueva Zelanda. No había ninguna evidencia científica, pero lo sentía y eso era suficiente para creerlo. (¿No te ha pasado nunca, querido lector?).

Aunque estuviese muy cansada del viaje, Eloise no pudo por menos que maravillarse con la belleza que ofrecía el hotel. Los espacios abiertos y diáfanos inundaban el gran recibidor, estaba decorado con paredes de piedra, vigas de madera y lámparas de estilo industrial, las escaleras eran de mármol negro, las mesas estaban forradas con piel de vaca y las chimeneas guardaban con celo los fuegos que te invitaban a sentarte y observarlo. Era un lugar maravilloso.

Eloise se registró en el hotel, subió con excesiva lentitud a la habitación asignada y como un globo al que sacas el aire, se desplomó en la cama cuán larga era. Ni siquiera se quitó las zapatillas, cerró los ojos segundos después y Morfeo la recibió con dulzura y delicadeza, arropada bajo el manto de estrellas que se vislumbraba a través de la ventana.

Estaba en una apaciguada calma, respirando el aire pasivo y relajado, mientras la oscuridad la envolvía con una tranquilidad compacta.

Al día siguiente.

—Me deshice como una tortuga con parálisis de las sábanas, entretanto abría poco a poco los ojos. Disfruté de una ducha fría que recorría cada músculo de mi piel y, me instaba a despertar más pronto que tarde. Envuelta en una toalla blanca, con los bordes de color acre rojizo de esponjoso algodón, me acerqué al balcón y disfruté de una vista magnífica muy diferente a la ciudad que estaba acostumbrada. Saturada de vehículos humeantes, ruidos ensordecedores que impedían pensar con claridad e individuos atentos a sus teléfonos inteligentes, intentando ser mejores u otras personas, a través de una pantalla táctil con multitud de cámaras, que observan con impaciencia tu evolución como ser humano.

—Después de unos minutos, alcé la vista y observé un lago a unos veinticinco metros de distancia. Sin pensarlo mucho, alargué la mano creyendo que podía tocar las aguas cristalinas —fueron tres segundos de tristeza—, después contemplé con renovada ilusión las montañas pintadas con bordes blanquecinos que rodeaban el lago, y sobre todo percibí verde. El color verde constituía la totalidad del paisaje.

—Cuando desperté del embrujo que producía el panorama, decidí coger el teléfono de recepción para pedir el desayuno; mientras tanto continué embelesada con el horizonte y sintiéndome privilegiada, terminé acurrucada en el puf longe de Antelina beis, al lado de la ventana.

El desayuno llegó en el momento perfecto —todavía no había muerto por inanición— y se componía de un bol con Norridge —un tipo de avena—, café recién hecho con el humo sobresaliendo de la taza y unos huevos Benedict —huevos escalfados con salsa holandesa en tostada—, con un poco de salmón para acompañar.

—Cuando conseguí acabar con el convite que habían preparado con tanta atención y mimo, me coloqué de pie tan contenta como nerviosa. Decidí repasar con la mente las actividades que tenía reservadas para Nueva Zelanda y decidí que el primer día tendría que hacer un poco de turismo; recorrer las calles adoquinadas repletas de tiendas lujosas y envueltas por un aire marinero con un escenario montañoso y rocoso. Decidido el plan de hoy, abrí la maleta y después de colocar todos los conjuntos en el armario, elegí un vaquero azul de mezclilla ajustado, unas botas oscuras de Panama Jack, un jersey marino de Petit-Bateau y, para concluir, un bolso con flecos de hacía un par de temporadas de Paolo Zanoli. El cabello continuaba suelto, con un flequillo muy recto, dando el aspecto de una mujer bella, pero inaccesible y arrogante.

Eloise iba a bajar la mirada hacia su cuerpo, pero se detuvo. Todavía no se encontraba preparada para observar su esbelta figura. Intuía que era muy atractiva por ciertos comentarios que advertía en la oficina y por cómo se daban la vuelta los hombres por la calle, para poder observar unos metros más allá. Sonrió un poco al recordar las miradas de las mujeres, repletas de aversión y desprecio.

—Qué poco sabían ellas de la belleza. Cómo le hubiese gustado nacer sin una pierna, o que la viruela hubiera decidido instalarse como una permanencia de Movistar en su cara. Años perdidos rezando para no ser bella. Rezando para que no la tocase otra vez…

Al recordarlo enseguida se palpó la nalga izquierda atestada de viejas cicatrices de forma redondeada, causadas por las quemaduras de los puros de su viejo padre. Siguió recorriendo con un dedo la parte interna del muslo hasta que se topó con la marca de unos dientes. Era una de las mordeduras que tenía hacía ya más de diez años y todavía podía acariciar sus dientes. Recordó en silencio espectral cómo en la adolescencia fingía ser mordida por un vampiro atractivo y cariñoso. Pero la fantasía desaparecía de inmediato cuando la tiraban por las escaleras o le bajaban las bragas con tanto ímpetu, que siempre las rompían.

