Читать книгу Vagos y maleantes - Ismael Lozano Latorre - Страница 13
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–Alzhéimer.
El doctor había pronunciado esa palabra lentamente, como si al articular cada una de las sílabas se hubieran enredado en sus labios, pero el anciano no reaccionó, se limitó a encogerse de hombros y asentir con la cabeza como si estuviera acostumbrado a que todas las desgracias del mundo se cebaran con él y ya solo pudiera resignarse.
—¿Se encuentra bien, don Manuel? —le preguntó el médico preocupado ante la ausencia de respuestas.
El paciente, observando a aquel doctor de treinta y pocos años que podría ser su nieto, sonrió para dejar al descubierto una amarillenta dentadura donde faltaban algunas piezas.
—Sí, estoy bien —le contestó—. Con ochenta y dos años, cuando vas al médico no esperas nunca buenas noticias. Solo tengo que mirarme al espejo para saber que estoy más cerca del otro barrio que de aquí, pero no esperaba que la cabeza también empezara a fallarme. Por ahora era lo único que se mantenía intacto.
El doctor, enternecido con la naturalidad con la que don Manuel se había tomado la noticia, sonrió.
—No debe asustarse, señor Artiles —continuó intentando ser lo más amable posible—. Está en la etapa inicial y con un tratamiento y ejercicios adecuados se puede ralentizar el avance de la enfermedad. ¿Sabe en qué consiste?
Don Manuel, sin estar muy seguro, negó con la cabeza.
—Una de cada diez personas mayores de sesenta y cinco años padece alzhéimer —prosiguió el médico como si comentar que es un mal de muchos pudiese hacerle sentir mejor—. Es una dolencia cuya principal consecuencia es la pérdida de células nerviosas del cerebro, lo que provoca problemas de memoria. El enfermo va olvidando sus recuerdos y, en la fase final del proceso, ignora su propia identidad y llega incluso a perder el lenguaje y a no reconocer su entorno.
Tranquilizador, lo que se dice tranquilizador, no estaba siendo el discurso.
—Pero esto no tiene por qué suceder… —se apresuró a decir el médico al ver cómo su rostro se contraía y se ponía tenso—. Afortunadamente, hemos pillado la enfermedad a tiempo y, aunque es un proceso degenerativo y la pérdida de células nerviosas es irreversible, se puede conseguir, con el tratamiento adecuado, que la enfermedad avance lentamente.
Lentamente… Acercarse despacio al barranco del olvido… Una mancha negra, oscura, profunda… ¿En eso iba a convertirse su memoria?
—¿De cuánto tiempo estamos hablando? —le preguntó asustado.
El doctor, observándolo con sus ojos grises a través de la montura plateada de sus gafas, asintió como si fuese una buena pregunta.
—La enfermedad suele durar entre siete y quince años, pero depende del paciente.
Olvidar.
Había muchas cosas que prefería olvidar, pero otras en cambio le aterraba que se borraran. Cuando uno llega a cierta edad, lo único que le quedan son sus recuerdos ¿También iban a arrebatarle eso?
La sonrisa de Lorenzo flotando por la habitación… No quería olvidarlo… Quería retenerlo en su pecho para siempre y que nada ni nadie lo separase de él.
—Un hombre sin memoria no es nada —comentó en voz baja, y el doctor lo miró sin saber qué responder.