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Cortometraje: la apertura del cine peruano

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La multiplicación de los cortometrajes peruanos, tan mal y tan caóticamente exhibidos, ya ofrece un vasto panorama para el comentario y la reflexión. Acaba de realizarse, organizada por el Conup, y no por la Cinemateca Universitaria como debió ser, una muestra seleccionada de cortos peruanos que en forma más orgánica debería repetirse. Creemos que la Cinemateca es el organismo al que le cabe tal responsabilidad en cuanto a que está en condiciones de discriminar con mayor rigor el material a exhibirse, sin desconocer por ello el esfuerzo realizado. Porque la muestra exhibida significa un valioso intento de rescate de lo poco que hay de rescatable en el marco de la producción realizada: se dejó de lado la nefasta serie de películas de Ernesto Sprinckmoller (desde El pescado, nuestro alimento hasta Tacna, ciudad heroica), versión oficiosa de un cine mercantilmente patriotero y estéticamente repulsivo, así como las interminables películas en torno a los lugares comunes de siempre: museos, monumentos, ciudades y motivos afines. Cortos todos ellos que requieren de un serio análisis que ponga al descubierto sus mecanismos y la ideología que encubren. No todo, claro está, resultó igualmente valioso e interesante, pero, al lado de algunos buenos cortos ya exhibidos comercialmente, se pudo ver otros que no han obtenido el sacrosanto pase de la comisión de promoción cinematográfica o que no han pasado por la práctica, muy a menudo vejatoria, de solicitarlo.

Dos polos enmarcan las características de los cortos menos condescendientes en términos de convenciones al uso: los que se ubican entre la sobriedad y la sofisticación expresiva, entre la sencillez y la complejidad formal. Se ubican en las cercanías del primer polo las películas que más directamente quieren testimoniar o indagar en el entorno social inmediato: El cargador, Hombres del Ucayali, Informe sobre los shipibos, Vía pública…

Pero no todas. Runan Caycu, por ejemplo, investigación de los hechos que precedieron a la dación de la reforma agraria, a través de la figura paradigmática de Saturnino Huillca, articula un discurso significativo más elaborado para componer un mosaico de referencias históricas que aporten las mayores luces sobre el problema en cuestión. Siempre en la forma sintética que en trazos más escuetos definen las películas antes mencionadas.

Los límites que amenazan a las películas de vocación testimonial son principalmente las facilidades de la mera transcripción, del simple registro, de la pura duplicación, límites no siempre sorteados en forma plenamente satisfactoria. Tributarias de una teoría del reflejo que confía en la validez de la observación llana y simple, en la que dar cuenta sin más se impone como imperativo estético, corren el riesgo de la autocomplacencia realista. Pero es verdad que algunas de las películas tratan de violentar estos límites, poniendo en cuestión la materia observada e intentando incorporar una contraparte dialéctica que trascienda el nivel del filme-espejo: esto se pone de manifiesto en los cortos que usan el reportaje – Hombres del Ucayali, Vía pública, Pesca– y con mayor eficacia en Danzantes de tijeras y Teatro de la calle. La duración del plano secuencia en Danzantes de tijeras enerva la observación y, con ello, supera el aparente automatismo del procedimiento empleado. Teatro de la calle, por su parte, al enfrentar en la persona de Jorge Acuña al actor y al personaje carga de sentido al “mutismo de la mirada de la cámara”. Documentalizar una realidad determinada es también indagar en sus contradicciones y no solo denunciarla o criticarla, funciones que a veces solo sirven de paliativo a fin de cuentas tibio e incluso enmascarador. Las coartadas de la buena conciencia o del cineasta declarativamente comprometido se hallan muy cerca de esta posición.

En las proximidades del polo contrario vuelve a aparecer la preocupación por problematizar ciertos aspectos de la realidad peruana, que, como se ve, no es patrimonio exclusivo del cine directo, del reportaje o de la reconstrucción documental. En Vía satélite, en vivo y en directo y en Paz en la tierra la dialéctica se agota en el nivel de la resonancia formal, del significante visual y sonoro, y el contrapunto que allí se establece se pierde en el vacío. Estas películas documentan la esterilidad retórica, la autoanulación expresiva. No solo no enriquecen sus posibilidades significativas, sino que también las cancelan, las amputan. Al final solo queda el juego audiovisual, el ingenio habilidoso. Muy distinto es el caso de Agua salada, parábola de resonancias universales y sin duda uno de los mejores cortos realizados en el país. La relación del hombre con la naturaleza, al margen de sus implicancias idealistas, está formalizada con un indiscutible rigor y coherencia, ajenos a toda gratuidad.

Muy controversiales son las experiencias de Una película sobre Javier Heraud y Baila negro. En ambas, el regusto visual y el acicalamiento del lenguaje fílmico utilizado sostienen discursos críticos en torno a la figura del poeta asesinado en Puerto Maldonado y de la situación histórica del afrodescendiente en el Perú, respectivamente. El filme sobre Heraud es un intento de poetización cinematográfica internamente muy contradictorio: la acusación no se fusiona con el recuerdo nostálgico, la sofisticación visual y sonora enturbia un discurso titubeante más cercano al susurro que al grito.

En Baila negro, la contradicción estética e ideológica es más flagrante y evidente. El texto oral que denuncia la esclavitud y opresión del negro está contrapuesto con imágenes que, al mismo tiempo que reflejan la excelencia técnica de su elaboración fotográfica, enmascaran sin pretenderlo la requisitoria formulada. Los fondos oscuros no son suficientes para atenuar la connotación de belleza visual o, por extensión, alegría de vivir que las imágenes proyectan. No confluyen, pues, los dos niveles: nada nos dice Baila negro de la humillación y la postergación del afroperuano, fuera del comentario verbal.

De todas formas, estas y otras experiencias de signo más prometedor como el fotomontaje Bombón Coronado, campeón y el dibujo animado Facundo, aperturas a vetas llenas de posibilidades expresivas, evidencian que el cine peruano comienza a adquirir una fisonomía propia en el cortometraje, ya no hijo bastardo de un medio expresivo manejado por una industria que ha entronizado el largo, por razones de reproducción económica y cultural. Hijo tan legítimo como el largo, el cortometraje está poniendo a prueba la capacidad de los realizadores y grupos de cine del país para testimoniar la dinámica histórica por la que atravesamos en la que esta tiene de tradición y novedad, de ruptura y apertura, de crítica y creación.

Publicado en Variedades, Lima, cuarto domingo de setiembre de 1975.

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