—¡NO! ¡YA SE ACABÓ! ¡Estás aquí para disfrutar! ¡PARA SER FELIZ! ¡Lo prometiste! —chilló Eloise. Se dio una bofetada con rabia, agarró el bolso con una fiereza inusual en ella y salió de la habitación dando un portazo sonoro.

En el ascensor se repetía lo mucho que iba a reírse. Quería reírse. Necesitaba reírse.

—Suficiente he sufrido con mi familia, no voy a permitir que mi mente juegue también conmigo y autocastigarme otra vez. NO. Yo soy mi mente. Yo controlo mi mente —exclamó con voz despiada al espejo del ascensor, como si fuera un antiguo confidente.

Eloise se encontraba en el centro de Queenstown curioseando los escaparates y a las personas que paseaban, cuando divisó una casa de piedra blanca con el logotipo Country Rood en los laterales de las columnas, la curiosidad la sucumbió y entró en la tienda.

Permaneció indagando las prendas de ropa que colgaban con sutileza de las perchas como si estuviera dando un paseo por un parque, cuando escuchó sin ninguna pretensión una conversación entre dos chicas de unos veintiséis años, que parecían conocerse de toda la vida.

—Cuéntame, ¿qué le pasó a tu madre de vacaciones?

—No estaba de vacaciones, tenía un congreso de no sé qué por el trabajo.

—No importa el momento en realidad, cuenta, cuenta.

—Qué pesada eres, de verdad. Mira, mi madre se levantó al día siguiente de llegar al hotel y fue directa al baño y allí encontró la sorpresa en sus bragas, ¡tenía manchas de sangre!

—¡Oh, Dios mío! ¿Había tenido una hemorragia vaginal antes? Pobre mujer con lo que ha sufrido desde la muerte de tu padre y ahora esto... A veces parece que Dios juega a los dados con nosotros.

—No, no. Lo curioso viene ahora, Madeleine. ¡Deja de hablar y escúchame, joder! Que pareces una cacatúa. Fue al médico de urgencias muy preocupada, y este le dijo que le había vuelto a bajar la regla. Y claro, mi madre estaba flipando, le preguntó cómo era aquello posible si llevaba más de seis años con la menopausia y el médico le explicó que había recorrido una distancia exagerada andando para alguien de su edad.

—¿De andar? ¿Me estás vacilando? ¿Le ha vuelto a bajar la regla de andar?

—Sí, tía, yo también me quedé flipando.

Eloise salió corriendo de la tienda y sin poder dominar su mandíbula, soltó una risa fuerte y disoluta. Abrió la garganta tanto como se lo permitía su cuerpo y se agarró la barriga sin poder contenerse.

«Yo sí que estoy flipando —pensó, mientras la risa disminuía, hasta convertirse en pequeños sonidos vacíos. Esos minutos que escuchó la conversación habían valido la pena—. ¡Dios, qué satisfacción!». Al poco rato de haberse calmado, sintió que empezaba a tener hambre y se dirigió con paso firme a un restaurante de la calle Fern Hill, Mackenzie Restaurant. Era un sitio muy elegante, podríamos decir que clásico y, por muy extraño que parezca, lo encontró acogedor.

—Después de comer un buen plato de carne a la piedra compuesta por pollo, cordero, cerdo y ternera y picotear un poco los pimientos y tomates asados, mi cerebro rugía desenfrenado por su dosis de cafeína. Así que salí muy satisfecha del restaurante y me dirigí a un antiguo edificio de madera, que según comentó el camarero era una casa de baños de la playa Lacustre. Admiré con ilusión la coqueta y amplia terraza al borde del lago con vegetación por doquier, mientras me suministraban mi deseado café que ansiaba como una pequeña yonqui.

Eloise admiraba el paisaje mientras observaba con poco disimulo a los otros clientes que estaban en la terraza, unas arrugas finas asomaron en su frente al darse cuenta de que ninguna persona hablaba con nadie, a menos que fuese una pantalla táctil. Los niños se encontraban pegados como moscas a las tablets con series infantiles, creadas como sistema para educar y evitar molestar. Los adultos no mantenían ninguna conversación porque estaban entretenidos con vídeos de gatos en Facebook o enviando fotos comprometidas a Tinder —con la pareja al lado, por supuesto— y los jóvenes… creo que ellos prefieren vivir a través de un filtro, de una cantidad infame de me gusta o imaginando ser popular por la cantidad.

No llegaba a entender cómo aquellas mujeres tan bellas se pintaban la cara para tener un rostro diferente, añadían silicona a sus labios ya hermosos o, aumentaban sin control sus pechos o culos…

—Creo que no tengo ni la más remota idea de lo que es la belleza hoy en día.

Eloise chasqueó otra vez la lengua contra el paladar, mostrando su disconformidad, pero sin hacer nada más.

Porque nuestra protagonista —recordad, incautos lectores—, no era ninguna heroína de momento.

Día TRES

—Hola, desconocida, me llamo Vanina Ferroni —saludó de repente una mujer de mediana estatura, con el pelo rubio rizado y un atuendo del todo desafortunado.

—Disculpe, ¿nos conocemos? —pregunté con denotada contrariedad.

