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EL MERCADO DE FÓSILES DEL TERCIARIO

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Los fósiles habían llegado estropeados. Ameghino abrió caja por caja y se dispuso a restaurarlos. Recorrió los comercios del ramo, compró cola y yeso y reportó los gastos a quienes sustentaban su vida en Francia: un círculo de inmigrantes genoveses y franceses de Mercedes y de los pagos de Areco que lo admiraban y apoyaban a través de su familiaridad con la lengua y los negocios encauzados a través de París. José Larroque le daba alojamiento; Pedro Annaratone, además de ayudarlo con su retrato y con las imágenes de los objetos publicadas en las Antigüedades del Uruguay, le abría un crédito de mil francos. Casimiro Nogaró y Camilo Salomone lo ayudaban financieramente y con consejos de expertos comerciantes. Se sentían orgullosos imaginando las cincuenta mil morisquetas diarias que los espectadores le estarían dedicando en París. Entre ellas, las del holandés Joseph M. Cornély, un celoso promotor de la aclimatación animal y de la cría de aves, a quien Ameghino prometió ayudar a conseguir ejemplares de maras o liebres patagónicas y otros animales del Plata para el Castillo de Beaujardin en Tours. Cornély ofrecía recompensarlo con faisánidos exóticos, como el tragopán sátiro y el de Temminck o el faisán de Swinhoe del Lejano Oriente. Aunque, en realidad, prefería pagar al contado una vez que los animales llegaran a Burdeos. Le interesaban también las tortugas: ya había experimentado con la aclimatación de la tortuga moteada de América del Norte y quería probar con las del sur. Tenía cauquenes y patos picazo, y le consultaba sobre la importación de aguarás guazú, vizcachas, liebres de Mendoza, cuises, carpinchos, vicuñas, alpacas, tapires, ñandúes, chajaes, gansos, patos y la chuña patinegra o Dicholophus burmeisteri. Ameghino quizás haya entrevisto la posibilidad de aclimatar en Tours al homenajeado en esa especie, pero lo cierto es que los libros exhibidos en París, verdaderos catálogos de la fauna y flora americanas, despertaban más de un sueño comercial. Por ello sus protectores de Mercedes, con la experiencia del negociante de ganado, reflexionaban: si Ameghino pretendía guardar para sí la colección antropológica y parte de la paleontológica y, con el resto, hacer hasta 80.000 francos, triplicaban la apuesta. “Deshágase de todo y transfórmelo en dinero.” Con plata se volvería un gran señor, casi infalible,

lo que diga, eso será; y sus amigos Burro maestro, Moreno, etc, bajarán humildemente la cabeza, siendo sumamente fácil que llegue a voltearlos y tomar sus lugares […] Haga dinero, mi amigo, y con él, yo respondo que Ud., en un año se armará de una colección de fusiles tan buena o mejor que la que ahora anda mañereando para no vender. Déjese, pues, de tonterías y recuérdese que en América, a donde le es forzoso volver, el dinero vale más que la honradez, la ciencia y todos los fusiles del mundo.

Con los modos de la venta de vacas y ovejas, preocupados, los genoveses se reunían en Mercedes para discutir el futuro de la carrera del antiguo preceptor:

Venda cuanto tenga, reservándose solamente uno que otro objeto, que deberá traerse en una valijita, que no le abandone nunca. Tenga en cuenta, querido amigo, que si vuelve sin dinero, no volverá a sacar colecciones para sacarlas a tal o cual Exposición, porque se lo impedirán. Tenga presente que, sin dinero, será Ud. “Ameghino” (tal vez menos) de quien se rieron en la Exposición de París. Sepa que, con dinero, será DON Florentino Ameghino, para quien toda persona decente se sacará el sombrero, saludando a diez cuadras de distancia, si a mano viene, y para quien toda persona decente tendrá abierto sus salones. Reflexione además cuán peligrosa y azarosa es la vuelta a esta ciudad, de la mejor parte de su colección; corre riesgo de que un cajón o varios se caigan al mar, de que la chalupa que deberá traerlos desde el buque hasta el puerto de Buenos Aires tenga algún furioso contratiempo que la obligue a desembarazarse de su carga, etc. Sepa también que aquí se come si hay monis y que se ayuna si no los hay; y que si no se los trae de allí, no se los hallará en los ríos o arroyos de Mercedes, siendo además más que probable que si llega a verse obligado a ganarse la vida, no tendrá ni siquiera una insignificante escuela que dirigir. Según decía Ud. antes de su salida, el Dr. Burmeister había dicho que si hubiese conocido la importancia de su colección, no la habría dejado salir del país. Pues bien: parece ahora que esto es completamente falso y corre el ruido de que su colección no vale absolutamente nada. Parece que sus objetos son pura porquería y que no sirven para nada, yendo algunos hasta afirmar que si Ud. los vuelve a traer es con el fin de darse importancia para con sus conocidos y porque el transporte de vuelta no le costará absolutamente nada. Fíjese, pues, cuál es el valor que le dan y la suerte y el honor que alcanzará con sus objetos.

Con estas sugerencias Nogaró ratificaba, por si Ameghino no había entendido, cuál era el medio más potente para construir un nombre para sí y su colección. Venderla, transformarla en circulante, le daba –frente a los argentinos– significado internacional; conservarla implicaba regresar al estrecho circuito de Mercedes, donde los dimes y diretes del mundillo bonaerense alimentaban enemistades y desconfianzas.

Siguiendo estos consejos, Ameghino encaró la venta según un camino conocido y exitoso: desde la década de 1840, París se había vuelto una plaza central para el mercado de historia natural, un camino de ida que enfurecía a Burmeister porque lo despojaba de las piezas para alimentar las arcas del Museo Público, los Anales y su fama. Las exposiciones universales y la expansión del comercio multiplicaron las oportunidades: al ponerlas a la vista de todo el mundo, las sacaban de las relaciones personales y aumentaban la posibilidad y la cantidad de ofertas en este circuito que tenía unos límites bastante estrechos. El mercado parisino, por ejemplo, estaba saturado de fósiles. Lo mismo ocurría con el londinense y su larga historia de provisión a través de los cónsules y de los estancieros de Buenos Aires. El Museo de Milán, por su parte, no disponía de fondos, el presupuesto anual para adquisiciones y la generosidad ciudadana, a la que se había apelado en otras oportunidades, pasaban por sus peores momentos. Además, ya contaba con milodontes, scelidoterios, gliptodontes y ciervos. Los coleccionistas estadounidenses, en cambio, estaban ansiosos por las novedades del Cenozoico sudamericano y dispuestos a llevarse dientes y esqueletos.

En París y Londres abundaban los comercios de historia natural, cuyos preparadores se asociaban a los profesores del Muséum para acopiar y comercializar minerales, fósiles, aves y animalitos embalsamados. Ligadas a ello, proliferaban la publicación y venta de manuales sobre las técnicas para la conservación y el cuidado de bichos, herbarios, huesos y piedras, los profesionales y materiales del embalaje y del despacho y el alquiler de depósitos temporarios para estos objetos en viaje. Sin embargo, los grandes coleccionistas preferían evitar a esos intermediarios, dispuestos a lucrar con las obsesiones de sus clientes y a exagerar los cuidados requeridos por la naturaleza muerta. Las exposiciones universales servían, precisamente, para gestionar estas transacciones sin recurrir a ellos, especializados, por otra parte, en el buscador de adornos o en los gabinetes para la enseñanza en los establecimientos públicos. Esta dimensión económica de la historia natural explica por qué, en el catálogo de la exposición internacional, los fósiles se presentaban en el rubro de los materiales para la educación, una de las tantas ramas del comercio, motor y razón de ser de ella y de los envíos de los franco-argentinos como Brachet, el cual había mandado colas y piezas de gliptodontes, colmillos de mastodonte y varias especies de milodonte. Larroque había viajado con una cabeza completa de tigre, con sus fémures, tibias, peronés, dos omóplatos, rótulas, clavículas, seis vértebras cervicales, dieciséis dorsales, veintiocho costillas, dos calcáneos y dos astrágalos. Al felino lo acompañaban un esqueleto de Mylodon robustus, piezas de mastodontes, megaterios, gliptodontes, toxodontes, “macroquenias” y dientes para repartir: veintidós para los milodontes, uno de megaterio, seis de mastodontes, catorce de macrauchenia, diez de toxodonte, doce de gliptodonte, seis de vaca, cuatro de caballo, uno de oso, otro de cerdo y siete de ciervo. El de Sarmiento no figuraba, por lo menos con ese nombre.

