Читать книгу Tierras bravas - Isaac León Frías - Страница 22

El cine peruano al encuentro de su identidad

Оглавление

En los años sesenta se despliega en toda América Latina un movimiento cinematográfico signado por la nota del cambio. La revaloración del concepto de autor cinematográfico que por esos años se consolida en Europa, el cuestionamiento de los métodos industriales tradicionales que atrapan al cine en un maquinaria enormemente sofisticada y la necesidad de hacer un cine que quiere estar al día, tanto en lo que se refiere a los motivos tratados como a su tratamiento, impulsa a una generación de realizadores jóvenes a revisar los conceptos hasta ese entonces imperantes y plantear la exigencia de un cine distinto, es decir, nuevo.

Inicialmente, el movimiento cobra impulso en Argentina, durante el fugaz paso del gobierno desarrollista de Frondizi por el poder. En los marcos de una industria que durante su historia ha atravesado constantes periodos de altibajos en lo que respecta al volumen de su producción y que en ciertos momentos ha intentado sin mayor éxito escapar de los modelos populacheros, fuertemente arraigados en sus estructuras comunicativas, la llamada “nueva ola” argentina supone un sacudón desgraciadamente sin mayores repercusiones. El desarraigo de una parte de este cine tributario en exceso de los aportes de Bergman y Antonioni, la acción de la censura y los propios mecanismos de la industria estrangulan progresivamente este primer esfuerzo sistemático en favor de un cine de rostro diferente.

En México no se llega a materializar ninguna “nueva ola”. Dentro de los moldes impermeables y burocratizados de la industria cinematográfica más poderosa de América Latina y en el marco de las sucesivas administraciones del PRI, solo surgen pequeños islotes renovadores rápidamente “recuperados” por la industria. Es, en todo caso, al interior de esta donde se realizarán aislados filmes de interés.

Es en Brasil, cuya industria cinematográfica vegetaba sosteniéndose en una producción cuantitativamente reducida y cualitativamente infértil, donde surge el movimiento más importante de la década: el cinema novo. El movimiento germina y nace durante el gobierno progresista de Goulart y la fuerza de su impulso lo empuja durante varios años hasta que la dictadura militar se encarga de desintegrarlo progresivamente. El cinema novo significa la apertura más valiosa que el cine latinoamericano realiza en la búsqueda de una identidad propia, antes lograda esporádicamente y casi siempre degradada. No es solo la temática de raíz social problematizada, ni son solamente los nuevos estilos que surgen los que ratifican tal búsqueda. Es, sobre todo, la vocación de un grupo de realizadores que indagan, como nunca antes se había hecho, en las posibilidades del medio cinematográfico para documentar y recrear a la vez los códigos de la realidad social y cultural brasileña, haciendo realidad la conocida expresión de Brecht “a ideas nuevas, formas nuevas”. No obstante, la represión política y el silenciamiento de las posibilidades expresivas, juntamente con el inmenso monstruo en que, con el correr de los años, se convierte la industria cinematográfica brasileña, se encargan de acallar, hasta ese entonces, la voz más coherente en la historia del habla fílmica de nuestros países.

Por esos mismos años avanza triunfal la Revolución cubana, generando una corriente de cine documental, alimentada por el procesamiento de la información del hecho de todos los días, que se ha de convertir en el aporte más valioso de esa cinematografía. Si en los años más recientes al autoritarismo de la dirección política y cultural del proceso cubano ha mellado la solvencia crítica de tal corriente documental, cuya influencia es decisiva para el cine de ficción de la isla, no cabe duda que ha contribuido a explorar otra vertiente fundamental del nuevo cine latinoamericano. En su carácter manifiesto de cine político, es decir, concebido en función de informar y/o movilizar a los espectadores para el alcance de ciertos logros políticos, el documental cubano irradia su influencia en las corrientes más militantes del cine latinoamericano surgidas en la segunda mitad de la década anterior: el grupo Cine del Tercer Mundo, cuya actividad y eventual terminación coincide con el ciclo que los tupamaros imponen en el panorama político uruguayo; el grupo Cine Liberación, que nace durante el auge del movimiento peronista durante las administraciones de Onganía y Lanusse; el cine político que clandestinamente se realiza en Colombia; la figura solitaria de Jorge Sanjinés en Bolivia, hasta la caída del gobierno de Torres; y, por último, el movimiento del cine chileno que aparece y se desarrolla poco antes y durante el régimen de la Unidad Popular. Vinculados todos ellos a coyunturas políticas muy definidas, parecen por igual haber perdido, momentáneamente por lo menos, o la razón o la posibilidad de su existencia: la situación política imperante en Uruguay, Bolivia, Chile, Argentina y Colombia, con los matices particulares que estos dos últimos ofrecen, obvia cualquier explicación mayor.