—Por supuesto que no, te he estado observando e imaginé que te encontrabas sola en esta ciudad, y como yo también soy una turista solitaria he decidido que podríamos compartir el café en la misma mesa. Quizás hasta podríamos ser amigas de viaje. … Si te parece, claro… —puntualizó Vanina al comprobar que la expresión de mi rostro era desconcertada y dislocada.

Me encontraba demasiado aturdida —¿se comportaban de ese modo tan amistoso todos los turistas que viajaban solos?—. Lo estuve meditando durante lo que parecieron minutos enteros. Había prometido al comienzo del viaje ser sociable y nunca está de más conocer a otras personas, por muy diferentes que parezcan a simple vista. Asimismo, comenzaba a aburrirme de permanecer sola, con lo cual decidí aceptar su oferta. Observé a Vanina cómo se dirigía hacia la barra para pedir un café y regresar a la mesa para sentarse a mi lado.

—¿Quieres acompañarme a una galería de arte que está muy cerca de aquí? —preguntó Vanina con una voz alegre y desenfadada.

Esta vez no tardé tanto tiempo en pensármelo, acepté sin rechistar ni componer una mueca de contrariedad.

Al comenzar el recorrido, Vanina hablaba sin pausa ni respiración sobre lo que había aprendido de Queenstown.

—¿Sabías que pertenece a la región de Otago? ¿Has visto el Lago Wakatipu? Es un lago alargado con vistas fantásticas a las montañas. ¿Y las cuevas con luciérnagas? Me dijeron en recepción que eran una maravilla e imposible perdérselo. Yo decidí venir aquí, porque en la agencia de viajes la denominaron la capital mundial de la aventura, pero la verdad es que no me atrevía a hacer ninguna actividad sola, ¡qué afortunada he sido de encontrarte! Ahora podremos hacer todo juntas, ¿hasta qué día te quedas?, ¡espera, no me lo digas! ¡Viviremos la aventura con más riesgos, si no conocemos el final de ella!

—¡Mira, aquí está! —Vanina correteó alrededor de un pequeño edificio señalando todo y riéndose al mismo tiempo—. Este es mi lugar favorito. ¡Ven, vamos a entrar! ¡vamos, dame la mano! La galería de Julia es espectacular. La tienda está un poco apretada y tiene cuadros en cada espacio disponible, ¡pero son verdaderas obras de arte! Bueno, Eloise, ¿no te gusta hablar demasiado, verdad? ¡No importa! Ya hablo yo por las dos. Entonces… ¿Qué te parece mi pequeño rincón de Queenstown? ¿Te gusta?

—Tienes razón, Vanina, este sitio es una locura, me transmite la sensación de entrar en un lugar… —Eloise entrecerró los ojos buscando las palabras que necesitaba con la mente—. ¡Dramáticamente colorista! —concluyó con ímpetu y alegría.

Vanina se rio de la ocurrencia de su nueva compañera de viaje enseñando los dientes laterales que se encontraban un poco torcidos.

—Eloise, me alegro mucho de haberte conocido —soltó de repente Vanina sin venir a cuento (tal y como se había percatado Eloise, Vanina cambiaba tan deprisa de tema y sin sentido como un puercoespín de sombrero).

—Am… me alegro, Vanina, yo también me alegro, la verdad. Estoy disfrutando de tu compañía, y eso es bastante raro en mí —confesó Eloise con franqueza y una sonrisa muy agradable y amplia, que cambió su rostro a uno más bello (si fuera posible).

—¿Te parece si vamos paseando hacia tu hotel? Porque el mío está en una calle más abajo —preguntó con interés Vanina, toqueteando algo que tintineaba dentro de su bolso.

—Por supuesto, querida, voy a dejarte disfrutar de mi maravillosa compañía —bromeó Eloise con una sonrisa pícara.

Eloise observó a Vanina mientras caminaba, porque parecía como si estuviera flotando por encima del resto del mundo.

—Cada cinco minutos me sonríe y cuenta alguna anécdota divertida agarrando mi brazo y enlazando con su mano. Ya somos una pareja de turistas solitarias —pienso contenta, entretanto, mi cerebro decide aparecer con unos lazos de colores brillantes que danzan al son de Three Little Birds – Bob Marley.

—Te voy a hacer una pregunta que hago siempre a mis alumnos a comienzo de curso, ¿te parece? —preguntó Vanina con una mirada luminosa en la cara y una amplia sonrisa.

—¡Qué sorpresa! No te imaginaba ejerciendo de profesora, pensé que trabajabas de periodista, corresponsal de guerra… o algo similar —expresó Eloise con desconcierto.

—Jajaja, ¡eso es demasiado simple para mí! ¡Qué aburrido sería! —respondió Vanina divertida—. Soy profesora de filosofía en la universidad de Edimburgo. Tengo la bendita suerte de abrir los ojos a unas pocas personas, de esta manera, cuando me voy a dormir pienso que hay menos ovejas en este mundo tan robotizado. ¡Bueno, ahí va la pregunta! Prepárate y deja que tu mente disfrute: ¿Hace ruido el árbol que cae cuando no hay nadie para escucharlo? —Vanina esperó con paciencia su reacción.

Nuestra protagonista permaneció en un silencio espectral —jamás hubiese imaginado algo tan simple—.

