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UN INFATIGABLE EXPLORADOR DE LOS SECRETOS DE LA TIERRA
ОглавлениеPor esos años, Ameghino se iniciaba en la colección de animales antediluvianos, similares a los observados en el Museo de Buenos Aires. Un curioso más de la zona de Mercedes, uno de los tantos proveedores de los museos metropolitanos. Gracias a los contactos de Antonio Pozzi, el taxidermista genovés del Museo Público, envió un esqueleto de “hombre fósil” al Museo de Milán. Por entonces no tenía intenciones de dedicarse a estos temas, pero para el año 1873 había entrevisto la posibilidad de una carrera en este ramo. En un itinerario profesional recurrente entre los hijos de los artesanos y los pequeños comerciantes, Ameghino supo aprovechar la oportunidad de vivir en un territorio rico en fósiles, orientando sus actividades en función de las perspectivas de ascenso social que le ofrecían esas circunstancias y su red de relaciones. En esa faena, empezó a recortar los diarios, a registrar sus cartas y huesos, a guardar unos y otras.
No era el primero ni sería el último: Goethe y varios otros se habían archivado a sí mismos para aliviarle el trabajo a la historia. Quizá supiera de ellos. A fin de cuentas, había estudiado en la Escuela Normal de Preceptores de Buenos Aires, cuyos estatutos provisorios de julio de 1865 establecían que en el primer año, además de lectura, caligrafía, rudimentos de historia sagrada y argentina, métodos de enseñanza, la Constitución del país y de la provincia de Buenos Aires, había de aprenderse aritmética comercial y teneduría de libros. En el segundo año llegarían la historia universal, las nociones de astronomía para la inteligencia de los mapas, la geografía americana y general, la geometría para el dibujo, gramática del idioma nacional, elementos de psicología, lógica y retórica, además de “composiciones escritas sobre las materias estudiadas, ejercicios en el género epistolar, en comunicaciones oficiales, informes, cuadros estadísticos, sinópticos y otros semejantes”.
Las formas de la comunicación a través de memorias y cartas, los modos de presentar la información y los datos de manera clara y visual se hicieron carne en el preceptor de Mercedes. Para resolver sus necesidades de coleccionista, Ameghino recurrió a las prácticas comerciales y administrativas de su formación normal. Con paciencia y buena letra, empezaría a organizar el archivo de sus pasos y el itinerario de sus huesos, incorporando, en ese registro, los de los vecinos y comportándose como el secretario de una institución interesada en llevar la memoria de sus acciones, las entradas y las salidas de sus huesos y papeles. Gracias a ella sabemos del intercambio con el veterano agrimensor Manuel Eguía, uno de los antiguos miembros de la comisión que organizó el Departamento Topográfico, aficionado a la lectura, a la historia natural y a la meteorología, ya sin fortuna y a punto de perder la vista. Eguía había participado de innumerables diligencias de mensura y conocía el territorio de la provincia como pocos. Compartían el entusiasmo por el llamado hombre de Menton: dos esqueletos humanos descubiertos en 1872 en la gruta de Baoussé-Roussé, en el sur de Francia, y en la Liguria, cerca de Niza. Un hombre en posición de descanso, con sus adornos, armas, brazaletes y collares de dientes y caracoles agujereados, piedras calcinadas y carbón, junto con restos de lobos, ciervos, rinocerontes, mostraba la enorme antigüedad del hombre en la mismísima tierra de los Ameghino. Mediante los consejos y libros prestados por Eguía –principalmente la obra de Burmeister–, Ameghino se animó a clasificar los huesos hallados en sus excursiones. Seguro de haber dado con una especie nueva de gliptodonte, se atrevió a recomponer las partes faltantes y a interpretar los usos y orígenes de las cosas atesoradas: un incisivo humano, un fragmento de mandíbula inferior, un hueso ilíaco, cuatro vértebras, cuatro costillas, fragmentos de las manos y el pie, carbón vegetal y un cuerno de ciervo con huellas hechas por un ser inteligente, un pulidor de piedra y huesos carbonizados. Retribuía la generosidad del anciano con coprolitos y otros desechos sin olor. Eguía muy probablemente le diera indicaciones acerca de cómo observar, o quizá fue en la lectura de los hallazgos franceses donde aprendió que las cosas se disponían en estratos, como los renglones de los cuadernos de papel.
A partir de 1875, Ameghino empezó a describir sus objetos distribuidos según las características de las capas del terreno y de su frecuencia en ellos. Asimismo, repetía con admiración las discusiones e ideas de Burmeister y, al hacerlo, caía en las trampas tendidas por el futuro gobernador de Chubut, Luis Fontana. Este, en su época de preparador del museo, le había hecho creer a su jefe que los gliptodontes estaban cubiertos en el dorso y en la panza por “corazas óseas que alcanzaban a tener hasta dos pulgadas de espesor”. Ameghino lo repetía, ignorando que Burmeister había corregido su error y despedido al insolente.