Ameghino quedó a cargo de la instalación de la sección antropológica y paleontológica argentina. Preparó su catálogo y reparó las colecciones de los conocidos. Sin embargo, como no frecuentaba a Bonnement, sus huesos quedaron embalados. En octubre, en vísperas del cierre de la exhibición, le ofreció guardarlos hasta recibir instrucciones, comentándole que devolver los cajones a Buenos Aires equivaldría pasar por otra etapa de molienda y que se hicieran harina. Proponía comprarle los objetos, por los que sólo podría pagarle unos tres mil a cuatro mil francos; o arreglarlos y restaurarlos a costo de Bonnement y venderlos, quedándose con un 30 por ciento del precio de venta, o asumirlos él mismo. En ese caso, la comisión ascendería al 50 por ciento. Ameghino, para que Bonnement no se hiciera ilusiones, le comentaba los precios logrados y, al hacerlo, mostraba para qué servía el catálogo que había preparado y ahora adjuntaba: su colección, la más grande, que ocupaba las fojas 33 a 54, había sido vendida al naturalista Edward Cope por 45.000 francos; la de Larroque, en las fojas 55 a 59, iba al Museo de Filadelfia por 20.000 francos, y la de Brachet, fojas 59 a 64, por 17.500 francos. Ameghino estimaba que la de Bonnement, una vez arreglada, podría venderse a unos 15.000 a 20.000 francos, 22.000 a lo sumo. Bonnement, mientras tanto, había decidido depositarla en consignación chez Charles Barbier, una casa dedicada desde el siglo XVIII al comercio de cristales, piedras semipreciosas, porcelanas, terres de pipe (mezclas para el modelado) y grabados, en un local que, por más de un cuarto de siglo, se alojó en el Palais-Royal. En 1809 se había mudado al número 24 de la Rue des Bons-Enfants, Hôtel du Commerce, pero hacía envíos a toda Francia. Desde 1835 atendía en 3, Rue Saint-Louis en l’Île, donde Bonnement dejó sus guijarros en comisión y Ameghino debió tratar el negocio.

Ameghino, por su lado, había encontrado un buen cliente en Edward Drinker Cope, uno de los teóricos de la paleontología de entonces, anatomista y coleccionista de Filadelfia, que dedicó su herencia a la compra de huesos y a la organización del trabajo de campo en los territorios del oeste y el centro de los Estados Unidos. Su padre había muerto tres años antes y, desde entonces, se había trasladado a dos casas adyacentes, cada una con varios pisos, donde instaló una colección siempre en aumento. En 1875 había publicado “On the general significance of the science of paleontology” junto con la descripción de los vertebrados de las formaciones cretácicas del oeste norteamericano. En 1878 Cope, que concebía la paleontología como una ciencia exacta, con leyes o generalizaciones obtenidas por inducción, estaba en Europa. Invitado a la reunión de la British Association for the Advancement of Science de Dublín, aprovechó para asomarse a la vidriera parisina, comprando las colecciones argentinas para revenderlas en su país. Las negociaciones continuarían por carta. En diciembre, ya en Filadelfia, definió los detalles de cómo completar el pago a través del océano. Ameghino había recibido 2.000 francos, por lo que Cope supuso que la colección se encontraba en manos de la empresa encargada del embalaje, la cual, con rapidez y mano de obra suficiente, la había preparado. En el ínterin, publicó un comentario sobre el hombre de las pampas en The American Naturalist. Incansable como su corresponsal, recuperándose de una enfermedad que lo tenía postrado, Cope se levantaba de la cama para escribirle, curioso: “¿Me podría recordar qué especie era aquella que, junto con Macrauchenia, ud. tenía en venta en París, en esas cajas cerradas?”. Mientras tanto, Ameghino se ocupaba del envío de las colecciones de Larroque, Brachet y la propia. Le había ofrecido, también, moldes de algunos mamíferos extintos de América del Sur dado que Cope, por entonces, tenía intenciones de explorar la parte septentrional del continente ameghiniano. El encargado de los embalajes, algo enojado por no recibir comisión, pretendía cobrar las cajas y el remito de los duplicados. Frente a estas demoras, Cope, en marzo de 1879, propuso un complicado ajuste de saldos: calculando que podían venderse en una suma superior a 10.000 francos, se los ofrecía a ese precio. Es decir, como aún le debía 18.000 francos, le mandaría un pagaré por 8.000, saldándose el resto con los dobles. Cope creía que en los Estados Unidos podría llegar a colocarlos en unos 12.500 francos, pero prefería cerrar el negocio de este modo. Para entonces había decidido que la mejor manera de enviar valores a Europa era a través de Drexel, Harjes & Co., el banco de inversiones con base en París fundado en 1868 por otro caballero de Filadelfia que, afiliado con Pierpont Morgan, constituiría uno de los pilares de las finanzas globales de la segunda mitad del siglo XIX. En el caso de que Ameghino no aceptara, mandaría otro pagaré de 10.000 francos a su colega Émile Sauvage, del laboratorio de herpetología del Muséum, sugiriendo que el museo también podría comprar los duplicados. Si ninguna de estas posibilidades era viable, pues bien, le pedía que se los devolviera a través del consignatario y se despacharan vía El Havre.