—¡Es una pregunta trampa, profesora! —reprendió Eloise riéndose—. ¡Claro que no hace ruido el árbol! Si no hay nadie para escucharlo no existe ruido posible, ¿no?

—¡Piensas igual que Berkeley! Aunque él, además, planteó que ni siquiera el árbol existiría —añadió Vanina con una sonrisa socarrona que acentuaba su belleza natural.

—¿He acertado?—preguntó Eloise inquieta, como una alumna nerviosa por la nota de un trabajo de fin de curso.

—No hay respuesta correcta, Eloise, esa es la gracia. La pregunta sirve para que te plantees si existe el mundo material, con independencia de que alguien lo perciba —explicó Vanina jugueteando con los pelos que sobresalían de las horquillas.

Eloise se quedó, en sentido literal, con la boca abierta.

—Sí que tienes que impresionar a tus alumnos el primer día —dedujo con interés, Eloise. Sentía cierto orgullo de conocer a una persona como Vanina.

—La verdad es que flipan bastante —repuso Vanina con su habitual desparpajo—. Algunos alumnos (después de concluir la carrera) me confesaron que la mayoría pensaban que era la «típica profesora loca de filosofía». Y con sinceridad, nunca he podido sentirme tan orgullosa por un halago de esa magnitud.

—Me alegro mucho y la verdad es que no me extraña. A mí tampoco me agrada ser normal.

—¡Mira, Eloise! —chilló de repente Vanina señalando hacia el hotel—. ¿Qué te parece si te das una ducha, te arreglas y nos vamos juntas a cenar?

—¿Tú te arreglarías?—preguntó Eloise con cierta inquisición en el tono de voz y una ceja levantada.

—Jajaja, ¡por supuesto! Aunque no lo parezca tengo muy buen gusto con la moda, querida. —Vanina se defendió con una sonrisa abierta y natural—. ¡Vamos, ven aquí! —Vanina logró coger a Eloise y le dio un fuerte abrazo. Un tipo de abrazo con sentimientos cálidos. Un abrazo con fervor y energía. Un abrazo que Eloise necesitaba con un tipo de desesperación, que ni ella misma sospechaba.

Al separarse, Vanina la miró a los ojos con profundidad y dijo:

—Me ha encantado conocerte, Eloise. Con sinceridad, espero que esta aventura sea el comienzo de una curiosa y bonita amistad. —Y como alma que se lleva el diablo, cortó el espacio visual que las unía y se marchó dando sus habituales saltitos por la calle. A los dos segundos se giró sonriente, mientras su melena danzaba alrededor de su cuello y gritó—: ¡A las nueve te voy a recoger! ¡Ponte guapa! ¡Intenta superarme! —Y despidiendo la conversación con una mano alzada se perdió por la calle empedrada.

«Hacía tanto tiempo que no me encontraba cómoda con una persona», pensó Eloise introduciendo la llave en la puerta de su habitación.

—Es una persona tan espontánea, tan libre, que parece transmitir parte de su energía positiva al resto. ¡Voy a dejar de pensar en tonterías! ¡Vamos! ¡Hay que ponerse guapa! Voy a estar tan deslumbrante que ni me va a reconocer, ¡sí!, voy a impresionarla con mi modelito —Abrió el armario de par en par donde se encontraban sus prendas y comenzó una búsqueda exhaustiva y tenaz.

Después de dos horas y media, Eloise se decantó por una maxi falda, de color blanco crudo con una abertura por encima del muslo, dejando al descubierto su pierna esbelta —la que no estaba repleta de antiguos incidentes claro—, era elegante y sencilla, pero a la vez reveladora y atrevida. Lo combinó con un crop top en rosa claro con escote recto, unas sandalias de gamuza en color rosa suave de Jimmy Choo y para concluir el modelito unos preciosos aros plateados muy discretos, pero rebosantes del lujo bohemio que Eloise quería presumir ante su nueva amiga.

Después de maquillarse con luminosidad, adornar sus pestañas con doble capa de máscara color negro, pintarse los labios con un lápiz de color cereza y finalizar con una capa generosa de gloss transparente, para añadir un poco de volumen a sus ya carnosos labios, Eloise se sintió la mujer más hermosa del planeta.

Se miraba y miraba desde diferentes ángulos y todo le parecía perfecto.

—Estoy muy orgullosa de mí misma. Creo que estoy empezando a olvidar mi pasado y a iniciar la maravillosa vida que merezco —confesó al reflejo de cristal en una de sus múltiples conversaciones privadas. No hay nada mejor que el propio reflejo en un espejo.

—¿Y qué vas a hacer con el pelo esta vez? —preguntó el espejo.

—Todavía no puedo dar ese paso. Me siento orgullosa y segura… pero no lo suficiente.

Quedaba el maldito pelo. En cuanto me atreviera todo habría concluido y de forma psicológica, sería un mal sueño, un nefasto recuerdo… una espeluznante pesadilla.

—Quizás mañana podría recogerlo un poco —susurró Eloise en un tono de voz tan imperceptible, que ni el propio espejo la escuchó.

