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El gobierno de Velasco Alvarado y la Ley 19327

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En 1968 se inicia en el Perú un proceso político inédito: el 3 de octubre un golpe militar termina con el gobierno de Fernando Belaunde Terry y se pone en marcha una serie de medidas de carácter reformista y socializante: nacionalización del petróleo y toma de los yacimientos de la International Petroleum Company (los más grandes del país), reforma agraria, apertura de relaciones con los países del bloque comunista, incluida Cuba, expropiación de gran parte de la banca privada y de algunas de las empresas mineras más poderosas, incursión en el bloque de países no alineados y política exterior antiimperialista, expropiación de la industria pesquera, régimen de cogestión en las empresas industriales privadas, incorporación de un sector de propiedad social, rol decisivo del aparato del Estado en la planificación y la marcha de la economía del país, etcétera. Se define un esquema económico apoyado en cuatro sectores de propiedad: social, estatal, privado reformado y de pequeña propiedad, atribuyéndose al primero la más alta prioridad en función de un modelo político de “democracia social de participación plena”. Modelo que perfila la socialización simultánea de la riqueza y del poder político, el capitalismo, pero descartando también las formas conocidas de socialismo, aquellas que caracterizan especialmente a la Unión Soviética, por un lado, y a China, por otro, que a juicio de la teoría que inspirara el proceso político peruano suponen una socialización administrada en forma vertical, una versión “estatista” desvirtuadora del sentido más genuino de la tradición teórica socialista.

El proceso en su primera fase (de octubre de 1968 a agosto de 1975), conducido por el general Juan Velasco Alvarado, no logra, sin embargo, debilitar en forma sustantiva el predominio del sector capitalista en la estructura económica del país, el cual, incluso, se filtra en el mismo aparato de la administración estatal o paraestatal, especialmente en las áreas claves: los ministerios y las dependencias auxiliares de industria, comercio, trabajo, economía y finanzas, y otros. Así, las medidas no se cristalizan en una transformación realmente sustantiva, sino que se van diluyendo, como lo demuestra la segunda fase durante la presidencia del general Francisco Morales Bermúdez, en una modernización del capitalismo, con mayor injerencia del aparato del Estado, y en una simple modificación de los términos de la dependencia económica del poder imperialista.

Si bien es cierto que en los años más recientes la crisis económica del mundo capitalista ha incidido en forma aguda en la economía del país y es una de las causas principales del retroceso político del gobierno militar, ya desde el primer momento se advierte que coexisten en la dirección del proceso tendencias muy diversas, lo que se expresa en numerosas contradicciones y especialmente en el temor a la movilización popular, en contra, incluso de lo que la teoría pretende y afirma.

También en el renglón de los medios de comunicación, el gobierno militar incluye innovaciones: se expropia el 51 por ciento del accionariado de las empresas radiales, se expropia la prensa diaria con el fin de transferirla a los sectores sociales organizados (campesinos, trabajadores industriales, profesionales, etcétera) supuestamente más representativos, y en relación con el cine se promulga por primera vez una ley de promoción industrial.

Elaborada por el Ministerio de Industria, con el asesoramiento de Armando Robles Godoy, la ley de apoyo a la producción fílmica nacional, dada en marzo de 1972, se inspira en modelos capitalistas y es directamente apadrinada por la Asociación de Productores Cinematográficos, representante de los productores de noticiarios, cortos publicitarios y afines. El Decreto Ley 19327, de fomento de la industria cinematográfica, se promulga después de muchos años de intentos, individuales y grupales, por lograr una legislación pertinente, promovidos principalmente por los grupos más ligados a la escasísima producción cinematográfica. Pero la ley, en los términos en que se promulga, hubiera tenido mayor sentido en el marco de una democracia liberal y capitalista al estilo de la que administra Belaunde Terry, y no al interior de un gobierno que reivindica planteamientos socialistas. Sin embargo, este hecho no es sino una manifestación más de las contradicciones que anidan al interior del gobierno militar y responde a los lineamientos generales de la política implementada por el Ministerio de Industria.

