Читать книгу Vagos y maleantes - Ismael Lozano Latorre - Страница 7
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Sentado en una silla de ruedas junto a la ventana, con un cigarro en la mano y una bolsa para la orina entre las piernas, miraba por la ventana y contemplaba el sol, pero el paisaje volcánico que veía desde su casa había desaparecido, ahora solo había un patio interior con una fuente seca rodeada de ancianos marchitos.
Una calada al cigarro, dos, tres… Aspirar el humo y expulsarlo lentamente, disfrutar del sabor del alquitrán, mientras la nicotina recorría sus terminaciones nerviosas.
El pañal le apretaba y le dolían las piernas, los pies habían empezado a hinchársele y deseaba ponerlos en alto, pero no podía, los tenía colgando en la silla, los miraba con sus zapatillas de paño y calcetines de lana y parecía que no eran suyos, que no le pertenecían.
Hacía calor, la calefacción estaba demasiado alta o quizá había vuelto a subirle la fiebre.
—Bendito veneno —susurró inhalando humo mientras un golpe de tos lo sacaba de sus ensoñaciones.
Al anciano le gustaba quebrantar las normas, cumplir las pautas que marcaban las gerocultoras, lo aburría. Él no había llegado a los ochenta para portarse bien, ya lo había hecho demasiados años, había sido sumiso, obediente, y ahora que el tiempo se agotaba, quería disfrutar, y ese era uno de los pocos placeres que todavía podía permitirse.
—¡Don Manuel! ¿Otra vez fumando? —le riñó una voz conocida desde la puerta—. ¿Cuántas veces tengo que decirle que aquí no se puede fumar? El tabaco mata ¿Es que quiere que le dé otro ataque de asma?
El anciano, azorado, apagó el cigarrillo en el marco de la ventana y lanzó la colilla al patio. Había tenido suerte, era Encarna; si llega a sorprenderle Úrsula, otro gallo habría cantado.
—No estaba fumando —mintió, y la mujer, divertida, entró en la habitación agitando la mano como si tuviese que apartar el humo para pasar.
—¡No me haga regañarle, don Manuel! ¡Que ya no es un crío! —le pidió—. El tabaco no le hace bien a nadie ¡Y menos a usted! ¿Es que quiere que me chive a las «gero»?
Encarna era pelirroja y de caderas anchas. Todas las mañanas iba a su habitación a vaciarle la papelera y repasar el baño. Pasaba poco tiempo con él, pero una vez a la semana limpiaba el cuarto a fondo y disponían de tiempo suficiente para bromear. A ella le gustaba su compañía, decía que don Manuel tenía la sabiduría de las personas que habían vivido demasiado.
—No se lo digas a Úrsula, por favor —le suplicó el anciano preocupado, y ella, pícaramente, le golpeó el hombro con la bayeta para que supiera que estaba bromeando.
—No me chivo, a cambio de que me confiese quién le vende los cigarrillos —le propuso la mujer, y él negó con la cabeza.
—Soy una tumba —le contestó—. Tengo demasiados enemigos en esta residencia como para quedarme sin aliados.
Encarna vació el contenido de la papelera en una bolsa grande de basura y puso una nueva. Sus ojos castaños lo observaban y sintió que el anciano estaba más pálido que de costumbre, que se estaba apagando. Había visto aquello más veces y sabía cómo acababa, pero en este caso sentía que su partida le iba a afectar más de la cuenta.
—De todos modos —le informó la mujer—, ya no tiene que temer por Úrsula; no le va a reñir más.
Manuel, extrañado, movió las ruedas de su silla con las manos para aproximarse a ella.
—¿Y eso? —le preguntó preocupado.
—La han llamado del Hospital General y le han hecho un contrato de seis meses. Dudo mucho que vuelva.
El anciano, sorprendido, negó con la cabeza.
—¡No puedes ser! —exclamó.
Encarna dejó lo que estaba haciendo y lo miró con extrañeza.
—¿No pasó por aquí para despedirse? —le preguntó.
Manuel, apesadumbrado, desvió la mirada al suelo.
—No.
La limpiadora, entristecida, intentó disculparla.
—Seguro que se le olvidó —le explicó—. La pobre… Tendrías que haber visto cómo lloraba al despedirse de las chicas en el cuarto de gerocultores… Pero va a estar mejor allí… Se gana más dinero y los turnos son mejores. Es lo que ella quería. Cuando venga a visitarnos seguro que se despide de usted como se merece.
—¿No dijo nada sobre mí? —insistió el anciano compungido.
Encarna, intrigada, negó con la cabeza.
El juramento, el juramento… Aquello era importante para él… ¿Cómo se había ido sin decirle nada?
El anciano, decepcionado, suspiró. Se alegraba por Úrsula, era una chica amable, lista y válida, se lo merecía y era un reconocimiento justo, pero la gerocultora y él habían hecho un pacto, ella le había prometido que lo ayudaría si se portaba bien. ¡Y él había cumplido su parte! ¿Tan poco significaba para ella?
—¿Quién va a ocuparse ahora de mí? —preguntó contrariado.
Encarna, que a veces parecía de la oficina de información en vez de la encargada de limpieza, se acercó a él y lo miró como si estuviera deseando hablar del tema.
—Un chico nuevo —le explicó—. ¡Empezó ayer! Tiene veinticuatro años y un nombre raro. ¡Es de fuera! Creo que de tu tierra —continuó—. Y al parecer, es la primera vez que trabaja en una residencia. Mari Puri dice que se le ve un poco alelado, pero seguro que es solo al principio. Todos llegan bastante verdes y les cuesta al comenzar. ¿No te acuerdas de Andrea? La pobre lloraba todas las tardes agobiada en el baño.
Andrea… Había pasado tanta gente por allí en esos años que a él le costaba recordar sus nombres.
—Pero estoy segura de que a ti te va a gustar —vaticinó.
—¿Y eso? —le preguntó Manuel desconcertado.
Encarna, haciéndose la interesante, se paseó por la habitación moviendo descaradamente las caderas e hizo una pausa antes de continuar.
—Porque el chico es un bombón —le confesó.
Manuel, con el sabor de la nicotina todavía reposando en sus labios, rio en voz baja como si le pesaran los bronquios.
—¡No digas boberías! —protestó divertido—. ¿De verdad piensas que a mi edad me interesan los chicos guapos?
Y Encarna, sin dejar de pavonearse por el cuarto, le sacó la lengua y guiñó un ojo.
—Si algo he aprendido en este trabajo es que a todos, con independencia de la edad que tengamos, nos encanta alegrarnos la vista.