Todas las personas que se encontraban en el vestíbulo del hotel se giraron para observar a Eloise. La mayoría de las mujeres sujetaron fuerte los brazos de sus maridos, como temiendo que fuesen corriendo tras ella y se inclinasen a besar sus pies, unas pocas mujeres la miraban con evidente envidia y animosidad, y otras tantas mujeres lanzaban miradas sensuales y caídas de ojos, con incuestionable deseo sexual.

Eloise era consciente de causar tal exhibición, por lo tanto, con tranquilidad y mucha parsimonia decidió continuar el recorrido hasta las puertas giratorias, que denotaban la salida del hotel.

Un hombre atractivo que se encontraba en el vestíbulo, hizo un vano intento de causar impresión caballeresca, sujetando una de las puertas giratorias, con la intención de que Eloise pasara por allí y hubiera un cruce de miradas como mínimo, pero el resultado fue una escena burlesca y ridícula, ya que el hombre atractivo acabó en el suelo con las piernas desparramadas bajo el sonido de las risas de todos los presentes, excepto la del infausto caballero, por supuesto. Eloise aprovechó para lanzar una mirada burlona y despectiva antes de darse la vuelta.

—¡Guauuuuuu! ¡Estás despampanante! ¡Qué cruel eres! Me superaste con creces —exclamó Vanina en cuanto vio aparecer a su amiga.

Se encontraba apoyada en la verja de los jardines del hotel, sujetando un pequeño bolso plateado.

—¡Dijiste que me pusiera guapa! Quise impresionarte con mi excelente gusto en moda milanesa —replicó Eloise con cierto desparpajo tan poco común en ella.

—¡Joder, pues lo has conseguido, preciosa! ¡Bueno y qué! ¿Qué te parece mi modelito edimburgués? —preguntó riéndose Vanina, mientras daba una vuelta sobre sí misma con expectación por el veredicto.

—¡Presentamos a la modelo Vanina Ferroni, proveniente de la preciosa ciudad de Edimburgo! Arriesgando como de costumbre, Vanina nos obsequia con un pantalón palazzo azul claro, un crop top blanco plateado que no deja a la imaginación el generoso volumen de sus pechos y un peinado de diadema trenza que realza su belleza de ninfa de los bosques. —Eloise consiguió imitar la voz de un locutor a mitad de partido.

—Jajaja, ¡qué zalamera eres!, pero la verdad es que tienes razón, me he superado a mí misma. —La risa cantarina de Vanina inundó los jardines que rodeaban el hotel—.

Las verdades son buenas para el alma, te gusten o no —dijo de repente Vanina.

—Creo que esa es tu faceta filosófica —añadió Eloise con una sonrisa en los labios—. Que sepas que me encanta.

Vanina la observó durante unos segundos sin creer que fuera sarcasmo y la agarró del brazo para caminar juntas hacia el taxi.

—Por cierto, Vanina, ¿dónde vamos a cenar? ¿Has reservado en algún sitio? —preguntó Eloise con una pizca de inquietud.

—¡Relájate! Claro que he reservado. Es el restaurante Botswana Butchery, me lo recomendó un taxista que conocí el primer día que llegué a esta preciosa isla. ¡Mira, allí está su taxi! ¡Vamos!, te voy a presentar a la joya de Nueva Zelanda.

—¡Hola, Anamul! —exclamó Vanina.

—¡Qué sorpresa más agradable! —dijo Anamul con una sonrisa tan amplia como su chaquetilla—. Las dos mujeres más bellas e inteligentes de esta isla se han encontrado. ¡Qué coincidencia más asombrosa! Contadme cómo fue, por favor, ¡tengo infinita curiosidad, señoritas! —suplicó Anamul, mientras abrió la puerta del taxi para que las dos mujeres pudieran ocupar sus asientos.

—La encontré yo, Anamul —intervino Vanina. Una sonrisa pícara comenzó a aparecer en su rostro—. La descubrí sola en un bar tomando un café y creí que necesitaba con desesperación mi compañía —explicó con evidente satisfacción personal.

—Yo me sentí acosada por una desconocida, pero fue tan amable que no pude resistirme a sus encantos —repuso Eloise riéndose.

—¡Eso es estupendo, señorita! El destino siempre juega un poco con las personas; ¡decidme!, ¿dónde queréis que os lleve en esta preciosa noche, señoritas? —preguntó Anamul introduciendo la llave del contacto y encendiendo el destartalado coche.

—Vamos a cenar en el restaurante Botswana, el que me recomendaste, ¿te acuerdas? —preguntó Vanina, colocándose el cinturón de seguridad.

—¡Oh, por supuesto! Es una delicia. Si queréis la humilde opinión de un simple observador, creo que la señorita Eloise va a disfrutar con la decoración de los platos y del propio restaurante y Vanina va a engullir la comida de la misma manera que el monstruo de las galletas de Barrio Sésamo. —Anamul soltó una carcajada y continuó—: ¡Por cierto! Ni se os ocurra absteneros de los postres, por favor, ¡son pura ambrosía!

