Читать книгу Vagos y maleantes - Ismael Lozano Latorre - Страница 12
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Era una tarde fría de finales de octubre en la que las hojas de los árboles se habían teñido de amarillo y luchaban por no caerse de las ramas. Antía y sus padres habían comprado un picnic en la Quinta Avenida y se dirigieron a Central Park aprovechando los primeros rayos de sol que se escapaban de las nubes.
—Es por la falta de luz —le había explicado su padre—. En otoño, los días son más cortos y cambia la producción de pigmentos de las hojas, por eso adquieren esas tonalidades…
Antía, sentada en una bolsa sobre el césped, lo miraba llena de admiración. Le encantaba escuchar a su padre. A veces pensaba que era el hombre más inteligente de la Tierra.
—Ten cuidado, cariño —le pidió su madre—. Intenta no salirte de la bolsa de plástico, que te vas a manchar el pantalón vaquero.
A su madre no le gustaba el campo ni la hierba. Cuando su marido había sugerido comer en el parque se había quejado porque decía que si la hubieran avisado con tiempo habría traído un mantel y se habría vestido más adecuadamente para la ocasión. Caminar con tacones por Sheep Meadow no era fácil, los zapatos se hundían y la hacían sentirse fuera de lugar, pero Antía se divertía y eso compensaba cualquier sufrimiento.
—… las hojas se vuelven amarillas cuando desaparece la clorofila —prosiguió don Ignacio—. Marrones cuando lo hacen los carotenoides, y las antocianinas tienen la culpa de los tonos rojizos…
Pan de centeno, fruta, coca cola light, varias piezas de sushi y ensalada de pasta.
Los rascacielos asomándose sobre las copas de los árboles como si quisieran escapar del bullicio de la ciudad y sumergirse en aquel refugio bucólico donde las familias se reunían y los niños corrían felices.
—…pero también influyen otros factores como la humedad, la temperatura y las condiciones del suelo en otoño.
El sonido de un claxon la hizo regresar al presente. El imán de la nevera, con el que les había dejado el mensaje, la había hecho viajar en el tiempo.
«Estaré bien, no os preocupéis».
La maleta de ruedas, la luz verde del taxi y el conductor bajándose del vehículo para abrir el portaequipaje ¿Había cogido suficiente dinero?
Central Park, Nueva York, las conversaciones con su padre…
Antía se montó en el coche con lágrimas en los ojos. Aunque intentaba aparentar que estaba bien, no lo conseguía. Sabía que iba a echarlos mucho de menos, que su madre iba a morirse de preocupación esa noche cuando llegara a casa y ella no estuviera.
—¿Se encuentra bien, señorita? —le preguntó el taxista.
Y ella asintió con la cabeza.
—Es por la falta de luz —respondió—. Cambian los colores de las hojas y me pone triste.