Tanto fue su empeño fosilífero que, en junio de 1874, varios periódicos reportaban que un joven del pueblo de Mercedes, “conocido allí por su constante afición a los estudios jeológicos y de historia natural”, había encontrado en una de sus excursiones una especie llamativa, con señales de estar recubierta por una carapaza huesosa, circunstancia hasta entonces desconocida. Se trataba de un ejemplar de un animal cuyas primeras noticias se debían a Peter Lund en Brasil y a Charles Darwin en el este de Buenos Aires. Se lo conocía como Scelidotherium y había sido descripto por Richard Owen en Inglaterra. Era extraordinario, el único completo de su tipo. Con este esqueleto, colocado en exhibición, Ameghino principiaba su colección. Algunos diarios anunciaron la probable visita de Burmeister a Mercedes. Quien llegaría para examinar el sitio de hallazgo de un supuesto hombre fósil sería, en cambio, Giovanni Ramorino, una conexión allanada por la afinidad genovesa. Lombardos y franceses, tanto en Europa como en América, estaban interesados en la posibilidad de establecer una rama argentina de la arqueología prehistórica, cuyos hallazgos se sucedían en el espacio geográfico de los Alpes mediterráneos. Gracias al dialecto se reencontrarían en las pampas, donde, a pesar de no poder recrear las cuevas y el mar ligur, recompondrían vínculos y proyectos. Ramorino practicó excavaciones con Ameghino y planificó proseguirlas “de modo formal”.
A sabiendas de las diversas colecciones vendidas en el pasado al Muséum de Historia Natural de París, Ameghino, en octubre de 1875, le escribiría al zoólogo Paul Gervais, profesor de la cátedra de Anatomía Comparada, preguntando por el paradero del hombre fósil de la colección de Séguin. Le pedía, además, varias cosas: la primera, una descripción de los objetos para adjuntar a la publicación que preparaba sobre la antigüedad del hombre en las pampas argentinas; la segunda, si podía preguntarle a Séguin –siempre que viviera– por la procedencia exacta de sus hallazgos para poder emprender nuevas excavaciones; la tercera, si en el siguiente número de su revista, el Journal de Zoologie, podría incluir la noticia de sus descubrimientos y el anuncio de la obra en preparación. Gervais, en sus inicios, había sido hostil al transformismo, adepto a una creación progresiva de los seres vivos; sólo sobre el fin de su vida –es decir, en los años del intercambio con Ameghino– admitió, pero apenas a título de hipótesis, una cierta forma de evolución lenta de las especies, una posición bastante cercana a la sostenida por Burmeister en Buenos Aires. Siguiendo la costumbre de dar a conocer las cartas de los corresponsales de las partes más remotas del globo, Gervais cumplió con esta parte del pedido.
Ameghino, a través de Pozzi que viajaba a Europa, le escribiría en los mismos términos a Antonio Stoppani, uno de los principales promotores de los estudios prehistóricos, responsable de las colecciones paleontológicas y geológicas del Museo de Milán. Le contaba, en italiano, los mismos detalles que a Gervais, agregando una de las ideas por las que se lo recuerda hasta hoy: a raíz del hallazgo de sílices y de huesos trabajados dentro de la coraza de un gliptodonte, Ameghino pensaba que, a falta de cavernas, los hombres antiguos de la pampa habrían habitado dentro de estos caparazones gigantescos. Como a Gervais, le solicitaba la descripción del esqueleto que él mismo había remitido.
Ameghino guardó las copias de estas cartas y, dedicado a compilar las noticias de los hallazgos prehistóricos rioplatenses, armó una carpeta de recortes de periódicos, moviéndose de acuerdo con las novedades que se iban publicando. Los hombres coleccionaban objetos, pero las cosas también reunían –y desunían– personas. Así, al leer en La Libertad de Buenos Aires que en diciembre de 1875 cerca de Bosque Alegre, en la falda oriental de la sierra de Córdoba, unos señores habían descubierto huesos humanos antediluvianos, los contactó, explicándoles cuánto le interesaba ese tipo de descubrimiento. Si, como decía el periódico, su extracción era fácil, les solicitaba remitir en una cajita a Ramorino los huesos de la cabeza. Se trataba de un favor a la ciencia, de cuyo transporte y costes él se haría cargo.
La colaboración con Ramorino produjo más frutos: a partir de su visita a Mercedes, el periódico La Aspiración se puso a disposición. Se trataba del primer diario de la mañana del interior de la provincia de Buenos Aires, complementado desde 1876 con el diario La Reforma, que en 1877 trasladó su redacción a Chivilcoy. Ambos estaban dirigidos por Luis A. Mohr, un antiguo guerrero del Paraguay que luego se haría conocido por su defensa de los derechos de la mujer. Mohr, nieto de Francisco José Mohr, primer cónsul prusiano, exsocio de la casa Mohr & Ludovici, comerciantes de Buenos Aires, ofrecía difundir gratuitamente la obra de ese educacionista que invertía el poco dinero obtenido de su trabajo en una ciencia combatida “por la vulgaridad y el egoísmo de los sabios”. Que, a la hora de la verdad, no era tanto: en noviembre de 1875, “por sus investigaciones científicas, por su contracción y anhelo en la investigación de los secretos de la ciencia paleontológica”, recibía una mención honorífica en el primer concurso y exposición de la Sociedad Científica Argentina reunida en el gabinete de Física del Colegio Nacional de Buenos Aires.
