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7 NOCHES DE DESENFRENO

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Cada noche observo la seriedad de su rostro mientras se arregla para salir. Ella dice que eso la hace feliz y que yo me tengo que quedar en mi rincón oscuro para que las dos podamos estar tranquilas. Me explica que yo estropeo todo y que mi presencia no gusta al mundo. Sus palabras resuenan en mi cerebro como si fueran cuchilladas directas al corazón. No consigo entender cuál es el motivo. Ella asegura que el dolor te hace fuerte, pero yo ahora mismo no diferencio entre su fuerza y su crueldad. Una vez, Ivette me explicó que algo nos genera ira o tristeza cuando nuestro cerebro no logra entender el origen de esa situación. A mí me crea tristeza nuestro distanciamiento, pero me provoca ira pensar que no puedo enfrentar el mundo tal como soy porque Ana tiene miedo de que me hagan daño. Así que me resigno y me quedo aparte. Esperando cada día a que vuelva ebria, seguro que con algún hombre que no querrá que me vea bajo ningún concepto, con el rímel corrido y con su máscara de persona alegre y divertida, esa que se pone al salir por la puerta, la que parece que tenga colgada en la entrada como quien tiene a mano la chaqueta para salir.

Ana coge su careta de persona agradable y sin problemas y sale a la calle, según ella a comerse el mundo y, sin embargo, qué casualidad que, cuando llega a casa, vuelva a dejar esa máscara donde la cogió, junto a nuestra puerta, y recupere su mirada de miedo y de rencor. Los fines de semana pasan y llegan de nuevo y su única motivación es salir a la mejor discoteca de Barcelona y tener un cuerpo diez. Pero su alimentación es extraña: come mucho y mal. Cuando le pregunto por qué no intenta comer verdura o algo más sano, su contestación me deja atónita:

—Yo paso, ¿sabes? Yo soy así. Como lo que me apetece y cuando me apetece, y nadie me va a decir a estas alturas qué debo comer.

—Ana, ¿qué estás diciendo? —La miro sin comprender ni una palabra, como si me hablara en otro idioma, uno que espero no entender, porque si eso es lo que piensan personas como Ana, no quiero parecerme a ellas.

—¿Qué pasa? No he dicho nada del otro mundo, ¿no? —contesta mientras mastica el chicle con la boca abierta y hace una pompa que estalla con precisión para que no se le pegue en la cara.

—Yo solo digo que tu actitud es infantil y, con ella, harás que nos hagan más daño del que ya hemos sufrido.

—Daño, ¿por qué? Nadie más va a hacer que yo derrame una lágrima —proclama punteando con el dedo índice la mesa, remarcando cada palabra—. De hecho, la que llora eres tú, que eres una llorica. Yo soy fuerte y no me entristezco; mi objetivo es pasármelo bien y punto.

—Tú misma.

—Ya estás con tus tonterías. Déjame que disfrute un poco de la vida, ¿no? Carpe diem, María —indica mientras me da la espalda y camina hacia la puerta con su contoneo habitual, que exagera para demostrar que tiene vida en el cuerpo.

—Vale, pero entonces, ¿por qué no puedo salir yo? Si todo es tan divertido y tan espectacular, compártelo conmigo —argumento, y la sigo por el largo pasillo que conduce desde la entrada hasta las escaleras que suben al segundo piso.

—Ja, ja, ja. —Se da la vuelta y se mofa con expresión sarcástica antes de cruzar los brazos sobre el pecho—. Permíteme que me ría de la ocurrencia que acabas de tener.

—¿No dices que es tan divertido y carpe diem? Pues yo no quiero estar siempre en casa —digo en un tono entre cordial y jovial para intentar convencerme a mí misma de mis palabras.

—Mira, bonita —me advierte con su mirada oscurecida y acercándose tanto que casi puedo sentir en su aliento la menta del chicle—. Tú te vas a quedar metida ahí dentro hasta que yo te lo diga, y créeme que será por mucho tiempo. Bastante hago dejándote que salgas cuando estamos en casa.

—Pero yo... —intento defenderme mientras bajo la cabeza.

—Pero tú, nada. Eres como un grano en el culo. Siendo sincera, viviría mejor sin ti —afirma sin mirarme, aún con los brazos cruzados.

Me voy llorando, nunca había dicho algo así. Esa frase me hace plantearme muchas cosas, entre otras, qué demonios hago aquí esperándola y haciéndole caso. Porque en sus días tristes, yo puedo ayudarla y sé realmente que ella no es así, pero ¿y si de veras está mejor sin mí? ¿Y si realmente soy un lastre para ella? Con esos pensamientos me acuesto, aunque no consigo cerrar los ojos. Su mirada de odio me penetra y me hiela la sangre. Me formulo muchas preguntas, aun cuando sepa que debo seguir aquí, esperándola, haciendo de soporte para ella, que ahora me rechaza pero que algún día, y espero que sea cercano, me necesitará.