—Anamul, he estado pensando dos largos días y creo que he encontrado la frase perfecta para los dos que me pediste buscar —intervino de repente Vanina, con su ya habitual cambio de conversación. Esperó a que el ambiente en el taxi fuera expectante y exclamó—: ¡La filosofía de las estrellas! ¿Qué te parece? —preguntó Vanina con inquietud.

—Creo que no existe mejor frase para nosotros, señorita. ¿Fue Aristóteles quien lo sugirió? —preguntó Anamul.

—El primer día fui directa a él —confesó Vanina ruborizándose—. Pero enseguida recordé el Timeo —diálogo escrito por Platón, considerado el más influyente de toda la filosofía—, donde se encuentra con mayor profundidad la relación entre la filosofía, el asombro por lo desconocido y los astros.

—Estoy impresionado, señorita Vanina. Realmente impresionado. Ahora tengo que proponerle otra tarea, quizás más compleja. ¿Te atreves con el reto?

—¡Por supuesto! ¡Vamos con ello! —contestó animada Vanina.

—Muy bien. El reto es encontrar o crear una frase perfecta para vosotras dos. Recuerda que tiene que ser inmejorable. —Anamul giró la llave del contacto y apagó el coche—. ¿Crees que serás capaz, señorita?

—¡Oh, por supuesto!, cómo sabes cuánto disfruto con un buen enigma sin resolver Anamul —chilló Vanina con evidente ilusión.

Eloise se bajó en silencio del coche recapitulando la conversación que habían mantenido Vanina y Anamul. Se sintió un poco inculta por no conocer el libro Timeo, y la verdad, es que tampoco sabía mucho sobre esos filósofos, pero decidió preguntar luego a su amiga, porque estaba del todo segura de que no la miraría por encima del hombro, ni la acusaría de ignorante.

Todas sus dudas se disiparon cuando vislumbró a unos cincuenta metros el restaurante. Anamul estaba en lo cierto, ¡qué ostentoso! ¡Y cuánto le gustaba aquello!El restaurante era una casa de estilo oeste americano con toques modernos y glamurosos. Las paredes estaban decoradas con lo que parecía la Alhambra de Granada, pero lo que más la impresionó sin duda alguna, fueron los cojines de diferentes texturas y colores que se encontraban por doquier. Había morados de terciopelo, amarillos sintéticos, negros bordados en blanco crudo de esponjoso algodón egipcio, cojines con estampados azules tipo denim, gris perla de pana, turquesas de piel con flecos… había tantos cojines diferentes que Eloise se encontró con la boca abierta dando vueltas en el vestíbulo como una muñeca rusa bailarina, hasta que Vanina fue en su búsqueda y su embelesamiento se esfumó enseguida.

—¡Eloise! Sí que te has quedado impresionada —exclamó Vanina—. ¿Quieres que cenemos o nos quedamos admirando el vestíbulo? —preguntó arqueando una ceja y con una media sonrisa en los labios.

—¡Quiero comer! Me muero de hambre —exigió con mucho entusiasmo.

—Así me gusta, ¡venga, vamos! Mira allí —dijo indicando a un hombre largo y delgado—. El maître que nos está esperando tiene cara de aguacate putrefacto. —Vanina compuso una mueca burlona para hacerla reír.

Las dos mujeres se sentaron en una mesita redonda, con pequeños farolillos iluminando la estancia y, unas orquídeas decorando la mesa en un jarrón de cristal níveo —blancura que asemeja a la nieve—.

—¿Qué quieren cenar esta noche, señoras? —preguntó el camarero con una voz tan gutural, que parecía salida de una tumba.

—¿Le importaría esperar unos minutos, por favor? Todavía no nos hemos decidido —dijo Vanina con una sonrisa del todo falsa.

—Por supuesssssto. —El camarero contestó alargando en exceso la s y, les lanzó una mirada de desdén mientras se alejaba de la mesa.

La carta era una espectacular obra de arte, eso había que reconocerlo. Eloise y Vanina se contuvieron al recordar que no había que comer con los ojos. Después de quince minutos de discusión amistosa, se decantaron por una ensalada —remolacha asada, queso feta de vaca, nueces, hierbas suaves y vinagre de Cabernet— y un Gnocchi de patata chamuscada —puré de calabaza con especias, piñones tostados, calabaza encurtida, oblea de parmesano, brócoli crujiente y albahaca— para compartir; después, Vanina decidió pedir Curry rojo de South Island Wild Goat —papas inca de oro, crema de coco, baby bok choy, hojas de lima kaffir, anacardos tostados y arroz jazmín cocido al vapor— y Eloise se decantó por un Wild Fiordland Red Deer —lomo de ciervo rojo, osobuco estofado, mantequilla marrón kumara, cerezas, setas del bosque, hojaldre y col rizada—. Ninguna de las dos sabía qué había pedido, no conocían ni la mitad de los ingredientes de los platos, así que decidieron probar suerte cerrando los ojos y apuntando con el dedo.

