Читать книгу Vagos y maleantes - Ismael Lozano Latorre - Страница 20

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CATORCE

—Quiero un cartón de Krüger.

Acoydan, que estaba abstraído, lo miró extrañado, sin comprender lo que estaba diciendo.

—¡Que quiero un cartón de Krüger! —insistió.

El gerocultor, que había acudido a la habitación con intención de levantarlo y darle un paseo por el pasillo, estaba ayudándole a comer en la cama porque se había negado a salir.

—No diga boberías, don Manuel. ¿Cómo le voy a traer un cartón de Krüger? El tabaco está prohibido en la residencia.

El anciano, cabreado, cerró la boca impidiendo que le metiera la cuchara de puré.

—¡No sea crío, por favor! —le pidió Acoydan molesto—. Si no quiere salir, se queda en la cama, pero tiene que comer, a eso no puede negarse.

La lluvia golpeaba los cristales como si quisiera entrar en la habitación. Aquella mañana había amanecido lluviosa y las nubes habían oscurecido el cielo. Acoydan estaba absorto y preocupado: había dejado a Antía sola en su apartamento y no sabía cómo se la encontraría cuando volviera.

—¡Me rompiste el transistor! —le acusó el octogenario—. Y para compensarme, te estoy pidiendo que me traigas un cartón de Krüger. ¡No creo que esté pidiendo mucho!

Acoydan dejó la cuchara en el plato y cogió la servilleta para limpiarle los restos de puré que se le habían escurrido por la barbilla.

—Mire… —le advirtió molesto—. Hoy no estoy en mi mejor día, así que no me cabree más. ¡Tiene que comer! ¿Entiende? Si no quiere coger la cuchara, se la doy yo, pero no siga poniéndome a prueba, porque hoy no tengo ganas de historias.

El anciano, preocupado, lo observó. Estaba tenso, irritable, si continuaba con esa actitud dudaba mucho que durara una semana más en la residencia. Quería ayudarlo, el chico le caía bien y sabía que, con un poco de paciencia, se convertiría en un gran gerocultor, pero no le gustaba lo que había descubierto esa mañana.

—Encarna me contó que pediste que me quitaran de tu ronda —le informó, haciendo que Acoydan saliese de su ensimismamiento—. ¿Es verdad?

El chico, sorprendido, dejó lo que estaba haciendo y se sonrojó. Le desconcertaba que una conversación privada estuviera circulando por la residencia y hubiera acabado en los oídos del anciano. Le avergonzaba que supiese lo que pensaba de él.

—Sí, hablé con Mari Puri —confesó.

Don Manuel, decepcionado, le quitó la cuchara y comenzó a comer solo, no necesitaba oír nada más. En el fondo, esperaba que Acoydan le dijese que los cotilleos de la limpiadora eran mentira, pero era verdad, el chico había ido a hablar con la jefa de gerocultores para quejarse de él.

¡Estaba ofendido! No habían empezado con buen pie y habían tenido un enfrentamiento. ¡Pero ambos eran canarios! ¿Es que eso no significaba nada para él? Debían apoyarse porque los dos sabían lo duro que era estar lejos de casa.

—Hablé con ella y le dije que no habíamos conectado —le explicó.

El anciano, que comenzaba a cogerle cariño, se encogió de hombros y lo miró como si no lo comprendiera.

—¿Conectado? —le preguntó dudoso—. ¿Fue por la broma del otro día? ¿Cuándo te dije que me iba a empalmar?

Acoydan, recordando ese momento, se sonrojó y agachó la cabeza.

—Si es por eso, no tienes por qué preocuparte —continuó don Manuel a modo de disculpa—. Hace más de diez años que estoy muerto de la cintura para abajo, soy inofensivo.

Las manos del enfermero cogieron la servilleta y limpiaron las gotas que habían caído sobre la bandeja. No lo miraba. Aquella situación lo avergonzaba y no sabía cómo comportarse. Era como si le hubieran contado a su profesor el mote que le había puesto en el colegio y le estuviera pidiendo explicaciones.

—¿Eres homófobo? —le soltó de pronto, haciendo que el gerocultor dejara lo que estaba haciendo—. ¿Es eso? ¿No te gustan los gais?