Decido llamar a Adán, que ahora estará en Sevilla, enfrascado en su nuevo proyecto. Él es ingeniero de no sé muy bien qué. Nunca he entendido a qué se dedica, solo sé que le apasiona. Adán tiene los ojos azules como el mismo cielo en un día de verano. Su pelo es rubio, pero no de un tono cualquiera, sino como el sol. El metro setenta y cinco de altura y su buen aspecto lo han convertido siempre en un chico muy deseado en el pueblo, aunque, al ser tan tímido y reservado, nunca haya llegado a darse mucha cuenta. Tiene las manos grandes y anchas, unos brazos delgados pero tonificados, y su gran bondad es todo un orgullo para su familia. De pequeños, en Santander, nos hacíamos pasar por hermanos. Allí era donde íbamos a veranear. Él y sus padres vivían en Barcelona, pero su papá había nacido en la capital cántabra, al igual que mi abuelo materno. Así que, aunque no recuerdo bien cómo nos conocimos, toda la memoria que guardo de los veranos en Santander me traslada a su lado.

Al sexto tono decido colgar pensando que quizá esté metido en algún proyecto difícil de entender para esas personas menos inteligentes, como yo. Pero justo entonces escucho su voz ronca y con ya cierto deje andaluz. Lleva en Sevilla quince meses. Según me explicó tiempo atrás, está trabajando para una gran compañía que le permite liderar su equipo, a la vez que el sueldo le proporciona el ahorro suficiente para poder montar algún día su propia empresa. Allí ha conocido a una mujer de su misma edad, medio granaína por parte de padre y medio inglesa por parte de madre, lo que le confiere un acento muy gracioso que vuelve loco a mi amigo.

A sus veintiséis años ha encontrado a la mujer de su vida y está disfrutando de su crecimiento como ingeniero. Envidio un poco su trayectoria. La mía siempre ha sido más bien como una montaña rusa: desde mi incidente con papá, pasó a ser totalmente secundaria. Subsistíamos con lo que podíamos, pero enseguida Servicios Sociales husmearon en nuestras vidas para separarnos de la que se hacía llamar mamá, quien solo unos meses más tarde desapareció sin dejar rastro.

Realmente no fue lo que más me dolió. Siendo sincera, nunca había ejercido de madre. Ana y yo sentíamos que estábamos solas desde que éramos pequeñas.

Y, volviendo a Adán, Ana y él no se llevan nada bien. Ana siempre ha dicho que es un tío aburrido. Bajo mi punto de vista, en cambio, que no quiera ser el centro de atención, como lo es ella, o que no haya sido el más fiestero de nuestro grupo, es lo que hace de él un referente como amigo para mí y un espejo demasiado doloroso para Ana.

La verdad es que él y yo somos más que amigos: lo considero como el hermano que nunca tuve, capaz de darme la estabilidad de la que carezco y el equilibrio que creo que junto a Ana nunca alcanzaré. Su voz ronca y rasgada me permite reflexionar, trascender más allá del aquí y ahora.

Su familia es creyente, y él también, aunque no sea practicante. Pero el haber escuchado tanto la Biblia de pequeño ha hecho que su estado emocional y sus pensamientos siempre vayan más allá de lo material y lo superficial. Adán es rico, pero no en el sentido económico, sino en cultura y sabiduría. La prosperidad que él transmite es justamente lo que a Ana le genera más miedo, lo que le hace rechazarlo con la excusa de que es aburrido: sus padres le han querido, su familia le ha proporcionado unas buenas bases y eso, para una persona como Ana, es dolor. Y para mí, un poco también. Aunque siempre intente ver el lado positivo y recargarme las pilas junto a él.

—Buenas noches, bombón —me suelta sin más—. Escolta, tú, ¿cómo va por Barcelona? —me dice con guasa, sabiendo que ya le queda hasta raro el catalán con el acento que se le ha pegado.

—Bueno, bien... —titubeo mientras mi cerebro busca una escapatoria para no tener que explicarle mi situación actual—. ¿Cómo estás?, ¿y cómo está Sonia?

—Está fatigada, ya sabes. El embarazo no le está sentando muy bien.

—¿¿¿Está embarazada??? —le espeto esperando una reacción más extensa por su parte.

—Era broma, reina —dice mientras le oigo carcajearse al otro lado de la línea—. No te enfades conmigo, María. Llevo todo el día trabajando y sin poder gastar bromas con nadie. Me has venido al pelo. Eso que dicen de que los andaluces son muy graciosos es un mito. No te lo creas —continúa riéndose, probablemente con lágrimas en los ojos. Su sonrisa tiene ese efecto, siempre llora cuando ríe.