La ley en mención otorga facilidades de importación y exportación de insumos, equipos y material fílmico, beneficios crediticios y obligatoriedad de exhibición con el monto total del impuesto (que asciende al 40 por ciento del boleto) a favor del largometraje, y parcial para el corto. Todo ello con un criterio prioritariamente privatista. Los incentivos, si bien tienden a favorecer la implantación de una infraestructura cinematográfica aún inexistente, dejan librada la producción a juego de las empresas que cuenta con sólidos fondos propios o avales crediticios seguros. En realidad, todo ello contradice o, por lo menos, no resulta lo más adecuado para hacer viables el capítulo I del reglamento, que en cuanto a las normas generales afirma: “Para los efectos de fomento de la cinematografía nacional se tendrá en cuenta que la cinematografía, además de ser una industria, es un medio de expresión de gran importancia para el logro de nuestros objetivos socioeconómicos, y capaz de comunicar a una gran audiencia nacional e internacional nuestra realidad y nuestra cultura. Por lo tanto, el desarrollo de la industria cinematográfica en el país debe tender a que la expresión cinematográfica será un derecho inherente a todas las personas y no una posibilidad limitada a determinados sectores”.

Una vez promulgado el reglamento de la ley, en marzo de 1973, se asiste en muy poco tiempo a una verdadera “fiebre” del cortometraje. Muy rápidamente, se percibe que las posibilidades de ganancia se confinaban en gran parte al terreno del cortometraje, dadas las limitaciones del mercado interno en relación con el largo. Una situación muy semejante a la que en los últimos años había alentado el “sobreprecio” en Colombia. Así, las tendencias concentracionistas surgen de inmediato: son tres o cuatro empresas grandes –inicialmente Pro-Cine, Perucinex y Ernesto Sprinckmoller– las que controlan buena parte de la producción.

El cuadro que van ofreciendo los cortometrajes se ve notoriamente respaldado, en lo que respecta a la elección de los motivos y tratamientos, por la orientación que la Comisión de Promoción Cinematográfica (Coproci), creada por la ley y dependiente, en primer lugar, del Sistema Nacional de Información (Sinadi), le imprime. En la práctica, se “oficializa” un tipo de cortometraje que si por algo se caracteriza es por la ausencia de todo aquello que pueda resultar molesto, incómodo o conflictivo en relación con el poder. Se respalda así un cine aseado, conformista y superficialmente “cultural”; lo que sin duda favorece a la mayor parte de los productores que no tienen que lidiar con proyectos más o menos osados o con directores “audaces”. Hasta mediados de 1978 han sido aprobados cerca de 250 cortos (excluimos los noticieros y cortos publicitarios), los que se ubican en las temáticas arqueológica, folclórica, turístico-geográfica y de promoción estatal son absolutamente mayoritarios. Asimismo, quedan excluidos de la exhibición obligatoria, sea por temor de sus realizadores o por decisión de la Coproci, algunos de los cortos más valiosos que se han filmado en los últimos años, o al menos de una temática ajena a la que domina el panorama.

De todas formas, es menester reconocer la existencia de una práctica cinematográfica antes insospechada, con lo cual y por primera vez se están sentando las bases de una posible industria. El Primer Seminario Nacional de Cinematografía, realizado a fines de julio de 1977 en Lima, ha hecho ver que, si no se consolida el largo y no se abren nuevas fuentes de financiación, se corre el peligro de frenar una dinámica cada vez más intensa. Es cierto que con esto no se asegura la expresión de un cine realmente nacional. Pero la simple presencia de una cinematografía peruana entra en contradicción con los intereses transnacionales de la distribución, los que desde ya no ven con buenos ojos el desarrollo del cine en el país. A partir, entonces de este afianzamiento, al cual hay que exigirle la orientación más correcta dentro de lo que es posible, se podrá ir enfrentando las diversas coyunturas.

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