Читать книгу Vagos y maleantes - Ismael Lozano Latorre - Страница 10

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CUATRO

Remedios no sabía que aquel martes, 3 de abril, iba a cambiarle la vida. Había salido de trabajar a las cinco y cuarto y se había puesto un vestido azul que su prima Encarna le había hecho imitando uno que llevaba Sara Montiel en una de sus últimas películas.

Estaba muy guapa. La joven se había ahuecado el pelo y se había puesto unas gotas de perfume en la nuca, sus labios pintados de rojo le sonreían al mirarse al espejo.

—Pareces una actriz de Hollywood —se piropeó coqueta—. Esta tarde a Ramiro se le va a caer la baba.

Remedios estaba enamorada y para ella su novio era la esencia de su vida. Llevaban dos años viéndose a escondidas y al pensar en él se estremecía de los pies a la cabeza. Aunque vivía un amor prohibido, se emocionaba soñando con un futuro en común, un futuro que no tendrían pero que ella anhelaba por encima de todas las cosas.

—Me gustaría casarme de blanco en la Macarena —le había confesado a su prima aquella mañana—. Tú podrías hacerme el vestido y quizá también el traje de él. Seríamos los novios más guapos que haya visto jamás Sevilla. Todo el mundo acudiría a vernos y mi velo sería el más largo que se haya hecho jamás. ¿No te haría ilusión coserlo?

Encarna la miraba con ternura y tristeza a la vez.

—¡Estás loca, Remedios! —le reñía intentando que pusiera los pies en la tierra—. Confórmate con lo que tienes, que ya es mucho más de lo que pensabas que ibas a tener.

Remedios suspiraba y se dejaba querer.

—Lo sé,—musitaba—. Pero permíteme, aunque sea, hacerlo realidad en mis sueños.

Ramiro la esperaba, como cada tarde, en el callejón que había detrás de la tienda. Vestía un pantalón gris y una camisa blanca con varios botones desabrochados. El chico era fuerte, robusto, atractivo, con una nariz prominente, más grande de la cuenta, que le daba un aspecto misterioso y tierno a la vez. Al verla llegar, hizo un mohín de disgusto con la cara y tiró al suelo la colilla del cigarro que se estaba fumando.

—Siempre llegas tarde —la reprendió malhumorado, y ella, divertida, sonrió como si aquella protesta formara parte de su protocolo diario.

—Las señoritas siempre tardamos más —se disculpó, y él le indicó con la cabeza que lo siguiera porque se estaban retrasando.

Ramiro comenzó a andar y ella caminó varios metros detrás de él. Nunca paseaban juntos ni la cogía de la mano, siempre actuaban igual, el mismo juego, las mismas reglas, callejones oscuros por donde no pasaba nadie, solo ellos, una pareja que vivía en las sombras porque nadie debía averiguar que estaban juntos.

—Algún día me gustaría ir al cine contigo —había comentado la chica una tarde después de hacer el amor, y Ramiro, horrorizado, se había levantado de la cama bruscamente y puesto la camiseta.

—¿Estás loca? —le preguntó escandalizado—. ¿Es que quieres que nos tiren piedras?

Remedios agachó la cabeza avergonzada y tapó su cuerpo con las sábanas.

—No te estaba pidiendo hacerlo —le explicó entristecida—. Solo comentaba que sería bonito poder hacer cosas normales contigo.

Ramiro, dándose cuenta de que su reacción exagerada había sido una metedura de pata, se acercó a la cama y acarició su mejilla con ternura.

—Sabes que no podemos hacerlo —le contestó—. Pero si pudiéramos yo te llevaría de la mano hasta la puerta del cine y te comería a besos delante del revisor.

Remedios, divertida, se sonrojó de los pies a la cabeza.

—Te quiero —le confesó enternecida, y él la miró como solo sus ojos sabían mirarla, viéndola a ella más allá de su piel.

—Y yo a ti —le contestó.

Ramiro entró en el edificio primero y ella quince minutos después. Los zapatos de tacón le apretaban y se le había hecho una carrera en la media.

—¡Mierda! —masculló.

El portal era oscuro y olía a bolitas de alcanfor. Remedios tocó con su mano la pared para buscar el interruptor. Un zumbido pequeño, después dos. La bombilla del techo encendiéndose y la anciana del primero B apareciendo por las escaleras y mirándola con asco y odio a la vez.

