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¿Se afianza el largometraje peruano?

Antecedentes inmediatos

Después de una etapa en la que se cosecharon varios fracasos expresivos y de público – Melgar, el poeta insurgente, El viento del ayahuasca, La familia Orozco, Un clarín en la noche, etcétera–, que parecía dar razón a quienes sostenían que esta no era tierra de cine, he aquí que la tortilla se dio vuelta y, ciertamente, muy lejos del paraíso todavía, se están abriendo cauces de comunicación más firmes con un público que no se reconocía suficientemente en las imágenes proporcionadas por los filmes peruanos. Se debe admitir que hubo antecedentes favorables en los años setenta, los que siguieron a la promulgación de la Ley 19327, que desde marzo de 1972 rige el destino de la producción fílmica nacional. Ahí están Muerte al amanecer y Muerte de un magnate, de Francisco Lombardi; Kuntur Wachana (Donde nacen los cóndores), de Federico García; y Cuentos inmorales, correalizada por Lombardi, Flores Guerra, Huayhuaca y Tamayo, para recordarnos que no era una apuesta perdida de antemano encarar la ímproba tarea del largometraje. Pero así como no generaron una producción ininterrumpida, tampoco conquistaron un público leal y constante, lo que siempre es enormemente difícil en un medio donde el imperio de las modas de ciertas fórmulas más o menos seguras puede dar al traste con los ímpetus de una cinematografía emergente.

Uno de los mayores escollos en la comunicación con el público –y no podemos cantar victoria aún, pues se puede volver a presentar– estuvo en la grandilocuencia o el caligrafismo mal asimilado de propuestas a priori valiosas, como fueron aquellas que pretendían historiar acontecimientos del pasado lejano –Melgar, La familia Orozco– o reciente –El caso Huayanay–, o que intentaban explorar zonas poco conocidas de la geografía cultural del país –El viento del ayahuasca–. Lo que significa que no fallaba la elección temática, sino la impostación expresiva. No era la materia argumental, sino su tratamiento audiovisual lo que hacía agua.

Si hubiéramos estado ante propuestas estéticas similares a las de Armando Robles Godoy, no cabría referirnos a la respuesta del público, pues se ubican en un nivel de expresión personal que se sustrae de la recepción mayoritaria. Pero no era ese el caso, pues se trataba, sin excepción, de propuestas que tendían a la eficacia comunicativa, al llamado a la conciencia de sus destinatarios, cosa que ocurrió muy débilmente. La responsabilidad no estaba solamente en la insuficiencia expresiva, como se desprende de la comprobación de que hacer cine en el Perú es un esfuerzo que puede terminar no solo con el dinero, sino también con la salud de quienes lo hacen. Pero ya iba siendo hora de que dejáramos de echarle toda la culpa a los hábitos impuestos por el cine extranjero, a las carencias económicas y de producción, al sabotaje de los exhibidores y a la incomprensión de las instancias oficiales.

Aun cuando a algunos críticos nos costó el apelativo de “enemigos del cine peruano”, ya era hora de señalar enérgicamente la cuota de responsabilidad que cabía a la inconsistencia de las formulaciones cinematográficas adoptadas.

¿Borrón y cuenta nueva?

Sin ser una ruptura con lo anterior, como que Lombardi prosigue la línea de sus primeras películas, y Federico García persevera en la indagación histórica con Túpac Amaru, sí creo que se ha ascendido una grada o escalón superior. Se ha ganado en dominio narrativo – Túpac Amaru frente a Melgar, por ejemplo, o La ciudad y los perros frente a Muerte de un magnate–, en solvencia de producción, en prolijidad de la puesta en escena. Hay todavía lastres ostensibles: la tiesura hierática de Túpac Amaru, el verbalismo algo enfático de La ciudad y los perros, la dispersión expositiva de Gregorio, a caballo entre el documental y la ficción que solo encuentra por ratos su tono más exacto. Pero, a pesar de ello, las películas aciertan en la traducción, por precaria que sea, de una problemática arraigada en el espacio de marginalidad y lucha por la sobrevivencia que, en forma cada vez más dramática, se debate en el país y, de manera más plural y compleja, en Lima. Las películas de las que hablamos, entonces, constituyen síntomas muy claros de las preocupaciones de una sociedad que se transforma y de una ciudad capital que de pequeña y relativamente ordenada ha pasado a ser enorme y caótica.

