Читать книгу Vagos y maleantes - Ismael Lozano Latorre - Страница 27

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VEINTIUNO

—Reconózcame que el patio tampoco está mal.

Don Manuel, que intentaba agacharse el flequillo con saliva, miró hacia arriba y puso los ojos en blanco en señal de protesta.

—He estado en sitios mejores —le contestó aburrido—. Y aquí no se puede fumar.

Acoydan, empujando la silla de ruedas, buscó un rincón donde los rayos del sol se escapaban de los muros de hormigón. La fuente del centro estaba apagada y dos gorriones famélicos bebían del charco que se había formado en el fondo de la misma. Hacía frío. Debería haber cogido la rebeca del anciano y ponérsela antes de salir a pasear.

—¿Le traigo una manta? —le ofreció solícito al octogenario, y don Manuel negó con la cabeza.

—Preferiría una botella de ron.

Un anciano de unos setenta años se acercó a ellos y saludó a don Manuel con su bastón. No intercambiaron palabras, solo sonidos, y Acoydan sonrió al darse cuenta de que la residencia no era muy diferente al patio de un instituto.

—¿No tiene amigos aquí? —le preguntó, rompiendo la quietud del momento.

Don Manuel, que estaba buscando en el bolsillo de su pantalón el paquete de tabaco, se encogió de hombros y negó con la cabeza, como si lo que acabara de preguntar fuera muy obvio.

—¿Amigos? ¿Para qué? —le contestó.

—No sé… —le respondió Acoydan confuso—. Los amigos son necesarios, te ayudan a distraerte y te apoyan cuando te sientes mal.

El octogenario sonrió con tristeza, como si lo que acabara de decir el chico fuese una estupidez.

—El mejor amigo que puedes tener en la vida eres tú mismo —le respondió con franqueza—. A ese es el que debes aprender a amar y respetar. Si lo consigues, jamás necesitarás a nadie más.

El gerocultor, que se negaba a aceptar una filosofía tan deprimente, se encogió de hombros y volvió a preguntar.

—¿Usted nunca tuvo un mejor amigo? —le interrogó desconcertado.

El anciano, echando la vista atrás, sonrió con amargura.

—No, en mi caso no fue amigo, sino amiga.

Brillo en los ojos. Al hablar de ella, el rostro de don Manuel se dulcificó y se llenó de destellos.

—¿Cómo se llamaba? —le preguntó Acoydan curioso.

El octogenario, agarrando el reposabrazos de su silla de ruedas con las manos, miró al cielo como si la estuviera saludando.

—Remedios —contestó—. Se llamaba Remedios, y gracias a ella estoy ahora aquí.

El olor de la comida que la cocinera había preparado para el almuerzo llegando hasta el patio, uno de los gorriones que bebía agua en la fuente alzando el vuelo y el otro saliendo detrás de él. El anciano del bastón sentándose en un banco y mirando distraído un mensaje en su teléfono móvil.

—¿Qué hizo su amiga por usted? —insistió el gerocultor sin saber que se estaba metiendo en recuerdos dolorosos.

Don Manuel se encogió de hombros y sonrió con tristeza.

—Dio su vida por mí —contestó, y Acoydan se dio cuenta de que no era momento de hacer más preguntas.

Vagos y maleantes

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