Читать книгу Vagos y maleantes - Ismael Lozano Latorre - Страница 28
ОглавлениеVEINTIDÓS
Doña Agustina era jueza en el Tribunal Superior de Justicia, tenía cuarenta y siete años y había llegado a lo más alto que se podía llegar en su profesión. Había roto las previsiones, sacado la cabeza por encima del techo de cristal y reventado las estadísticas. Su carrera profesional la había encumbrado, era famosa, íntegra y respetable, un ejemplo a seguir para futuras generaciones de mujeres que luchaban por la equidad, una heroína para todas menos para Antía, que solía criticarla.
—¡Eres una esnob, mamá! —la acusaba cuando hacía algún comentario fuera de lo normal, y la señora, sin inmutarse, negaba con la cabeza.
—Te equivocas, cariño, no lo soy, lo que ocurre es que, por desgracia, tengo más experiencia que la mayoría de las personas en hechos desagradables.
Juzgar, estudiar y emitir veredictos, tanto en el juzgado como en su vida personal. Doña Agustina era una experta; sacaba sus propias conclusiones y las consideraba una verdad universal.
La mujer, cuando debatían en familia, defendía que había tres tipos de individuos, los que ella clasificaba como A, B y C, siendo el mejor el A y el peor el C, y por políticamente incorrecto que pareciera, el pertenecer a uno u otro grupo dependía, exclusivamente, del estatus económico de la persona y de su nivel de estudios.
—¿Estás diciendo que los pobres son más peligrosos que los ricos? —le preguntó su hija indignada una mañana, sin salir de su asombro.
Doña Agustina, que estaba tomándose su tercera taza de té, levantó el dedo índice con suavidad y asintió con la cabeza.
—No he dicho eso, cariño —aclaró—. Lo que estoy tratando de explicarte es que la gente con menos recursos económicos tiene más probabilidades de cometer ciertos tipos de delitos que los adinerados, porque tienen más motivaciones para hacerlo que la gente de estatus social alto.
Antía, que era totalmente contraria a la filosofía que intentaban inculcarle sus padres, agachó la cabeza y se mordió el labio.
—¡Eso es una estupidez! —protestó—. No se puede generalizar, y menos en algo así. ¿Estás diciendo que los ricos son mejores personas?
La mujer, que acababa de darle el último sorbo a su infusión, dejó la taza sobre la mesa sin inmutarse.
—No estoy diciendo eso, solamente que, puestos a elegir un grupo de amigos, si escoges gente de nuestro entorno, puedes evitar verte envuelta en situaciones desagradables.
Antía, que no podía creer lo que estaba oyendo, se levantó de la mesa y puso los brazos en jarra.
—¡¿Todo esto es por mis amigos?! —explotó fuera de sí—. ¿En serio?
Doña Agustina, que sabía que cuando su hija estallaba no dejaba títere con cabeza, decidió recular para que el sábado no se tiñera de tragedia.
—No cariño, no hablo de nadie en particular —le respondió intentando sonar sincera—. Solo estábamos comentando las noticias.
Antía, que sabía cuándo su madre mentía, resopló e intentó tranquilizarse.
—Es mi vida, mamá… ¿Comprendes? Sé que no te gusta Esmeralda y el resto de mis amigos, ¡pero eso no es asunto tuyo! A mis amigos los elijo yo, y te puedo asegurar que me caen mucho mejor que los presuntuosos del club de hípica.Hípica, ballet, piano… una larga serie de actividades extraescolares en las que su madre la había obligado a participar y en las que ella no había encajado. ¡Antía quería ser periodista! ¡Escritora! Y para eso debía pertenecer al mundo real, no a esa élite encorsetada de mamarrachos que hablaban sin mover los labios.
—Estás renunciando a círculos a los que todo el mundo no tiene acceso y espero que algún día no tengas que arrepentirte de ello —le dijo su madre para terminar—. Me acusas de esnob por juzgar a tus amigos y lo único que trato de hacerte entender es que tú haces exactamente lo mismo. No se puede juzgar a la gente por lo que tiene, estoy de acuerdo, pero deberías aplicarlo en ambas direcciones.