Los niños de Gregorio, los adolescentes de La ciudad y los perros y, en otro nivel, los luchadores sociales de Túpac Amaru, son las cifras o los indicios reveladores de un estado de cosas que cintas precedentes no supieron captar, por más claridad política e interés didáctico que las animara.

Insisto en que son los méritos parciales de los filmes reseñados los que logran el propósito de calar en la sensibilidad de un público ávido por establecer un reconocimiento de lo propio. Son las imágenes de Gregorio que nos muestran el caleidoscopio urbano y social de Lima, al margen de sus deficiencias narrativas. Es el relato tenso y agresivo de La ciudad y los perros, entre otras propuestas recientes.

Identidad o industria

Que existe, pues, una disposición favorable en el público de este país por ver películas peruanas, ha quedado ampliamente demostrada en el relativo éxito obtenido, sucesivamente, por Maruja en el infierno, Túpac Amaru, Gregorio, La ciudad y los perros y, últimamente, Yawar fiesta.

Quedan así descartados los pronósticos de los escépticos –escepticismo a veces interesado– que descreían en las posibilidades de las películas nuestras de convocar una audiencia numéricamente significativa. O, al menos, desconfiaban de que ello fuera logrado por cintas que no apelaban a los estímulos habituales de taquilla, a los anzuelos comunes del consumo fácil: el humor estereotipado, el erotismo exhibicionista y el violentismo tremendista. No ha sido así, con la cual se repite aquí un fenómeno ya comprobado en otros países vecinos, que han derrotado a los títulos más vendedores de la cartelera internacional, poniendo en evidencia que es posible construir expresiones fílmicas propias sin caer en las concesiones de quienes sostienen que el afianzamiento de una industria pasa inexorablemente por las fórmulas de un cine populachero.

La experiencia peruana de los dos últimos años permite superar una dicotomía engañosa: el traslado a la pantalla de los referentes nacionales no está reñido, necesariamente, con las expectativas de un público que la aguja de la gran producción estadounidense e internacional habría vacunado contra el posible “virus” de una producción local. Pero permite, al mismo tiempo, hacer otro deslinde y cuestionar el espejismo de que el nuestro pueda convertirse en un país productor de filmes. Con un mercado pequeño y en crisis (300 salas en proceso de disminución en todo el territorio), y con escasas vías de salida al extranjero, al menos por ahora, y mientras no se consoliden los puentes con el mercado andino y latinoamericano, es inútil soñar con un volumen de producción anual que supere el número de dedos de ambas manos. Y eso ya es mucho decir hoy por hoy.

El asunto clave, entonces, está en consolidar una pequeña producción que no aspire a convertirse en gran industria ni nada parecido, que se avenga al beneficio de las coproducciones, siempre y cuando estas no impongan ningún tipo de sumisión, como ha ocurrido en el pasado, y que se afirme en ella, en esa pequeña producción factible, la expresión de aquello que todavía vagamente llamamos identidad nacional. Identidad plural y multiforme que puede dar lugar a una variedad aún imprevisible de registros y géneros, de sonidos e imágenes inagotables, si, ciertamente, se afianza también el talento y la capacidad expresiva, condiciones indispensables para que el proyecto de un cine peruano en la perspectiva esbozada pueda ser una realidad.

Texto inédito escrito en 1986 para ser publicado

en la revista Hablemos de Cine, número 78, que no vio la luz.

Tierras bravas

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