El panorama ofrecido pretende encuadrar la cinematografía latinoamericana de los últimos quince años para situar en ese contexto a nuestro cine. Tras los fracasos que las circunstancias políticas imponen a los movimientos de los países vecinos, no se explicaría en principio lo que entre nosotros sigue siendo una carencia, pese a lo que significa el proceso que se inicia en octubre de 1968. Es decir, le hubiera correspondido al Perú no solo recoger la posta dejada por otros cines, sino también iniciar un nuevo ciclo que significara la concreción fílmica de las posibilidades económicas, sociales y culturales que abre el proceso. Sin embargo, no ha sido así. Lo que no quiere decir que no pueda serlo en un futuro inmediato. Pero hasta ahora no hemos sido capaces de crear las condiciones para que se haga efectiva la búsqueda de nuestra identidad (o nuestras identidades) histórica, cultural y social, y, a la vez, el despliegue de las posibilidades expresivas del pueblo peruano en el cine y a través de él.

Voluntad no ha faltado: se ha implementado un marco legal sin el cual hubiera sido poco menos que imposible pensar en el desarrollo de una actividad cinematográfica. Sin embargo, hubo un error: la ley en cuestión, la 19327, no correspondía a la exigencia del momento histórico. Sencillamente, se equivocó de tiempo. Nació demasiado tarde. Al amparo de la ley ha campeado el espontaneísmo y, lo que es más serio, la rutina. Se ha hecho ilustración seudohistórica a nivel escolar, donde se debió hacer investigación crítica del hecho histórico (como en Ayacucho, la última batalla, donde la historia, literal y metafóricamente, se hace humo). Se ha hecho divulgación almidonada y complaciente del monumento, el museo o la fiesta popular, donde se imponía la mirada lucida y reflexiva (los ejemplos sobran). Se ha hecho vulgar propaganda de lo que requería análisis y explicación (tampoco aquí es necesario abundar en ejemplos). Se ha procedido, entonces, por el camino más fácil. La mitificación de lo que debía ser desmitificado.

El Perú problemático, por el contrario, quedaba ausente. Como si se tratara de algo que había que ocultar. Ni la historia, ni la cultura, ni mucho menos la sociedad peruana eran develadas por la cámara cinematográfica. Seguimos, pues, desconociendo, en lo que al cine se refiere, nuestra imagen. Y mal podemos vislumbrar un futuro prometedor si no hemos transmitido ni el pasado ni el presente. Las pocas excepciones que aparecen en el conjunto no bastan para disculpar los gruesos errores dominantes ni justifican la permanencia de una estructura cuya transformación es imperiosa. Porque no solamente se han consolidado todos los vestigios de un cine propio de cualquier régimen de capitalismo subdesarrollado y dependiente, sino que también se ha enquistado una maquinaria burocrática estatal, cuya acción, en vez de corregir algunas de las fallas presentes, más bien las ha agravado. No bastaría, por lo tanto, modificar las condiciones actualmente existentes en lo que atañe a la realización y la circulación de las películas si no se alteran las reglas de juego que la administración ha impuesto de hecho.

Queremos decir con todo lo anterior que no es mucho lo que se exige para que el cine peruano comience a desempeñar los roles que de él se esperan, los roles de revelador, cuestionador, investigador y recreador de los diversos y heterogéneos niveles de nuestro universo cultural y social. Para ello solo es necesario que, en forma efectiva y no retórica, se ponga al alcance de todos. Nos referimos, claro está, a las posibilidades de producir. Mejor dicho, a su democratización real, libre de las dependencias del capitalismo económico y de la tutela de las instancias burocráticas. Y es necesario, también, que la apertura de posibilidades se vea acompañada de la mayor libertad posible en cuanto a la expresión creadora. Nada más indeseable, en tal sentido que un cine supeditado a ciertos marcos de lo que se considera como “cultural”, “educativo”, “informativo” o “recreativo”. Que se despliegue amplia y libremente la imaginación creadora. Aun a costa de que resulte incómodo o molesto. No lo convirtamos en una expresión mediatizada y neutra. Que, como pedía Breton a propósito del arte todo, el cine sea revulsivo. Por lo menos cuando quiera serlo. Solo así podremos aspirar a una legitimidad creadora, a una auténtica expresión popular que dé cuenta de la dinámica social y cultural.

Solo así podremos ir reconociendo nuestros diversos y fragmentados rostros. Dejemos, pues, los criterios del didactismo fácil, de la concepción del cine como escuela primaria y como vehículo de propaganda encomiástica. Aprendamos, ahora sí, las mejores lecciones de las diversas cinematografías mundiales y, en especial, latinoamericanas, aportando lo que nuestro cine está en capacidad de aportar. Si el cine de Brasil pudo ser capaz de ofrecer al Tercer Mundo una obra insustituible, si los cubanos supieron revalorar un género siempre envilecido en nuestro subcontinente, si Sanjinés, en Bolivia, y Raúl Ruiz, en Chile, testimoniaron la realidad campesina y urbana, respectivamente, con una luz hasta ese entonces casi desconocida, aportando todos en conjunto sus mejores cualidades al desarrollo del cine y la sociedad de su país; nosotros no tenemos por qué quedar rezagados o, simplemente, ajenos frente a tales logros. El proceso peruano, en lo que representa al interior del Tercer Mundo como movimiento de ruptura y cambio, debe verse reflejado en un cine que recupere tal movimiento en su sentido más amplio y liberador.

Publicado en Correo, Lima, 14 de junio de 1975.

Tierras bravas

Подняться наверх