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Uno

Cuando en la radio se anunció el final de la guerra, Brodel estaba fumando fuera de la tienda de campaña. No supo si fue un milagro, pero en el mismo instante en que la voz del locutor dio la buena nueva, sintió como si todos los motores asesinos en el cielo y la tierra se hubieran apagado de repente, sus oídos dejaron de zumbar y volvió a oír el soplo del viento. Lanzó el cigarro al barro— en medio de la hierba moribunda—, entró a la tienda de campaña y tomó la mochila con sus cosas.

Quienes lo vieron pasar por el sendero no se sorprendieron de hallarlo sin una sonrisa en el rostro. Llevaba el mismo aspecto duro de siempre: la gorra hundida hasta las cejas, las mandíbulas apretadas y los ojos entrecerrados. Siguió de largo hasta la tienda del capitán y de la caja fuerte sacó diez de los lingotes de oro que una noche le habían robado a un comerciante estúpido que quiso burlarse de la pobreza. Desde su catre, el capitán lo vio guardarse los lingotes y no dijo nada.

Brodel salió de la tienda y fue hasta las provisiones, que se encontraban a campo raso cubiertas por carpas gruesas. De debajo tomó una lata grande de combustible y otras cuantas de comida. Y así, con la mochila llena de oro al hombro, la lata de combustible en una mano y las de comida en la otra, se acercó al jeep que solía conducir durante las incursiones.

Giró la llave y pisó el acelerador con violencia: la bota derecha subiendo y bajando, subiendo y bajando. Las llantas traseras patinaron antes de asentarse en el lodo blando y a Brodel eso le gustó. Detrás de sí iba dejando soldados que festejaban, un capitán discreto y agradecido, el campamento en el fango, disparos de libertad. Pero también dejaba atrás muertos y bombas y otras cosas peores. Adelante encontraría retazos de guerra, lo sabía: pueblos arrasados y mendigos hambrientos. Pero él solo tendría la vista fija en el horizonte atardecido, lejos de todo, más allá de las montañas, incluso más allá de las praderas. Seguiría conduciendo hasta que el combustible y la comida empezaran a acabarse, y entonces sabría que estaba a punto de llegar.

Iría a una orfebrería y vendería parte del oro. Buscaría el lugar más desolado de las cercanías, compraría un terreno y empezaría a construir una casa con su jardín y su fuente, y después de terminarla colgaría en la verja del frente un letrero que diría «Se alquilan habitaciones para artistas decepcionados».

Eso pensaba hacer Brodel.

Y eso justamente hizo.

Una obra de arte

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