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2 SOLO SIRVO PARA ESCONDERME

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Intento concentrarme en el agua que cae sobre mi cabeza, cada gota consigue que toda mi musculatura se relaje, que toda la tensión que ella pueda producirme disminuya debajo de ese chorro que parece que me transporte a donde yo quisiera estar, pero muy pronto vuelvo a la realidad.

—Oye, tú, necesito la ducha. Date prisa. Cada mañana lo mismo. Me irrita lo inoportuna que eres siempre —dice con una sonrisa cínica y su tono amargo tan habitual de por las mañanas.

—Acabo de entrar, Ana. Dame unos minutos. Además, es sábado, no tienes que ir a trabajar. —Intento contestar con la máxima dulzura posible para que su enfado no aumente, aunque no entiendo ese mal humor matutino. Lo tiene desde hace años y realmente procuro convivir con él, pero es muy molesto.

—¿Unos minutos? María, espabila. No te lo vuelvo a repetir. —Cierra la puerta a la vez que sisea la última letra, sabiendo el pánico que eso me produce. Ese sonido sibilante activa mi sistema de alarma. Su expresividad y su forma de remarcar cada palabra me hacen comprender que la situación puede agravarse si sigo en mis trece.

Me apresuro porque no pretendo tener problemas. Solamente anhelo seguir experimentando la sensación anterior, la que consigue que me levante cada día. Salgo de la ducha procurando tragar el nudo que se me ha formado en la garganta. Me miro al espejo. Observo mi piel pálida. Paso mis dedos por el ondulado cabello que cae a un lado de mi cuello, y justo en ese momento aparece ella e insiste:

—Si dejaras que yo controlara la situación, si dejaras de resistirte, todo sería más fácil.

—Tienes razón, Ana. Lo siento —le respondo mientras bajo la mirada.

—Buena chica —contesta con un gesto de triunfo que no me pasa desapercibido, y me da un pequeño azote en el trasero antes de meterse en la ducha—. Si quieres, como hoy te has portado bien, podemos desayunar juntas. Pero algo ligero, que cada vez estás más gorda y así no vas a gustar nunca a nadie.

—Tienes razón. Quizás haya ganado un poco de peso. Te lo agradezco, Ana. Eres muy considerada conmigo.

—Ya lo sé, María. Siempre pienso qué harías en esta vida si yo no fuera tu guía —me responde mientras se atusa el pelo mirándose al espejo.

—Pues... —empiezo a decir, pero me corta tajante.

—¡Pues llorar y quejarte! —Me mira de reojo mientras su brazo se ha quedado suspendido en el aire.

Intuyo que con esa última frase quiere acabar la conversación para poder ducharse tranquila. Cierro la puerta y oigo que ya ha puesto la música a todo volumen. Creo que la pone tan alta para no oírme. Para no tener que escuchar nada, para no pensar. Solo disfrutar, ese es su lema.

Vivir con ella

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