Читать книгу Vagos y maleantes - Ismael Lozano Latorre - Страница 23

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DIECISIETE

La primera vez que la vio bailaba en la pista en mitad de una discoteca. Era un viernes por la noche y los focos de colores iluminaban su rostro y jugaban con su piel. Era guapa, muy guapa, tanto que dolía mirarla, y Acoydan era demasiado tímido como para intentar hablar con ella.

—¡Eh, canario! —le llamó el chico que lo acompañaba—. ¿Quieres otro botellín? Voy a ir a la barra.

Acoydan asintió, aunque no sabía a qué contestaba. Los ojos azules de la chica acababan de mirarlo y el mundo se había parado para él.

Temblor en las piernas, escalofrío, la lengua se le anudó y las palmas de las manos comenzaron a sudarle.

—Aquí tienes —le dijo su amigo.

Un trago a la cerveza, un trago de cerveza largo, intenso, refrescante.

La chica de los ojos azules seguía bailando, pero ya no lo miraba.

—Gracias, tío.

La música sonaba y Acoydan estaba acelerado. No solía salir de fiesta, había aceptado la invitación de Manuel, porque habían acabado los exámenes y de algún modo tenía que celebrarlo.

—No seas soso, canario, ¡que a veces pareces nuestro padre!

Acoydan era vergonzoso y no le gustaban los actos sociales, no sabía de qué hablar con desconocidos y siempre se encontraba fuera de lugar. Aquella noche, Manuel le había prometido que le iba a presentar a unas chicas, y solo de pensarlo había estado a punto de vomitar.

Una canción, dos, tres… Los focos brillando y la bola de cristal inundándolo todo con sus destellos. Mareo. Era el cuarto botellín, y antes se habían bebido algunos chupitos de tequila. No le gustaba perder el control.

Los ojos azules de la chica atacaban de nuevo: volvían a mirarlo. El tirante de su vestido rojo se había resbalado y caía por su hombro. Lo observaba, lo señalaba. ¿O no era a él? Manuel, al verla, le devolvió la sonrisa.

—¡Corre, ven! —le ordenó su amigo—. Están allí.

Miraba a Manuel. Aquellos ojos azules que lo habían embrujado desde el principio no lo miraban a él, observaban a su compañero porque lo conocía… Vergüenza… Decepción… ¿O se estaba equivocando?

La música estridente retumbaba en los altavoces y en su sien. Acoydan fue arrastrado por la pista sin opción a escapatoria, las palmas de sus manos humedeciéndose… ¡Quería que se lo tragara la tierra!

—Acoydan, esta es mi prima Esmeralda —le informó entre risas y abrazos—. Y esta es Antía, su amiga.

Antía, Antía…

—Encantada.

Besos, abrazos… Acoydan cerró los ojos e inspiró el perfume de su nuca al entrar en contacto con su piel.

—Tú no eres de aquí, ¿no? —le dijo la chica al saludarlo, y él se limitó a negar con la cabeza.

Una canción, dos, tres… Silencio incómodo entre notas discordantes. El DJ pinchando uno de los últimos éxitos de la radio, y Manuel y su prima dando brincos en mitad de la pista. ¿Se divertían o los estaban dejando solos a propósito?

«Háblale, háblale…», se ordenaba a sí mismo, pero, cuando ella lo miraba, parecía que cualquier cosa que fuese a decir era demasiado estúpida.

—¿Eres mudo? —le preguntó Antía con sorna, y él lo único que acertó a hacer fue agachar la cabeza y mirarse la puntera de los zapatos.

La noche avanzaba y el alcohol empeoró la situación. Manuel le contó que su prima le había dicho que Antía lo había dejado con su novio hacía un par de semanas y que quería conocer a alguien para olvidarse de él.

—¡Éntrale, cabrón, que la tienes a huevo!

Los chupitos y la cerveza removiéndose en su estómago, nervios, agobio, sudor.

—Me voy.

Los ojos de Manuel saliéndose de sus órbitas…

—¿Pero estás tonto? —le preguntó como si hubiera dicho una locura.

—No, en serio, no me encuentro bien.

Esmeralda mirándolo y cuchicheando con su amiga…

—Pues tú mismo, tío —le dijo Manuel desconcertado—, pero estás haciendo el gilipollas.

Acoydan agachó la cabeza y salió de la discoteca. Si seguía un segundo más allí se iba a quedar sin aire, se sentía estúpido y ridículo a la vez. Con los años debía haber aprendido cómo actuar en determinadas situaciones, pero él seguía sin lograrlo. En el ambiente nocturno siempre desentonaba, y eso lo hacía sentirse frustrado.

«Soy un cobarde… Un cobarde», repetía. «Antía es muy guapa, pero pensará que soy idiota… ¿Por qué me he comportado así?».

Hacía frío. Acoydan se abrochó la chaqueta y añoró por un segundo la brisa marina que soplaba en su tierra. Se sentía muy solo en Madrid, lejos del mar y de su familia.

Alcohol, tristeza, fracaso… Una pequeña lágrima se formó en su ojo y estuvo a punto de salir.

—¡Eh! ¡Tú! ¡Acoydan! —una voz gritaba su nombre y lo sacó de su ensimismamiento—. ¿De verdad te ibas a ir sin decirme adiós? ¿Qué modales son esos?

El chico se giró sin creerse lo que estaba viendo: Antía había salido de la discoteca a buscarlo y, al verlo, había echado a correr hacia él descalza, con los tacones en la mano.

—Perdona —se disculpó avergonzado, y ella le regaló una sonrisa.

—No pasa nada —le dijo la chica, que a la luz de las farolas era aún más guapa que en la oscuridad—, pero me has hecho correr y los pies me están matando.

Las mejillas de Acoydan sonrojadas y las palmas de sus manos llenas de sudor…

—Perdóname por no despedirme y por haberme comportado como un gilipollas esta noche —insistió, sin ser capaz de mirarla.

Antía, que en esos momentos había vuelto a calzarse, se subió el tirante del vestido y sonrió.

—A mí no me has parecido un gilipollas —le contestó.

Timidez, eso era lo que reflejaban sus ojos castaños.

—No suelo salir mucho de noche… Y no me gustan las discotecas —confesó—. Me pongo tenso… Hoy he salido por Manuel y parece que no ha sido buena idea.

Antía, que cada vez que Acoydan hablaba lo veía más adorable, no pudo evitar acercarse un poco más.

—¿Y qué te gusta hacer? —le preguntó.

El chico, más cómodo, levantó la cabeza y sus miradas se encontraron.

—Lo normal: pasear, leer, ir al cine…

Ella, coqueta, se mordió el labio y se ruborizó como si se avergonzara de lo que iba a decir.

—A mí me gusta escribir, quiero ser escritora.

—¿En serio? —le preguntó Acoydan como si le resultara impresionante—. Me gustaría leer algo tuyo, si me dejas.

Sonrisa tímida, los ojos azules de Antía mirándolo con una ternura con la que no lo había mirado en toda la noche…

—Te dejaré leer alguno de mis relatos, si me invitas al cine —le propuso, y Acoydan no pudo decir que no.

Vagos y maleantes

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