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Siete

No había Brodel acabado de instalar los muebles iniciales de la casa cuando recibió a su primer inquilino. Era un tipo de no más de treinta años, pequeño y sudoroso, con unos rizos de alquitrán que anunciaban a leguas su condición de artista. Cuando estrechó su mano y sintió sus dedos recubiertos de callosidades, Brodel entendió que se trataba de un músico. Supo que había estado pasado de peso, pero que el castigo del sol de la canícula lo había llevado al punto exacto de la delgadez.

La decepción se le notaba por encima de la ropa.

—¿Tiene agua? —fue lo primero que preguntó el músico.

Brodel lo dejó pasar y le indicó el pasillo largo que iba al patio en donde chispeaba la alberca bajo el sol. El músico se sacó la mochila con las cosas y se lanzó al agua completamente vestido. Estuvo en esas poco más de una hora hasta que el viento duro le hizo sentir frío y vio a Brodel delante de él extendiéndole una toalla. La tomó y subió al segundo piso por unas escaleras espléndidas, cuyos pasamanos esculpidos en madera eran de una belleza adorable. Brodel le indicó la única habitación en la cual todos los muebles indispensables estaban ensamblados, y lo dejó solo.

Era un cuarto limpio y aireado, vacío de no ser por la cama, el escritorio con su silla y el pequeño armario. El músico no pudo evitar sentirse maravillado ante la belleza de aquella mueblería breve, y se prometió que averiguaría con Brodel por el nombre y la dirección del carpintero para mandarle a hacer alguna cosa de recuerdo. Pero estaba tan cansado que, no bien acabó de decirse aquello, se acomodó en el colchón duro y se quedó dormido enseguida.

Soñó que tocaba una melodía maravillosa que prácticamente podía palparse en el aire de tan bella. En el sueño tocaba la misma melodía en el piano sin cesar, una y otra vez, hasta que los dedos le sangraban sin dolor y las cosas empezaban a flotar por los aires saturados de música.

A la mañana siguiente, en el mundo real del desierto, y aún entre las sábanas revueltas, por más que lo intentó no pudo recordar las notas fantásticas del sueño, y tuvo que conformarse con el silbido del viento entrampado en las cortinas luminosas de la habitación.

Una obra de arte

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