La Aspiración, poco después, anunciaría un “descubrimiento importante” en la cañada de Rocha, afluente del Luján: un “paradero de hombres prehistóricos, de una época muy remota”. En quince días de excavaciones, Ameghino había encontrado más de doscientos cincuenta pedazos de antiguos vasos y utensilios de barro, cincuenta instrumentos de piedra y hueso en forma de puntas de flecha, punzones, cuchillos y raspaderas, cuarenta cuernos de ciervo trabajados por el hombre, un millar de huesos largos y más de cinco mil huesos de diversos animales, muchos de ellos rotos longitudinalmente para extraer la médula. Mamíferos, reptiles, pájaros y pescados, un centenar de cráneos y mandíbulas de ciervos, guanacos, armadillos, perros, zorros, vizcachas, lagartos mezclados con cenizas, carbón, huesos quemados y conchillas. Además, había un mustélido y un caballo de pequeña talla, ambos extintos. Estas noticias, gracias a los contactos de Mohr, prontamente aparecieron en los diarios de Buenos Aires. Otro inspector de escuelas, el señor Timoteo Fontova, atraído por el asunto, escribió planteando, palabras más, palabras menos, las mismas preguntas que Ameghino les hacía a sus corresponsales cordobeses: ¿es cierto el hecho, o no? ¿A qué distancia se encuentra del pueblo el sitio con las osamentas? ¿Cómo se llega, qué medios de locomoción hay disponibles? ¿Hay huesos de hombre? ¿Se permite estudiarlos? Quería ir a verlos un domingo, su día libre. Ameghino le contestaba desde la casa familiar de Luján –era verano y estaba de vacaciones, instalado con sus padres y con Juan y Carlos, sus hermanos menores, quienes lo ayudaban en sus excursiones–: las noticias de los diarios eran ciertas; el sitio estaba a una legua de la villa y se podía llegar a caballo o en carruaje; los objetos, guardados en Mercedes, a disposición.
Poco antes, un amigo de Buenos Aires lo había visitado, maravillado por esas “curiosidades” que en Europa se pagarían a peso de oro. El joven tenía condiciones para sabio, se pasaba tres días en el agua con peligro para su salud, para extraer del fondo del lodo los restos de algún animal antediluviano. Con perseverancia y una fe inspirada por la ciencia, había conseguido descubrir cuarenta especies completamente desconocidas.
Donde ningún ojo profano descubre nada, él ve un vestigio, un utensilio, un arma, un esqueleto prehistórico. Así ha podido armar más de veinte esqueletos de mamíferos que causarían la delicia y el éxtasis científico de Burmeister. Así ha podido coleccionar más de mil ejemplares de sílex trabajados, pertenecientes a la edad de la piedra. Así ha podido remitir a la Sociedad Científica Argentina, la más rica colección de instrumentos de hueso que existe en el país, con la cual prueba la existencia del hombre fósil, en esta parte del mundo llamada nueva, y que la palabra inflexible de la ciencia, viene a revelar que quizás es la más vieja.
Se trataba de un joven muy modesto, muy sencillo y, sobre todo, muy estudioso, tanto que los mozos de su edad juzgaban su despreocupación por infelicidad y lo saludaban con una sonrisita de lástima.
En abril de 1876, estimulado por sus hallazgos, la prensa y Ramorino, Ameghino presentaría a la Sociedad Científica otra memoria sobre El hombre cuaternario en la Pampa para demostrar la convivencia, en las pampas argentinas y en una época geológica anterior a la presente, del hombre cuaternario con los animales colosales cuyos restos ornamentaban los museos de Europa y América. Se basaba en el examen de los huesos animales con huellas humanas, los pedernales tallados, el carbón vegetal, la tierra cocida y los fósiles humanos. Ramorino, sin embargo, no pudo cumplir con su promesa de defenderlo: enfermo, se iría a morir a Génova. Ameghino, con sus protectores débiles o al borde de la muerte, envió “todas las clases de pruebas” para que hablaran por sí solas.
La Sociedad Científica Argentina era el tribunal para los hallazgos de carácter dudoso, como el realizado por los hermanos Breton, unos franceses de la provincia de Buenos Aires que desde 1866 proveían de fósiles al Museo Público y también sostenían contar con restos del hombre fósil de las pampas: una punta de flecha, extraída en presencia del juez de paz de Luján y otros testigos, quienes certificaban haberla visto asociada a los restos de otras épocas. Florentino y sus hermanos no tardaron en visitar el lugar pero sin pedir permiso a los descubridores: poco después, el mismo juez de paz habría de imponerle la abstención de excavar en esos parajes marcados por el “señor Greton”. El derecho consuetudinario zanjaba la propiedad de los hallazgos frente a esta intromisión que pasó por encima de las reglas de cortesía que Ameghino bien conocía y hacía valer para sí mismo.