Читать книгу Vagos y maleantes - Ismael Lozano Latorre - Страница 19
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Cuando abrió la puerta la encontró con la ropa empapada, el pelo chorreando y los ojos azules cubiertos de lágrimas. Lejos y cerca a la vez, con una expresión en su rostro a la que no le tenía acostumbrado. Antía era fuerte, valiente y en esos momentos parecía la chica más débil y vulnerable que había visto en su vida, un pájaro herido, un gorrión que se había caído de su nido y necesitaba ayuda para volar.
—¿Antía, qué ocurre? —la interrogó alarmado—. ¿Estás bien? —Y ella asintió con la cabeza intentando tranquilizarlo, pero la pena se apoderó de su pecho impidiéndole respirar.
Desolación.
Desespero.
La amaba. ¡Dios sabía cuánto la amaba! Y al verla tan pérdida no pudo evitar rodearla con sus brazos y dejar que la joven se derrumbara. No sabía qué sucedía, pero no le importaba, lo único que deseaba en ese momento era tranquilizarla y hacerla sentir mejor.
—Te quiero —le susurró al oído, y ella sonrió. Sonrió con la sonrisa que le puso el día que se conocieron, y él se derritió.
—Yo también —le contestó limpiándose la nariz con un pañuelo de papel—. ¿Puedo pasar?
El chico, sorprendido de que aún siguieran en la puerta, asintió sin saber qué significaba realmente su pregunta, porque de pronto descubrió la maleta y entendió el alcance real. No le estaba pidiendo permiso para entrar en el salón, sino para quedarse en su casa.
Antía se cambió de ropa en la habitación, mientras él le preparaba una taza de té. Seguía deprimida, pero estar con él la reconfortaba, la hacía sentirse más segura, y en esos momentos, la seguridad era lo que más le faltaba.
—¿Qué ha ocurrido, Antía? —le preguntó el joven preocupado mientras le servía la taza con la infusión humeante.
La chica, abrumada, le esquivó la mirada y cogió la bebida que él acababa de prepararle.
—He discutido con mis padres —confesó—. Anoche tuvimos una pelea muy gorda y me he ido de casa.
Problemas…
—Pero… —comenzó a articular su novio como si no la hubiera comprendido—. ¿Qué quieres decir con eso?
La maleta en medio del salón, los ojos azules de la chica observándolo, y el joven paralizado, sin asimilar lo que estaba sucediendo.
—Ya te lo he dicho… —le explicó molesta—. He discutido con ellos y me he largado. No pienso volver a esa casa nunca más.
Ojos llorosos, labio mordido, las mejillas de Antía estaban sonrojadas y su ropa mojada en la cesta de la ropa sucia.
El joven, agobiado, la miró sin comprenderla.
—¿Y qué vas a hacer? —le preguntó como si la respuesta no fuese evidente.
Antía, que acababa de darle el primer sorbo al té, se irguió en la silla alerta.
—Pensaba quedarme aquí —le explicó dolida—. Pero si no te parece bien, me voy —continuó haciendo ademán de levantarse, pero él la cortó.
—¡No! —la espetó—. No te estoy diciendo eso… Mi casa es tu casa… ¡Eso ya lo sabes! Solo te preguntaba si lo has pensado bien. Decisiones así no deben tomarse en caliente. ¿Estás segura de que no te has precipitado?
La joven, apenada, agachó la mirada y dejó que las lágrimas invadieran su rostro. Seguridad, eso era lo que le faltaba en ese momento.
—No sé —confesó.
Silencio.
El chico, conmovido, se sentó a su lado y la rodeó con sus brazos. El perfume de su cabello le embriagó, la quería tanto que era incapaz de negarle nada.
—¿Me puedes hacer un favor? —le preguntó la chica como si fuese importante.
El joven, desconcertado, la miró. Ella siempre lograba hacerle sentir así, agitado y perdido, siempre iba mil pasos por delante de él.
—Claro, lo que quieras —le respondió, y ella se pegó a su cuerpo esperando que la arropara.
—Pues abrázame… Abrázame y no me hagas más preguntas… Hoy no, por favor… Hoy solamente, limítate a quererme.