Ameghino no aceptó. Los museos de Bruselas, Holanda y París no estaban interesados; los dobles, sin preparar, se habían dispersado. Además, el encargado del embalaje los había mezclado, mandando parte al negocio de un comerciante de objetos de historia natural, que los mantenía en un estado lamentable. Ordenarlos llevaría un tiempo del que no disponía. Como ejemplo, le refería que el colmillo de un mastodonte –como el de Sarmiento– estaba tirado, desparramado en decenas de pedazos en el piso superior del almacén de M. Arthur Éloffe. Este preparador naturalista y profesor de taxidermia, situado en 20, Rue de l’École-de-Médecine, no debía confundirse con otro negocio que llevaba el mismo nombre, situado en el número 10 de la misma calle: Éloffe & Co., una casa fundada en 1845 por el geólogo Nérée Boubée y que, heredada por su hijo, pasó, ca. 1865, a la plaza de St-André-des-Arts con el nombre de Comptoir Central d’Histoire Naturelle, dedicada a rocas, minerales, fósiles, caracoles, mamíferos y aves. Arthur Éloffe había publicado un Tratado práctico del naturalista preparador, un género abundante desde los inicios del siglo XIX, destinado a los aficionados a la ciencia pero también a la propaganda de las técnicas conservadoras difundidas por estas casas comerciales: el tratado incluía el catálogo y el precio de las colecciones. Así, por ejemplo, doscientas rocas de la cuenca terciaria parisina, acompañadas de los fósiles característicos, costaban 40 francos; una colección de cien a quinientos de los fósiles característicos de los distintos estratos geológicos iba de 35 a 250 francos. También ofrecían análisis cualitativos y cuantitativos de minerales certificados por los especialistas en la materia; la determinación de otros objetos de historia natural, así como numerosos –y muy baratos– minerales, caracoles y fósiles para la confección de fuentes y cascadas. Las colecciones se vendían en cajas de madera blanca con varios compartimentos separados por cartones finos que costaban entre 4 y 7 francos (Fig. 4).

Figura 4: Tratado práctico del naturalista preparador de A. Éloffe.

