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6 EL DESPERTAR

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Abro los ojos sobresaltada. Ese sueño, o más bien pesadilla, me persigue desde que mi recuerdo logra alcanzar. Percibo que ella está cerca. Me incorporo y, apoyada en mis codos, la veo reclinada en el quicio de la puerta de la habitación. Puedo distinguir su cara de preocupación, su mirada perdida que se desvanece cuando nuestros ojos se encuentran. Sé que Ana tiene la misma pesadilla cada día. Soy consciente de que en el fondo necesita dejar caer la pesada carga que ella decidió sustentar sobre sus hombros. Consigo esbozar una sonrisa hacia esa persona que me protege, que me cuida. Aunque a veces sea dura conmigo, forma parte de mí, y además probablemente me merezca esas reprimendas, yo me las busco. Si ya conozco cómo es y he decidido quererla, tendré que acatar sus decisiones, porque, como ella dice, es por nuestro bien.

—¿Estás enfadada? —Y observo su cara buscando la respuesta antes de que su voz me la proporcione.

—No me enfado, María. Ivette no me preocupa. Me inquieta que ya te veas lo suficientemente capaz como para salir a la calle. El mundo es cruel, María.

—Pero Ivette dice... —consigo contestar. Me corta con una sola mirada.

—Ivette desconoce lo que es el dolor. Ivette no tiene ni idea de lo que hemos pasado. Ella es una hippie que se cree que el mundo es bonito y me preocupa que te contagie esos pájaros que tiene en la cabeza. Pero a mí no me engaña. El mundo es una guerra en la que hay que combatir. Y algunas personas estamos preparadas para ello, y otras no. —Mientras reproduce uno de sus discursos favoritos, se sienta en una silla con los brazos cruzados sobre el pecho y los puños bien cerrados.

—Cuando estoy con Ivette, no tengo miedo. —Me incorporo y dejo caer mis pálidas piernas a un lado de la cama y me pongo frente a ella. Mis manos reposan en mis rodillas y busco su mirada con anhelo.

—A eso me refiero, atontada: bajas la guardia y encima no estoy yo para protegerte.

—Con Ivette no hay guardias que valgan, simplemente...

—Esa hippie no tiene ni idea de la vida —me corta de sopetón—. Menuda chorrada. Dile que se vaya a su mundo de unicornios y nubes rosas. Que se quede allí y nos deje a los que vivimos con los pies en la tierra gestionar la realidad.

Cierro los ojos con impotencia y giro mi rostro contenido hacia otro lado. No soporto que hable así de Ivette. Ella es mágica, y su vida tampoco se puede decir que haya sido fácil. Así que decido ponerme en pie para exponerle mi opinión... Pero se adelanta: se incorpora rápido y, a la defensiva, con un dedo que me apunta y su mirada ya lo dice todo, de manera que desisto. Bajo la cabeza y resuelvo que, como siempre, puede que tenga razón. Quizás Ivette haya idealizado las cosas y se haya puesto una venda en los ojos para no ver el dolor que existe en el mundo. Ana sabe de la vida, y no voy a ser yo quien se lo cuestione.

Al ver que ha ganado otra batalla, una ligera sonrisa se dibuja en la comisura de sus labios. Me toca el hombro dos veces antes de darse la vuelta, no sin lanzarme primero una de sus frases favoritas. Una frase que a mí me crea un nudo en el estómago. Esa clase de oración inocente que lanza un peso sobre mis hombros y que, cada día, me desploma un poco más.

—¡Buena chica!

Y, haciendo ondear su pelo rubio, se va.

Vivir con ella

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