Para el postre no dejaron que la suerte apostara por ellas, optaron por una tarta de manzana —con caramelo de manzana, crumble de avellanas, nueces confitadas, ruibarbo y helado de caramelo de sal marina— para Eloise y una Val Rhona Chocolate Fondant —ganache de chocolate, miga de pistacho, mandarina y helado de haba tonka—, para Vanina. Lo endulzaron todo con un vino Château d’Yquem (cosecha 2003). Disfrutaron tanto con la comida, la fragancia de las orquídeas, la compañía mutua y la tenue luz que las acompañaba en aquella noche, que las dos mujeres no quisieron estropear aquel momento con ningún tipo de charla insustancial. Decidieron, de manera unánime, permanecer calladas y en completo silencio, para exprimir al máximo aquella sensación de bienestar extremo.

Al salir del restaurante decidieron andar un poco y aprovechar para pasear bajo aquel diluido manto de estrellas. Vanina se colocó el bolso plateado debajo de la axila para apoyar su brazo en Eloise y al hacerlo, tintineó un objeto en el bolso.

—¿Qué tienes ahí dentro? —preguntó Eloise como un cura en la Inquisición.

Vanina se ruborizó y dijo:

—Bueno, ya que tenemos algo más de confianza tengo que confesar una pequeña costumbre un poco asocial.

Se acercó al oído de Eloise y dijo susurrando muy bajito:

—Robo cucharillas de café en cada restaurante que voy a comer.

Eloise la miró atónita y se echó a reír como una cabra salvaje en medio del monte.

—Es un ritual que tengo desde que era pequeña, mi madre me regañaba, claro, pero es un instinto que no puedo deshacerme ni con el paso de los años —confesó Vanina.

Al despertarse al día siguiente, Eloise se encontraba flotando de alegría. No había tenido pesadillas, ni malos recuerdos, ni siquiera había pensado en nada, tan solo disfrutaba de cada minuto en aquella remota isla con su nueva amiga Vanina.

Se duchó con rapidez y decidió vestir unos vaqueros ajustados grises de Burberry, unas botas mosqueteras negras de Saint Laurent, un jersey de cachemir gris claro de Valentino, una chaqueta motera en piel negra de Burberry y un bolso de cuero en tono rosa empolvado suave de Valentino Garavani.

Esta vez no tuvo tiempo de hablar con el espejo, ya que Vanina la llevaba esperando en la recepción del hotel, hacía ya quince minutos.

Bajo corriendo las escaleras, derribando a toda persona que se interpusiera en su camino y al llegar al campo visual de Vanina intentó recomponerse y fingir que no había estado corriendo mientras respiraba más fuerte de lo normal.

—¿Ya estás preparada? —preguntó riéndose Vanina por el espectáculo de su amiga.

—Por supuesto —resopló intentando coger aire—. Llevaba preparada y esperando en la habitación media hora. —Eloise se defendió con desenvoltura—. ¡Ya te vale hacerme esperar tanto! ¡Qué desfachatez! —Jajaja, ¡mentirosa!, ¡vamos a la librería, anda! —Vanina posó su mano en el brazo de Eloise para ir juntas—. ¿Era en el Camp St O´Connell´s, no? —Sí, creo que Anamul dijo que se llamaba The Black CAT bookshop.

—Muy bien, ¡pues vamos para ya! —dijo entusiasmada Vanina—. ¿Qué te parece este libro? —preguntó alzando una pequeña encuadernación oscura, con los bordes dorados y un título en cursiva que decía Pequeños relatos.

—¡Cuesta 5,16 dólares! No estoy acostumbrada a comprar tan barato, la verdad, pero tiene muy buena pinta, ¡voy a comprarlo! —exclamó con alegría Eloise.

—¿Cuánto es en euros? —preguntó Vanina, a quien las matemáticas no se le daban muy bien.

—Pues con exactitud 3 €. Una ganga —respondió Eloise.

Fuera de la tienda, sentadas en un banco cerca de un parque, Eloise abrió su libro nuevo y leyó en voz alta para las dos. Parecía un pequeño ritual que habían diseñado sin proponérselo.

Al bajar la mirada me di cuenta del error cometido. No debí sentir ese decrépito sentimiento, no debí sentir miedo. Decidí cerrar los ojos y seguir caminando, la arena me quemaba la planta de los pies.

En un mundo paralelo, en el que hubiera estado con los ojos abiertos, hubiera visto esa piedra. Por fortuna, en este no.

Lo empecé a sentir en la uña del dedo más pequeño del pie, esa mezcla de abrumador cosquilleo con un suave sonido sordo.

Soy muy torpe. Me caí a favor de la arena.

Y así, con la cara hundida en la playa, me vino a la memoria esa espuma de maíz con merengue italiano que había cocinado el día anterior, porque de esa forma me sentía yo… pegajosamente dulce.

Las dos se quedaron en silencio mientras asumían con parsimonia ese pequeño relato sin sentido.

Vanina mantenía una postura rígida y se encontraba ensimismada, pero cuando Eloise terminó la lectura, se volvió a sentar de manera más cómoda en el banco.

—Lee otro, por favor.

No me acorde de ti cuando estaba en la ducha bajo el aire gélido, sino cuando entré en el lavabo y lo vi. Quise abrazarla, regocijarme en su porcelana fría al tacto, pero que a mí me transmitía un calor tan inmenso como el de evacuar todos esos sentimientos, que nunca quise que llegaran a mí.