Éloffe, además, confeccionaba modelos en yeso siguiendo las instrucciones de un antiguo modelador de la Escuela de Bellas Artes, entre ellas la reproducción de Glyptodon clavipes, el más caro de todos. Costaba 5 francos más que los iguanodontes, vendidos a 25 francos. En 1862 promocionaba la venta inminente de un modelo de Mylodon robustus: a los primeros cincuenta suscriptores se les descontaría un tercio del precio de venta, aún desconocido. Las piezas se ofrecían bronceadas o pintadas del color del sedimento de origen. De primorosa ejecución, formaban parte de varios establecimientos públicos. Un gabinete de historia natural para la universidad costaba entre 150 y 300 francos pagaderos en cuotas trimestrales; un gabinete completo llegaba a los 5.000 francos; pagando 1.000 se obtenían 1.800 piezas con las que se podía llenar una sala completa. Los precios incluían el embalaje en cajas preparadas con tablones, tornillos y correas, con tanto cuidado que aun las piezas más frágiles soportaban los viajes sin sufrir averías. Éloffe también daba instrucciones sobre cómo buscar fósiles, y vendía los instrumentos recetados: tamices de metal, guata para envolverlos, limas en punta biselada y pincetas, en una panoplia que muestra el desplazamiento hacia la paleontología de los instrumentos inventados –o adoptados– por los relojeros, los grabadores, los mineros y los artistas de las escuelas de bellas artes.

El estado del colmillo en la Maison Éloffe contrastaba con las instrucciones de su manual, mostrando la artificialidad de este mundo natural y los cuidados a los que había que someterlo para que no se desintegrara nuevamente. Las colecciones de Ameghino y sus colegas ya cargaban con varias reparaciones realizadas en el campo, Mercedes y París que implicaban, además, la experimentación con distintos materiales para pegar y mantener unidas esas sustancias que tendían a quebrarse. Los huesos estaban muy lejos de la vida y la naturaleza: modelados por instrumentos, cuidados entre algodones, se componían de minerales y gomas de distinto origen, factores que explicaban su valor de mercado. Y a pesar de ello, las confusiones eran inevitables. Ameghino, mientras se peleaba con los consignatarios, encontró la mandíbula de zarigüeya fósil que correspondía al número 5.011 de su catálogo, escabullida de las cajas y reaparecida partida en dos pedazos. Además, la mitad de una mandíbula de una nueva especie de Scelidotherium se había reducido a polvo: restaurada por los preparadores del Muséum, ya estaba lista para partir hacia Filadelfia. Sumado a ello, había surgido un imprevisto: Paul Gervais había enfermado y fallecido en febrero de ese año. Las colecciones, depositadas en su laboratorio, quedaron inaccesibles hasta abril, y hasta agosto no pudo cumplir con el envío, que incluía fragmentos de un aerolito.

Ameghino, mientras tanto, se volvió un experto en alquileres y depósitos: después de haber vivido con Larroque, se había mudado con los huesos de Cope a dos piezas en el 66, Rue Lebrun para él y a razón de 350 francos al año u 87,50 francos por trimestre. Hizo de esa casa su dirección comercial en París, donde recibía y enviaba correspondencia en papel membretado al efecto. Cope le solicitaba un catálogo de los duplicados de la colección de Buenos Aires, cuya consigna seguía pagando. Las casas de historia natural, aunque Cope y Ameghino trataran de evitarlas, definían los precios y las pautas del comercio, incluyendo la necesidad de un catálogo que, como en una librería, se modificaba según las compras y las ventas. Ameghino rehízo sus catálogos en función de esos movimientos y de las pérdidas asociadas al embalaje y traslado de los objetos entre tantos espacios diferentes: el campo, Mercedes, Luján, París… Y, al hacerlos, aprendió a ordenar con criterio comercial y a controlar las existencias reales y faltantes. Cada vez más compenetrado con la anatomía de los mamíferos, recorría laboratorios y comercios, publicaba, dibujaba y se corregía a sí mismo: la mandíbula número 8.500 de su catálogo, bien mirada, tenía cinco molares inferiores, por lo que no pertenecía a la especie Auchenia lama como había creído sino a Paleolama. Ameghino esperaba comparar sus observaciones con las del experto de Filadelfia, sin saber que las cajas llegadas desde París nunca fueron abiertas. Cope, como Ameghino, fue una máquina de escribir impulsada por la competencia y alimentada con los reptiles y mamíferos fósiles del suelo norteamericano. El sur del continente no formaría parte de esa obsesión. A la espera de tiempos mejores, en 1897 lo sorprendió la muerte.

Florentino Ameghino y hermanos

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