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Lo que fue del corto

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La aplicación del reglamento de la ley a partir de 1973 trajo consigo una apreciable producción de cortometrajes. En esos primeros años el mercado de los cortos estuvo repartido entre los productores que buscaron simple y llanamente lucrar con ellos y quienes hicieron del corto una práctica profesional concebida en términos de creación de una pequeña industria. Los primeros se pueden ejemplificar en Ernesto Sprinckmoller, quien, luego de las considerables utilidades recibidas, se retiró del cine, sin apenas reinvertir, hasta donde se sabe, pese a que la ley apuntaba explícitamente a estimular la reinversión en la propia actividad cinematográfica. ¿Adónde se fue el dinero que obtuvieron Sprinckmoller y otros como él?

Inca Films, en cambio, con la batuta de José Zavala y Francisco Lombardi, representó el modelo de empresa que reinvirtió en el cine y alternó el corto con el largometraje, sentando bases que otras empresas, unas mejor que otras, compartirán (Chasqui, Calicanto, Cronos, Filmaciones Pueblo, Kuntur, etcétera). En esta línea, además, se realizarán los cortos más diferenciados, los empeños más personales o los más profesionales a secas.

El documental impersonal primó en el conjunto y contribuyó a crear el prejuicio de que el corto peruano era inevitablemente malo, prejuicio que se alimentó de las limitaciones técnicas de la mayor parte de los cortos y las deficientes condiciones de imagen y sonido, y el descuido con que eran presentados en las salas. La mayor parte de los cortos peruanos ha sido, en efecto, expresivamente nula, pero en ello también jugó un rol importante la Coproci, que dio pase libre a casi todo lo que fue presentado. Si la Coproci hubiera, realmente, efectuado una selección del material, otro habría sido el cantar, aunque seguramente igual hubiera predominado el material de escasa calidad, cosa que ocurre en todos los países que han tenido o tienen una producción sostenida de cortos. Pero, al lado de esa comprobación, hay que destacar tanto el buen número de cortos estimables como la importante tarea de formación de cuadros que el trabajo de los cortos fue desarrollando.

El VI Festival Nacional de Cortometrajes, en mayo de 1993, permitió ver los frutos de un desarrollo técnico y artístico de dos décadas. Técnicos solventes (fotógrafos, sonidistas, editores), actores convincentes y directores que saben contar una historia en 10 minutos, lo que antes era notoriamente más irregular. De 36 cortos, 30 relataron historias de ficción. Una cifra sin precedentes en los veinte años de vigencia de la ley. El balance no es desde luego, sobresaliente ni mucho menos, pero sí indica un nivel de exigencia ascendente. Si se hace una selección al azar de lo que se hizo en los primeros años y lo que se ha hecho en estos últimos, el saldo a favor de los segundos es visiblemente superior. Ha sido, justamente, cuando el corto pasaba del predominio del documental de encargo más anodino al repunte de las historias de ficción que ensayaban diversas modalidades de comunicación con el público, que se ha detenido su marcha, poniendo en serio riesgo la continuidad de una producción que no solo ha venido ganando en calidad, sino que también se ha hecho, mal que bien, de un espacio en las salas y que, sometida a una calificación menos condescendiente, hubiera podido estimular mayores niveles de calidad aún.

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