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Cuatro

En los dibujos su proyecto había quedado menos claro de lo previsto. El albañil que fue a verlo al hotel por recomendación de la doméstica descifró los papeles con los ojos hechos una sola línea, y borró trazos y esquemas hasta que el plano fue lo que debía. La casa iba a ser de dos plantas, con una alberca grande en el patio y un jardín exterior que la rodearía por completo. Afuera, después del jardín, construiría una verja de rocas y sembraría palmeras. El albañil se comprometió a hacer los cálculos de tal manera que Brodel supiera cuánto le costaría.

—Sepa, de todos modos, que no será barato —explicó el viejo constructor, cuya piel correosa parecía hecha para un sol más bravo que el de esas tierras y cuyo bigote grueso parecía armado de alambres de hierro oxidado—. Tome en consideración que aquí no hay nada, que debemos pagar el transporte de los materiales y de los obreros; debemos pagar por todo. Menos mal tuvo usted la idea de mandar a excavar un pozo, que si no…

Brodel le estrechó la mano rasposa y lo esperó hasta la semana siguiente.

El precio que el albañil le trajo escrito en una hoja de libreta de colegial en el reencuentro le pareció muy bajo en comparación con lo que se había imaginado. Pactó con él para que contratara una cuadrilla hábil y empezara con la construcción cuanto antes.

Dos días después ya zumbaban picas y palas en la mitad de la nada, forjando las zanjas para los cimientos.

Y unos meses más tarde, la casa estuvo terminada.

Una obra de arte

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