—No hables con ella —le había pedido Ramiro la primera vez que visitaron el edificio—. Si te cruzas con la vecina, intenta ignorarla y pasar desapercibida. Era amiga de mi abuela y es muy cotilla. Nadie puede saber que venimos aquí.

La anciana, con su rebeca de lana y ojos febriles, levantó su dedo tembloroso y la señaló como si hubiese visto a un fantasma, abrió la boca para decir algo, pero Remedios no la escuchó, agachó la cabeza y avanzó por el pasillo lo más rápido que pudo, actuó como si lo que acababa de pasar no hubiese sucedido, aquella señora desequilibrada no estaba allí.

—Remedios, ¿estás bien? —le preguntó Ramiro al abrir la puerta.

La mujer, con labios temblorosos, asintió con la cabeza, aunque no podía sonreír.

—Sí, estoy bien —le contestó—. Es solo que me he encontrado a la loca en el portal.

El rictus de Ramiro se tensó.

—No le hagas caso —le pidió—. Ya sabes que no le gusta que nadie entre en el edificio. Desde que murió mi abuela es la única que vive en el bloque y piensa que es suyo.

—Quizá deberíamos buscar otro sitio para vernos —propuso Remedios asustada—. Este piso cada vez es menos seguro y en el almacén de mis padres podríamos quedar.

Ramiro, que todavía no se había quitado la ropa, miró al suelo afligido y negó con la cabeza. Estaba muy raro, su rostro preocupado escondía una noticia que no se había atrevido a compartir.

—Remedios… en realidad… yo quería hablar contigo.

Un escalofrío recorrió su cuerpo.

Remedios se había levantado aquella mañana con un mal presentimiento: aquel 3 de abril iba a cambiarle la vida y algo le decía que no iba a ser bueno.

El oxígeno faltándole.

Su velo, el velo de su traje de novia elevándose en el cielo más allá del campanario de la basílica de la Macarena, arroz cayendo al suelo y lágrimas también.

El río Guadalquivir mirándola, observándola.

Raro, Ramiro estaba raro. Lo había notado desde que se habían encontrado en el callejón. No había habido un roce ni una caricia, solamente había torcido el cuello y le había pedido que lo siguiera, ni siquiera la había piropeado por su vestido nuevo y eso que ella se había pasado treinta minutos frente al espejo poniéndose guapa para él.

—¿Qué ocurre, Ramiro? —lo interrogó angustiada—. Me estás asustando.

El apartamento a oscuras, las cortinas cerradas y las persianas también, la cama donde solían hacer el amor con las sábanas revueltas. El chico agachando la mirada y observando la puntera desgastada de sus zapatos.

—Me trasladan a Canarias —se limitó a decir.

Remedios, sobrecogida, se encogió de hombros como si no lo comprendiera.

Canarias… Ella no había terminado la escuela y no sabía exactamente dónde estaban ubicadas las islas, pero eso sonaba demasiado lejos.

—¿Canarias? —repitió aterrada.

Ramiro, agachó la cabeza y dejó que ella se acercara.

—¡¿Cuándo te vas?!

Los ojos del chico tristes, marchitos.

—El miércoles que viene.

Temblor en las piernas, en el alma.

El velo cruzando el río, surcando los montes, perdiéndose en el horizonte.

Se va… Se va… Ramiro se iba…

El tiempo paralizándose mientras su corazón se resquebrajaba, lo escuchaba crujir perfectamente, primero una grieta, después dos, pequeñas hendiduras se apoderaban de sus entrañas hasta dejarlo reducido a cenizas.

No podía ver, no podía respirar. Sus pulmones se encharcaban de miedo y tristeza.

Se va… Se va… Ramiro se iba…

El chico observándola, sus manos ásperas acercándose y buscando las de ella. Iba a hablar, estaba moviendo la boca, aunque ella no podía escucharlo, iba a decir algo importante, tenía que concentrarse.

—¿Te vendrías conmigo?

Esa pregunta, esa simple pregunta saliendo de sus labios hizo que sus ojos se inundaran y gritara de felicidad.

—¡Sí! ¡Sí! —chilló entusiasmada, aunque no tenía ni idea de dónde sacarían el dinero para pagar su pasaje.

Vagos y maleantes

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