—No me hace ningún tipo de gracia. Pensaba que iba a ser tita y que tendría que viajar a Sevilla. Y actualmente mi situación es, bueno, podría decirse que un poco difícil. —Intento no darle más importancia para que Adán no se preocupe.

—No puedes porque no quieres. Mírate al espejo, María, y di en voz alta quién dirige tu vida. —Siempre me da la sensación de que Adán conoce lo que me pasa en cada momento.

Sonrío sabiendo que le resulta inevitable buscar la trascendencia de las cosas. Su padre era pastor en la iglesia de Castellbisbal, el pueblo donde creció junto con sus dos hermanos, uno de los cuales continuó el camino de su padre, Rafael, y el otro, justamente el contrario. La explicación de Adán es que cada cual encuentra su momento cuando le toca. Si forzamos al mundo a hacer lo que creemos que debe hacer, virará hacia la otra dirección. Tal vez fuera eso lo que le ocurrió a su padre con Julia y Sergio, los hermanos mellizos de Adán: intentó educar a su prole desde el respeto, la espiritualidad y la religión, pero no lo consiguió con todos los hijos por igual.

Adán siempre cuenta que cuando nacieron los mellizos, la madre cayó enferma. Eso hizo que su padre se desviviera por su mujer y, sin quererlo, acabara culpando a los bebés de la desgracia de su esposa. Estuvo enferma durante casi seis años, hasta que, según la propia Lorena, la madre de Adán de pronto decidió coger las riendas de su vida y dejar de ser una víctima de su situación, ni una carga para los demás. Empezó entonces a hacer meditación y a rezar todos los días dos horas. A cultivar sus propios alimentos y solo comer aquellos cien por cien saludables dentro de una dieta crudivegana. Paseaba con sus hijos, que eran unos verdaderos trastos, y con su marido, una hora diaria. Decidió, en definitiva, empezar a encargarse de su hogar y de su salud.

En cuestión de dos años, Lorena estaba al doscientos por cien. Nadie entendió muy bien qué había pasado. Pero ella predicaba que «Su Señor» la había puesto en ese camino para descubrir lo fuerte que era, y que Él mismo la había recompensado con la recuperación de su salud. Para entonces, los mellizos ya tenían ocho años, además de arrastrar un déficit de atención y de cariño que conllevó que, de ser unos trastos, pasaran a ser unos pequeños delincuentes, y de ahí a delincuentes mayores. Suerte que cerca de mí siempre ha estado Adán, que ha aprendido al máximo de sus padres para poder aportar todo lo bueno al mundo. Cuando habla de sus hermanos mellizos lo hace, sin embargo, con devoción. Siempre asegura que el destino ha decidido que sigan ese camino, pero que la misma vida los guiará para que aprendan la lección que precisen. Ni yo misma me creía sus palabras cuando le oía afirmar tales cosas, aunque el tiempo siempre le diera la razón. No sé si era Dios, el destino, el karma; pero al final sucedía lo que Adán había previsto.

—Sé que estás sonriendo. Te oigo hacerlo aunque no hagas ruido. Hablemos en serio. ¿Cómo estás? —me pregunta.

—Ahora, bien —le digo mientras se desvanece mi sonrisa sabiendo la conversación que me espera.

—¿Qué significa ahora, María? ¿Sabes? No pienso decirte lo que debes o no debes hacer. Eres una persona sabia y tú misma lo descubrirás cuando estés preparada. Pero sí me gustaría contarte una historia...

—Ya estamos con las historias... —le contesto mientras la sonrisa que antes tenía se amplía hasta prácticamente cubrirme todo el rostro—. Siempre tienes historias que contar. ¿De dónde las sacas?

—De los más sabios, María. Todo lo que nos pasa en esta vida ya ha habido alguien que lo ha vivido antes y seguramente haya escrito un libro sobre ello. Tan solo debes encontrar el libro que te convenga en el momento preciso de tu vida. Permíteme que continúe. —Su rasgada voz carraspea y empieza a narrar su historia como siempre hace—: Había una mujer en la India que tenía...

—Siempre son en la India, Adán. No cuela —le reprocho entre risas.

—Calla y escucha, membrilla, que te va a encantar. —Justo en el momento en que acaba su frase, oigo cómo alguien abre la puerta. Sin que él me lo diga, yo ya sé quién es. Solo Sonia puede hacer enmudecer a Adán.

—¿A quién le estás contando una de tus historias sobre mujeres de la India? —oigo que dice a lo lejos.

—Es María. Ella me la ha pedido —responde sin más dilación.

—No te lo crees ni tú, pobre chiquilla. La tienes amargada con tus historietas —le dice mientras oigo el sonido de unos pasos de tacón alto que se acercan al auricular—. Hola, María, my darling, ¿cómo estás?

