Читать книгу Vivir con ella - Irene Funes - Страница 7

3 EFECTO IVETTE

Оглавление

Estamos en la cocina desayunando juntas, como me había prometido. En casa me deja salir de mi guarida. Considera firmemente que aquí estoy a salvo. Lee una revista de cotilleos sensacionalista y sonríe al toparse con las desgracias ajenas. Comenta cada fotografía mientras, con la boca llena, deja entrever los trozos de comida. Se despreocupa de su imagen para poder resaltar mejor cada defecto fotográfico. Su discurso crítico va en aumento a cada bocado.

—Ivette viene hoy, ¿verdad? —le pregunto, sabiendo de antemano el efecto va a provocar en ella.

—¿A qué viene esto, sabelotodo? —Me mira elevando el mentón y clava sus ojos azules en mí.

—Solo preguntaba.

—¡No te lo crees ni tú, mosquita muerta! «Ivette viene hoy». ¿Y qué?

—Nada, nada. Simplemente quería confirmar que lo sabías.

—¡Ñi, ñi, ñi! ¿No sabes hacer otra cosa? No me da miedo Ivette porque soy una mujer fuerte. No como tú. Así que he decidido que cuando ella venga, yo no estaré. Siempre tiene una opinión para todo, y antes de decirle por dónde se puede meter sus opiniones, en cuanto entre por esa puerta, yo habré desaparecido como un rayo.

Justo al acabar la frase, suena el timbre. Durante unos segundos hay un cruce de miradas, pero no tarda en levantarse con brusquedad y esfumarse por las escaleras hacia el piso de arriba. Así que decido ir a abrir, porque a mí sí me agrada lo que dice. Es más: me encanta.

Ivette es una persona reflexiva, con ojos de color caramelo tan grandes y con tanta luz que hacen que me pierda en una sensación de placidez. Sus abrazos cálidos y su presencia logran que esté realmente a gusto. Pero lo que más agradezco es que consiga que Ana se esconda, que se vaya de nuestro lado.

Emocionada, abro la puerta y veo a esa rubia de metro setenta con su amplia sonrisa y sus brazos tendidos para recibirme tan cariñosamente como siempre.

—¡Buenos días, preciosa! —me saluda mientras me abraza—. Hoy estás más guapa que nunca. ¿Qué has hecho para estar así de lindísima? —añade mientras deja el paraguas en el paragüero y se recoloca su trenza de espiga.

—Siempre me dices lo mismo. Eres una aduladora —le digo yo mientras cojo su chaqueta y su bolso para dejarlo en el colgador de la entrada.

—¡Porque lo pienso de verdad! —asegura mirándome a los ojos para que realmente vea que está siendo sincera—. Nunca lo olvides: tienes una belleza única, María; tienes un amor que dar que, cuando te liberes de tus cargas, conseguirá que puedas llegar a donde te propongas. La vida es naturalidad. Creo de veras que lo sabes tanto como yo. En nuestras reuniones nos quitamos las máscaras, ¿no? —me dice mientras la carcajada que brota de su garganta retumba hasta alcanzar el final del pasillo.

Asiento con una sonrisa. Ivette siempre habla de caretas. Del baile de máscaras en el que vive el mundo. Dice que si dejáramos la máscara a un lado todo sería más fácil y las personas, más felices. Su madre era psicóloga y su padre, músico. A pesar de que sus padres murieron jóvenes en un accidente de coche cuando Ivette solo tenía doce años, desde pequeña le inculcaron el amor hacia el prójimo y la potencia que atesora el ser humano. Su infancia fue difícil: ya que su tía Agnés no quiso adoptarla, y como no tenía más familia cercana, estuvo viviendo en un internado para jóvenes durante cuatro años, hasta que empezó a trabajar comprando comida a personas mayores del barrio que no podían moverse de sus casas. Así comenzó a ganar dinero mientras hacía recados a esos señores. Ella cuenta que esa etapa fue dura pero preciosa. Siempre explica que de las personas mayores se puede aprender muchísimo, y que esos dos años de su vida le hicieron crecer, además de madurar. Por fin, a los dieciocho empezó a trabajar en un supermercado de reponedora y cajera. Y, por lo tanto, pudo independizarse. Con el tiempo empezó a estudiar el grado superior de Educación Infantil, para más tarde comenzar la carrera de Magisterio. Siempre ha tenido muy claro su futuro. Dice que piensa dar amor a todos los niños que en sus casas no tengan una familia sólida y cariñosa, que ayudará al mundo a través de la educación y la música. No ha parado de estudiar desde entonces y, además, ha creado la asociación Dame una Nota, la cual, a través de la música, consigue que niños sin familia, o con familias que no tienen dinero para que sus hijos realicen actividades extraescolares, puedan pasar allí toda la tarde aprendiendo y jugando.

La observo admirando la gran persona en que se ha convertido y me doy media vuelta para ir al salón, donde he dejado preparado el desayuno. Cuando estoy en el pasillo vuelvo a girarme y observo que se ha quedado en la puerta con cara de querer decir algo. Le sonrío sabiendo que será una locura, pero aun así le pregunto:

—¿Qué?

—¿Y si nos vamos a desayunar algo al centro? —me propone mientras alza sus grandes cejas y deja asomar su sonrisa de niña traviesa.

—Ya sabes que no debería salir, Ivette. Encima con esta lluvia...