Acoydan se separó de él y lo miró como si acabara de decir una monstruosidad.

—¡Yo no soy homófobo! —le cortó cabreado—. No tengo problema con los gais ¡Lo tengo con usted! La primera vez que lo vi intentó pegarme, y la segunda se burló de mí. ¡A mí me dan igual sus tendencias sexuales! Lo único que quiero es hacer mi trabajo. ¡Y usted no me deja! Así que haga el favor de dejar de hacerme sentir mal para que le traiga tabaco, porque no voy a incumplir las normas.

Don Manuel, que le gustaba que el chico sacara carácter, sonrió mostrando los huecos que había entre sus dientes.

—Úrsula me compraba el tabaco antes —le confesó—. Era ella la que me lo traía.

Su voz triste, cansada…

La persona que se lo prohibía, se lo suministraba a escondidas.

—Yo no recibo visitas —prosiguió—. No viene nadie a verme, y por eso no pueden traerme cosas de fuera, solo os tengo a vosotros. ¿Sabes?

Escucharle hablar así le hacía enternecerse y olvidarse de lo que había pasado.

—Sé que el tabaco no está permitido y Úrsula me reñía cada vez que me pillaba fumando, pero ella me lo traía porque sabía que nadie más lo podía hacer.

Acoydan, confuso, se encogió de hombros.

—¡Pero usted es asmático! —protestó—. El tabaco no le hace bien.

Don Manuel se incorporó en la cama y lo miró como hacía tiempo que nadie lo miraba.

—Tengo ochenta y dos años, paraplejia y alzhéimer —le explicó—. Ya nada me hace bien. Ni el tabaco ni las medicinas ¡Ni estos purés que me hacéis tomarme! No tengo nada, no tengo a nadie, y estoy esperando la muerte. ¿Tampoco voy a poder darme un capricho?

Acoydan cogió la manzana de su bandeja y comenzó a pelársela. Aunque sabía que el tabaco era perjudicial para la salud, comprendía que era lo único que el anciano podía permitirse dadas las circunstancias. Era su obsesión, su acto de rebeldía.

—Lo comprendo… —trató de explicarle mientras partía la fruta en trozos pequeños para que los pudiera morder—. Pero también debe entenderme usted a mí… Estoy en prácticas… No puedo saltarme las normas… Si me pillan, me expulsarán, y este trabajo es muy importante para mí.

El octogenario, que hasta ese momento había permanecido tranquilo, giró la cabeza y puso los ojos en blanco como si lo que acababa de decirle le hubiera decepcionado.

—¡Lo que pensaba! —refunfuñó—. Aunque sabes que es lo correcto, no te atreves… ¡Te faltan pelotas! ¡A los de vuestra generación parece que os han hecho de mantequilla!

De mantequilla… De mantequilla… Te faltan pelotas…

Era la segunda vez que se lo decían en el día… Esa misma mañana había discutido con Antía y la chica le había dicho lo mismo. ¡Que no tenía agallas! El joven pensaba que su novia estaba actuando mal y debía llamar a sus padres, y ella le había contestado que lo que sucedía es que él era un cobarde incapaz de quebrantar las normas. ¿De verdad era esa la imagen que proyectaba? ¿La de un pusilánime?

Acoydan era tímido, indeciso, inseguro… ¡Pero no era gallina! Le daba miedo equivocarse. ¡Y que le suspendieran las prácticas! Pero eso no significaba que no tuviera coraje suficiente para hacer lo que pensaba que era correcto.

Uno, dos, tres…

Tener agallas… Fuerza… Valentía.

—¡Si quiere un cartón de Krüger, se lo traeré! —exclamó de pronto, sin creerse ni él mismo lo que estaba escuchando—. Pero a cambio, debe prometerme que me hará caso siempre.

Don Manuel, con su camisa manchada de puré, sonrió y dejó al descubierto sus amarillentos dientes.

—Lo prometo —le contestó, aunque sabía que no iba a cumplirlo.

Acoydan, satisfecho, sonrió.

—¡Y no vuelva a llamarme cobarde, porque no lo soy! ¡Ni cobarde ni homófobo! ¿Entendido?

Y el anciano, sorprendido, asintió y no pudo reprimir la carcajada.

Vagos y maleantes

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