Y lo hice. Obvio que lo hice.

Me permití besarla mientras mis brazos arqueados lo rodeaban. Ahora quería llegar más lejos, quería mucho más. Bebí todos sus flujos hasta saciarme, luego apoyé la cabeza en su lecho… y así me quedé. Dormida.

Dormida como aquella Psique en el castillo, esperando.

Esperando… a la taza del váter.

—¿Quién es Psique? —preguntó Eloise después de concluir la lectura.

—Fue una divinidad griega, tiene un mito interesante, ¿quieres oírlo?

—Por supuesto, ¡cuenta!

—Psique era la hija más pequeña y bella de un rey; Afrodita —que era muy envidiosa—, envió a su hijo Eros a lanzarle una flecha para que se enamorase del hombre más feo y cruel. Pero cuando la vio, Eros se enamoró de ella y la llevó a su palacio; allí solo la veía de noche —ya que no quería que se enamorase de su belleza—. Psique era muy feliz y estaba muy enamorada, pero… sus celosas hermanas creían que su marido era un monstruo y por eso no dejaba que la viese; así que instigaron a la ingenua Psique a que descubriera su rostro. Eros se despertó con una gota de aceite —en aquella época no había ni lámparas de gas, ni móviles con linterna tenue— y defraudado con su esposa decidió abandonarla. Psique estaba muy triste, tanto por hacer caso a sus hermanas como por haber decepcionado a su marido, y con esta escena en marcha, Psique habla con Afrodita para que la ayude —la misma que quiso su desgracia—. Y la diosa del amor le propone cuatro tareas imposibles para un mortal, las cuales, dejando la obviedad de lado, cumple Psique con ayuda, y de ese modo Zeus le hizo inmortal y recuperó a su amado.

—Qué historia más bonita. Me gustan los mitos griegos. —Eloise parpadeó unos segundos—. Pero… ¿Tú has entendido la historia?, o sea, ¿qué tiene que ver Psique con una taza del retrete? —preguntó Eloise con evidente esfuerzo por pensar en ello.

—Yo creo que intenta enlazar el amor que siente por una persona, con el objeto de una taza del váter. Y lo de Psique… pues supongo que significa que se encuentra en la situación anterior justo antes de colocarle la luz en su cara. Un momento tenso, en resumen —respondió Vanina.

—Sí, eso tiene sentido. La verdad es que yo no encontraba la lógica por ninguna parte —confesó Eloise con ciertos remordimientos por ser tan inculta.

—Lee uno más, por favor. El último, ¡prometido! Porque si no, vamos a llegar tarde a hacer puenting —suplicó Vanina, quien continuaba como… congelada por las historias.

Galileo-Galilei no tenía razón, la tierra no es redonda, es un puto paraguas.

Lo supe en cuanto lo vi por televisión. Todos los medios informativos gritaban como lunáticos.

Desde que lo descubrieron en un viaje al espacio, el planeta ha cambiado. El saber nos ha hecho más débiles, más pequeños, más invisibles.

Ahora el Gobierno nos ha impuesto unos paraguas a cada ciudadano de la Tierra y según la legislación tenemos que sujetarlo hasta que nuestra vida se acabe. Nadie puso objeción alguna. Todos teníamos miedo del cambio de forma de la Tierra.

Hasta cambiaron el símbolo del cristianismo por un paraguas…

Al principio fue divertido. Cada uno lo llevábamos de un color, lo combinábamos con nuestro estilo… era una especie de complemento adicional. Pero ahora no. Ahora, todo es menos divertido.

Nadie leyó la letra pequeña de la legislación impuesta. Todos los paraguas tenían una tecnología nunca vista y de la que nos dimos cuenta demasiado tarde… nos pesaba. El paraguas nos pesaba.

Prejuicios, problemas, cargas, dolores… el peso que tienes a lo largo de tu vida se quedaba allí, en el paraguas. Y cada vez, pesaba más.

Salías a la calle y los veías cabizbajos, con la mirada perdida; notabas el peso de cada uno. Sentirías lástima de ellos, si no tuvieras que soportar tu propio peso.

Y así pasaron los años, la gente moría aplastada por sus propios paraguas.

Hasta que un soleado día un joven huérfano —algo muy normal en la época— decidió tirarlo, y así, tal era el peso que había soportado, que su brazo se desprendió del resto del cuerpo. Cayó justo al lado de donde estaba situado su paraguas y continuó andando sin el brazo como si nada hubiese ocurrido.

—Este relato me ha encantado. Parece que refleja a la perfección nuestra sociedad actual, ¿no te parece? —Vanina no dejaba de mirar el reloj de su muñeca.

—¿Cuándo escribieron este libro? —preguntó Eloise.

—Mmmm… no sé, ¿no está la fecha en las primeras páginas?—No aparece ni el autor ni el año. Qué extraño, ¿no? —dijo Eloise con curiosidad.

—Pues la verdad es que sí. Es muy raro. En fin, vamos a cambiarnos que tenemos que hacer puenting, señorita —dijo Vanina saltando del banco como un pequeño canguro, para ponerse en marcha cuanto antes.

No quiero ser una muñeca rota

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