Читать книгу No quiero ser una muñeca rota - Irene Alonso Álvarez - Страница 9
Capítulo 2
ОглавлениеUn antiguo hechizo predijo que, escondida en un bosque, me hallarías.
Eloise se encontraba todo lo bien que podía estar —a pesar de las circunstancias—. Había conseguido escapar de aquella familia infernal después de tantos años, poniendo punto final a las barbaridades de las que era víctima y logró dar la vuelta a la tortilla. Obteniendo de ese modo unas cantidades desproporcionadas de dinero. Pero ahora su hermano la había encontrado. Nada había valido la pena. Todos los sacrificios no habían servido para nada.
Eloise intentaba recordar en vano los rostros de todos los clientes con los que se había acostado. Pero no lo conseguía. Su cuerpo hacía tiempo que no la pertenecía. Hacía demasiados años que había perdido el control sobre él.
No estaba tranquila ni se encontraba cómoda. Miraba sin pestañear la ventanilla del coche, asegurando cada tres minutos que el seguro estuviera quitado.
Soltaba más adrenalina cuando estaba nerviosa —aspiré el aroma que destilaba, como si fuera aire—.
—No deberías comportarte como si fuera un asesino en serie, Eloise —me defendí con la más amplia de mis sonrisas—. Soy tu hermano. Recuerda lo mucho que te quiero, por favor.
Eloise alzó la mirada y sus ojos se abrieron en exceso, acto seguido bajo los párpados con sutileza, y murmuró un «lo siento», tan lejano como el eco de una botella, hundida en el fondo del mar.
—Pequeña, no me trates como a un desconocido, me duele demasiado tu indiferencia. —De repente, un instinto grotesco y familiar se apoderó de mi cuerpo, y la agarré por el cuello con excesiva fuerza, para una delicada, sutil y traidora garganta.
—¡Suéltame, por favor! ¡Me haces daño!—gritó Eloise, sujetando la mano que aprisionaba su cuello.
—¡Dilo! ¡Dilo y te soltaré, Eloise! —ordené con rabia incrustada en la voz.
La mano apretaba demasiado, la sangre dejaría de circular dentro de poco y ya no poseía fuerzas para decir que no. Dudaba incluso que alguna vez hubiera tenido la fuerza necesaria para decir que no, pensaba Eloise con excesiva culpabilidad.
«No tenía que haber ido con él. Ni siquiera tenía que haber permitido que se acercara tanto. ¡Joder, qué estúpida he sido! ¡Va a arruinar mi vida otra vez!, ¿por qué no pude decir que no? ¿Por qué soy tan tonta?», pensó Eloise, mientras un alarido lejano gritaba suplicando.
—¡Dilo! —insistía con voz animal.
De sus labios salió un sonido demasiado débil para oírlo, pero al sentir la sangre hirviendo en su cabeza, no tuvo más remedio que entreabrir las comisuras de sus labios y hablar alto y claro; tan conciso como coger un escorpión y clavarse a sí mismo el aguijón.
—Por favor, hermano. Perdóname —imploró Eloise entre sollozos.
De repente, un rugido desenfrenado se apoderó del espacio reducido en el coche. El ambiente se tornó áspero y frío, cuando observó que su hermano ya tenía los pantalones desabrochados y mientras se bajaba los calzoncillos la empujaba con fuerza cabeza abajo.
—Sabía que algún día volverías a mí, querida hermana. Jamás vuelvas a abandonarme de esa manera. Yo te perdono, porque me tienes hechizado, pero padre de ningún modo te indultará de la culpa y, por supuesto... se vengará de ti castigándote —rugió, mientras gemía de placer inhumano.
Pasados diez minutos de movimientos bucales, Eloise se encontraba cubierta con una mezcla de lágrimas y semen, que iban resbalando con lentitud sobre su blusa verde periquito de seda.
—Te voy a dejar en casa por esta noche, padre querrá tener noticias cuanto antes. Ya sabes que no puedes intentar nada. Solo queremos que vuelvas a casa con nosotros. No queremos llevarte con la psiquiatra ni nada parecido. Nunca más te separarás de nosotros. Somos tu familia, recuerda. La familia lo es todo. No lo estropees más, pequeña. Espera mi llamada —añadió, mirando a Eloise con firmeza—. Porque te llamaré.
Al salir del coche, lo primero que notó fue una bofetada del viento en plena cara. Cerró la puerta sin mirar, y sus pies caminaron hacia un pequeño bar de madera, atiborrado de personas, hormonas y alcohol.
Pidió tres whiskies y se los bebió de un trago, dejando los vasos tan vacíos como si fueran nuevos. Nadie la observaba, ni se preguntaban por qué bebía sola o, por qué tenía los ojos tan hundidos en la cara. Estuvo sentada quince minutos, en un taburete pintado de madera roja y después, se levantó con tranquilidad hacia la salida. Ni siquiera había pagado la consumición. Daba igual. Ahora la había encontrado.
Igual que la lluvia, que amenazaba con desplegar sus látigos hacia ella.