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Mamut Primer lugar

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Jaime Hernán Cortés Torres

Antes de que el árbitro diera el pitazo inicial, ya sabíamos quién pagaría la caja de cerveza y los dos pollos que todavía daban vueltas en el asadero de la esquina. Los años nos habían arruinado, los kilos de más, el pelo de menos y el tiempo perdido, nos hacían ver penosos al lado de los muchachos del equipo de solteros. Pero eso era solo lo evidente, la hipertensión de Martillo, el enfisema pulmonar de Chimenea, la osteoporosis de Taborda, lo tronco que era Jaramillo y los casi 25 kilos de más que me habían jodido los meniscos, lo confirmaban. Éramos de esos guerreros venidos a menos a los que les cuesta aceptar que todo tiempo pasado fue mejor.

La presencia del árbitro intentaba darle algo de solemnidad a la interrupción del tráfico, pero se trataba solo de la misma lucha generacional entre el pasado y el futuro.

Viendo a Martillo animar el equipo, recordé la clásica escena de William Wallace, la camiseta rayada de la Juve ceñida al cuerpo parecía hacerlo olvidar las cinco pastillas diarias para la presión. Sin embargo, que Chimenea fumara antes de empezar y que yo estuviera pensando en el sabor de los pollos del premio, acababa con cualquier intento retórico.

Los primeros cinco minutos no estuvimos del todo mal, el juego insustancial que planteamos para no tener que correr, le hizo creer a todos que los casados teníamos una oportunidad. Luego, los años hicieron lo suyo, sin pulmones y con el clásico dolor en el bazo, tuvimos que recurrir a la fuerza para contener lo incontenible. A los diez minutos estábamos encerrados defendiendo un arquito de un metro por un metro como si fuera posible meter un gol a través de tanto tejido adiposo.

No se trataba de dinero, podíamos pagar la apuesta, pero perderla era sumar otra humillación al tiempo. Para un grupo de antiguos cazadores transformados en recolectores mediante el poder de un sacramento, el pollo y las cervezas de un partido de casados y solteros, era como la caza de un mamut para el hombre de cromañón. Moriríamos antes de aceptar que podíamos comprarlo todo en el supermercado.

Luego sucedió el milagro, cuando más acorralados nos tenían, la hipertensión de Martillo pasó factura. No terminábamos aún el primer tiempo cuando el hombre se agarró el pecho y miró al cielo como si estuviera pidiéndole asilo al mismísimo Jesucristo. Todos creímos que moriría menos Taborda que, aprovechando la confusión, sacó un cañonazo que por poco deja sin hijos al portero. Nadie celebró, la amenaza de paro cardiaco le arrebató a Taborda el único momento de gloria de su vida. 1-0 decretó el árbitro y señaló el centro de la calle mientras se llevaban a Martillo y los demás nos miraban como diciéndonos que ya no estábamos para esos trotes.

Los pelaos no tenían un peso, así que de todos modos nos tocó pagar el pollo y las cervezas, pero celebramos en la esquina como si de verdad hubiéramos cazado un mamut.

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