Читать книгу Vagos y maleantes - Ismael Lozano Latorre - Страница 5
ОглавлениеPRÓLOGO
Ella sabía que la iba a matar, que tarde o temprano aquel juego macabro se le escaparía de las manos y acabaría con su vida. Lo tenía asumido: iba a morir y no podía hacer nada para evitarlo, solo llorar y suplicarle que la dejara tranquila, pero aquel malnacido no la iba a olvidar, estaba dolido, enamorado y pensaba que ella le pertenecía.
—Suéltame, por favor —le rogaba, pero sus garras enfermizas la sujetaban y le ponían las cadenas.
Presa, indefensa, cautiva, encerrada en esa habitación sin poder escapar. No importaba que gritara o golpeara la puerta. Aunque la oyeran, nadie la ayudaría. Ella no era nadie, no era nada, y sus intentos de resistirse solo lo excitaban más. Aquel ser demoniaco disfrutaba con su sufrimiento, y con el tiempo aprendió que lo único que podía hacer para sobrevivir era someterse y dejar que hiciese con ella lo que quisiera.
Al maniaco le gustaba atarla y arrastrarla de los pelos. A veces se divertía poniéndole una soga en el cuello, ahorcándola y viendo cuánto tiempo aguantaba sin respirar; otras veces simplemente la violaba, la penetraba con su sexo o con cualquier objeto oxidado que encontrara en el lugar. Todo valía, todo estaba permitido. Ella lloraba, mientras al otro lado de la puerta, la vida continuaba sin inmutarse, aunque sabían lo que estaba sucediendo.
—Eres mía —le susurraba al oído, poniéndole la punta de una navaja en el cuello—. Eres mía, me perteneces y puedo hacer contigo lo que quiera.
Las sesiones podían durar una hora, dos o tres, dependiendo de lo sádico que el hombre se sintiera en ese momento. A veces, acudía a buscarla una vez al mes, otras veces, al trimestre, y en ocasiones esporádicas regresaba varias veces a la semana. Ella nunca sabía cuándo volvería y la arrastrarían a esa celda.
—Eres una zorra desagradecida y esto es lo que te mereces.
Llorar, llorar y doblegarse tragándose sus lágrimas. Cerrar los ojos y desear que todo acabara. Permitirle que le pegara, que la insultara, que la humillara, que la quemara con cigarrillos en el pecho y en las nalgas.
Sus visitas siempre terminaban igual: el hombre eyaculaba en su cara ensangrentada y pedía que fueran a recogerla; ella se quedaba inmóvil, sin respirar, acurrucada en una esquina como una rata asustada; los funcionarios entraban en la habitación y la tendían en la camilla.
—Ya ha terminado, ya ha terminado… —le decían para tranquilizarla, y ella los maldecía en voz baja por permitir que aquello pasara.
Ella sabía que la iba a matar, que tarde o temprano aquel juego macabro se le escaparía de las manos y acabaría con su vida.
Ella sabía que iba a morir, pero hacía años que la vida le daba más miedo que la muerte.