—Bien, muy bien, Sonia —le contesto con toda sinceridad justo cuando me carcajeo de su acento y su ironía.

—Tú, ni caso al fumado este, ¿me oyes? —Me avisa y me devuelve la carcajada—. Te voy a hacer un favor y me voy a llevar al Buda reencarnado en este rubiales a comer, que hemos quedado con unos amigos hace más de una hora y este muchacho pierde la noción del tiempo siempre que se pone a hablar contigo, cosa que agradezco cuando estoy viendo la novela de las cuatro, pero ahora no. ¿Vendrás a Sevilla?

—No creo, Sonia. Pero vamos hablando por Skype, ¿vale?

—Una cosita te voy a decir, paliducha: o este verano vienes a que te dé un poco el sol y nos pongamos al día, o simplemente tendré que enviarte toda mi mala follá granaína hasta la puerta de tu casa. Nosotros hemos ido cinco veces a Barcelona y tú ninguna a Sevilla. Así que mueve de una vez ese culito envidiablemente terso y te vienes para acá, ¿entendido?

—Vale, Sonia, ja, ja, ja —contesto sin poder dejar de reír—. Intentaré ir, lo prometo.

—Lo dicho. Nos vemos, preciosa. Cuídate y sonríe. Bye, bye, darling. —Se despide y yo presiento que va a colgar el auricular mientras oigo a Adán quejarse de fondo porque le ha quitado el teléfono y no ha podido despedirse de mí.

Cuando dejo el manos libres en su lugar, cojo el teléfono móvil para escribirle a Adán, sabiendo que estará refunfuñando sobre el poco respeto y la mala educación que supone quitarle el teléfono a una persona. Y sobre la indignación que eso conlleva, mientras Sonia lo abraza, lo besa y le dice que lo quiere sabiendo el efecto que produce en él. Así que decido ser breve:

Gracias por todo. Otro día me cuentas la historia.

P. D.: Adoro a tu darling.

Hablar con Adán me calma, aunque no me haya contado su gran historia. Él y Sonia son de una frescura que me atrae. Bajo las escaleras para ver qué vamos a comer. No tengo mucha hambre, pero debería hacerlo, ya que, si no, cuando salgo a correr me canso más. Busco a Ana, pero no la encuentro. Así que decido prepararme unos sándwiches. Me siento a la mesa redonda del salón con mi plato y mi vaso de agua, esperando a saber algo de ella, pero no aparece. Vislumbro un atisbo de alegría en mí y eso me asusta. Tengo sentimientos encontrados con Ana: a veces pienso que es mejor que no esté. Otras, en cambio, pienso que sí, pero que lo ideal sería que estuviera con unas condiciones distintas. Es decir, yo la quiero en mi vida, pero quizá no así. Cuando tengo estos pensamientos, enseguida miro hacia todos los lados como si ella pudiera escuchar lo que digo mentalmente; como si, por el simple hecho de tenerlos, ya la estuviera traicionando. Eso me apabulla. Borro esos pensamientos de mi cabeza y continúo masticando e intentando dejar la mente en blanco; pero justo en ese momento aparece por la puerta.

—¿Qué dice el aburrido?

—No es aburrido —consigo responder intentando que no se note en mi tono de voz la molestia que su comentario me produce.

—Sí, sí, sí... ¿Qué has hecho de comer?

—Nada, no sabía si vendrías. Disculpa.

—Bueno, es igual. Total, tu cocina es bastante mala.

—Hago lo que puedo —replico sabiendo que tiene razón—. Pero tú no cocinas mejor. —Me defiendo sin filtrar mi pensamiento.

—¿Perdona? Bueno, en esto te voy a dar la razón. Además, hoy no me voy a enfadar. ¿Sabes por qué? Porque aunque siempre intentes hacer que yo salte, hoy no lo haré. Estoy por encima de ti y yo decido.

—Vale. —Me levanto, dejo el plato en la encimera de la cocina y empiezo a subir las escaleras, harta de sus frases crueles, agotada mental y físicamente. Necesito descansar. Esta situación es insostenible. Creo que no merezco esto. O quizá sí, ya no sé lo que siento. Con estos pensamientos me quedo dormida, no sin antes abrazarme fuerte a la almohada, deseando que ocurra un milagro y me ayude, porque yo ya no puedo más. Decido no levantarme hasta el domingo, pero sé que la rutina del domingo vendrá a ser lo mismo: críticas, peleas, sensación de ahogo, dormir y comer. Esa es mi historia, lo que me ha tocado vivir. Una existencia monótona, insípida, que no dirijo. Así que pasan las semanas y, más que vivir, sobrevivo. No sé si alguien más puede sentir esto que soporto o es cosa mía y todo se debe a que no sé cómo gestionarlo. Me siento perdida y mareada en medio de esta vorágine que llamamos vida.

Vivir con ella

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