Читать книгу Vagos y maleantes - Ismael Lozano Latorre - Страница 21
ОглавлениеQUINCE
Remedios jamás olvidaría el día que llegó a Santa Cruz de Tenerife. Era un martes por la mañana y el sol presidía el paisaje con todo su esplendor. Canarias era tal y como se la habían descrito: cielos azules, aguas claras y un clima cálido que no llegaba a ser sofocante.
La ciudad era preciosa: calles empedradas y edificios neoclásicos mezclados con majestuosas iglesias del barroco canario como la Concepción, de estilo toscano, cuya torre y balcones eran una delicia para contemplar. La gente y los olores se mezclaban con el rumor de las olas.
«Un sitio perfecto para iniciar una nueva vida», pensó al bajarse del barco, pero los ojos que se cruzaron con ella la miraban con la misma aversión que la miraban en Sevilla.
La mujer arrastraba su maleta con desidia, la travesía había sido horrible y no había parado de vomitar, había perdido un par de kilos en el trayecto y sabía que su aspecto no era muy halagüeño.
—Debería arreglarme un poco antes de ir a buscar a Ramiro —comentó.
Ramiro… El nombre del chico había sido su talismán durante el viaje. Cada vez que se ponía triste lo repetía una y otra vez como si, al hacerlo, aquella locura cobrase sentido. ¡Había abandonado Sevilla y les había robado a sus padres! ¡Jamás podría volver! Había arriesgado la seguridad de su hogar por un futuro incierto en el que solo estaba él, Ramiro, su novio, el hombre que la había amado, y que en esos momentos estaba durmiendo con otra, aunque ella no lo supiese.
«Aquí seremos felices, encontraré trabajo y le devolveré hasta el último céntimo a mis padres».
Remedios entró en una cafetería y pidió un café con leche. Los hombres de la barra la miraron con sus rostros serios, angulosos. Hubo uno que, incluso, llegó a hacer un comentario desagradable, pero ella hizo como si no lo hubiese oído; nada ni nadie podía estropearle ese día. En breve se reencontraría con Ramiro, estaría con él.
Se ahuecó el pelo en el baño y se puso un poco de carmín y colorete. Quería que Ramiro la viera guapa cuando se encontraran. Se iba a llevar una gran sorpresa. Solo tenía la dirección de su oficina, que venía impresa en el remite de la primera carta que le envió. ¿A qué hora saldría? ¿A las cinco o las seis?
Falda azul marino, zapatos negros, medias de nailon, camiseta blanca con escote comedido, una onda en el pelo. Remedios de pie en la acera, esperando que Ramiro saliera del trabajo para sorprenderlo y hablar con él. ¡Había hecho muchísimos kilómetros para estar a su lado! ¡Y llevaban casi tres meses sin verse! ¿La besaría cuando la viera? ¿Podría controlarse?
Nervios, presión, acelero, el sudor cayendo por su espalda mientras las horas pasaban y le rugía el estómago. No había comido nada desde que había llegado, solo el café. Su maleta de cartón en el suelo, apoyada entre sus piernas.
Estaba cansada y nerviosa.
Las cinco, las seis, las siete… ¿A qué hora saldría Ramiro?
El sol bajaba en el horizonte, mientras los coches pasaban por su lado y hacían sonar el claxon. Mujeres morenas, de pelo y piel, la observaban de lejos sin entender qué estaba haciendo, la analizaban, la juzgaban… ¿A qué se estaba exponiendo?
«Ramiro… ¿Dónde te metes?»
A las ocho y cuarto, el último hombre salió del edificio y cerró la puerta. Las luces de todas las plantas se apagaron. Remedios, cansada, agachó la cabeza y dejó escapar un suspiro que se estrelló contra sus doloridos pies. ¡No podía creer lo que estaba pasando! ¡Todo estaba saliendo mal! ¿Dónde estaba Ramiro? Se suponía que en esos momentos debería estar besándola y haciéndole el amor. ¡Aquello era muy distinto a lo que había soñado!
Agotada y rendida, la chica avanzó por la calle arrastrando la maleta hasta llegar a la primera pensión que encontró en su camino.
—¿Tiene dinero? —le preguntó desconfiado un señor obeso con aliento agrio—. Hay que pagar una semana por adelantado si te quieres quedar.
Remedios le explicó que solo sería una noche, que había llegado de Sevilla para reunirse con su novio y no había dado con él, pero que estaba segura de que al día siguiente lo encontraría y podría trasladarse a su casa.
El dueño de la hospedería la miró con sorna y escupió bajo la mesa como si su sola presencia le molestara.
—Es una semana por adelantado —repitió—. Si tienes dinero, te quedas, ¡y si no, te largas!
La joven, resignada, sacó su billetera y, ante la avariciosa mirada del hospedero, le tendió los billetes que le estaba pidiendo.
—¡Y una cosa más! —le gritó el hombre mientras subía agotada las cochambrosas escaleras que llegaban a la planta de arriba—. Si traes clientes a la pensión, no hagas mucho ruido. ¡Aquí hay gente decente descansando!