—¿Por qué no? —me dice un poco seria—. ¿Va todo bien?

—Bueno, es que... —La miro con cara de ruego, sabiendo que si acepto me puedo meter en un lío. Intento disimular haciendo gestos con las manos para desviar su atención.

—Déjate de historias y salgamos a disfrutar, que nos lo merecemos —asegura levantando la voz con entusiasmo.

—Shhhh. —La miro con reproche porque sé que ella puede oírnos—. Además, está lloviendo —vuelvo a replicar, y me aferro a mi excusa. Ana puede ser muy estricta con lo de salir a horas intempestivas.

—¿Sabes qué puede resultar más divertido que ir a desayunar, María? Salgamos sin paraguas, corramos por las calles mientras llueve, dejemos que las gotas nos mojen y disfrutemos de estar vivas. —Suelta una carcajada como si ya lo estuviera viviendo.

Sé que en ese momento ya no hay marcha atrás. Así que a pesar de temer lo que pueda pasar, intento no pensarlo. Todavía necesito mirar una vez más en dirección a las escaleras, rezando por que Ana no haya escuchado ni una sola palabra y esté tan metida en sus cosas que ni pueda llegar a enterarse. Después, apresurada, cojo las botas rojas que me regaló Carmela por mi cumpleaños y mi chubasquero a juego. Cuando estoy ya en la puerta, emocionada como una niña pequeña, reparo en que Ivette contempla mi atuendo como si yo fuera la persona más prudente del mundo. Se quita su rebeca de lana fina y me hace un gesto para que yo me despoje de mi chubasquero. Accedo rápido porque estoy ansiosa por salir. Ella me coge de la mano, bajamos los tres escalones que desembocan en la calle y salimos corriendo mientras las gotas caen poco a poco sobre nuestras cabezas y nuestros brazos. Nos quedamos allí fuera paradas un momento. Me mira. Sonríe y susurra:

—Cierra los ojos, querida. ¡Esto es naturaleza, esto es estar viva! —exclama dejando caer cada palabra como si estuviera adentrándose en un sueño profundo.

Obedezco y cierro los ojos mientras las gotas caen en mi cara. Alzo la cabeza intentando atesorar esta sensación en mi mente, para mantenerla a salvo en mi alma. A continuación, realizo tres respiraciones profundas y después grito de alegría. Pero al escucharme, abro rápidamente los ojos sintiendo cómo la vergüenza se apodera de mis mejillas. No dura mucho mi sobresalto, porque pronto escucho a mi amiga:

—¡Claro que sí, María!

Ivette empieza a gritar como si ella misma fuera Tarzán y me anima con la mirada, como si quisiera que la siguiera. Al principio suelto una carcajada estentórea, sabiendo que parecemos dos locas de psiquiátrico en medio de la calle, debajo de la tormenta, haciendo ruidos como si recorriéramos la selva de liana en liana. Pero pronto se me contagia su energía y empiezo a realizar los mismos sonidos. Así vamos corriendo calle abajo, gritando y saltando por entre los charcos. Se nos ha olvidado el tiempo, se nos ha olvidado hasta quiénes somos, porque ese es el efecto que Ivette produce, su estilo de vida.

En uno de los saltos, Ivette resbala y cae de culo. Yo tengo la primera reacción que cualquiera podría tener: reírme, pero intento acercarme lo más seria posible para que vea que me intereso por su estado. Mientras me acerco con los labios bien apretados, tratando de no dejar entrever que la carcajada está a punto de llegar, me doy cuenta de que está llorando de risa. Eso hace que me una a ella. Es más, me dejo caer a su lado. De pura felicidad. Esto es vida. Esto es Ivette.

Llenas de barro y completamente empapadas, regresamos caminando hasta mi casa, extasiadas tras el subidón de adrenalina que conlleva cometer pequeñas locuras. Sé que nunca las haría yo sola, pero cuando está Ivette aparece lo imprevisto y lo espontáneo. Y lo más importante es que puedo ser yo misma. De hecho, puedo ser yo al cien por cien, sin máscaras, ni tapujos, ni miedos que valgan.

Llegamos al portal. Me recorre un escalofrío al pensar en lo que me espera cuando entre en casa. Intento cambiar de expresión porque no quiero que Ivette se preocupe. Busca mi mirada mientras acaricia mi hombro y me dice con todo el cariño que es posible en su tono de voz:

—No sé bien qué te preocupa, pero puedes contar conmigo, ¿de acuerdo? No es la primera vez que te veo esta cara. Aquí estaré cuando necesites contármelo.

Asiento sin mucho convencimiento y la abrazo, dejando pasar todo lo que esta mañana hemos vivido. Entramos en casa. Ivette recoge sus cosas y se despide con una sonrisa y un último toque en mi brazo, que me relaja.

Empiezo a subir las escaleras de madera. Ana puede aparecer en cualquier momento. Miro a un lado y al otro y no veo ni rastro de ella, así que opto por disfrutar del momento y me voy a la ducha poniéndolo todo perdido a mi paso.

Durante muchos años he creído que solo servía para esconderme, para dejar que Ana llevara el control de mi vida por miedo al dolor, por pavor a lo desconocido. Pero cuando viene Ivette, esas creencias se evaporan, al menos hasta que Ana lo decida.

Vivir con ella

Подняться наверх