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LA CREACIÓN DEL ESTADO MODERNO SIRIO

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He aquí que Damasco ha dejado de ser ciudad y será montón de ruina.

Isaías, capítulo 17, versículo 1.

Desde un punto de vista contemporáneo, la historia política del Estado moderno sirio tiene muchos elementos comunes con los procesos de emancipación y las dinámicas sociopolíticas que durante décadas han experimentado varios de sus países vecinos. Un primer aspecto común puede ser evidenciado en cómo la estruendosa derrota sufrida por el Imperio otomano en la Primera Guerra Mundial, y el consecuente sistema de mandatos impuesto por la Sociedad de las Naciones, sembraron indefectiblemente la semilla de inestabilidad política en el naciente Estado. Fue tan solo a partir de este momento cuando en la región se observó el notable surgimiento de territorios políticamente organizadas bajo el modelo de Estados-nación y la impresionante rapidez con la cual asumieron entre sí posturas de rivalidad regional (Lawson, 2000).

Ahora bien, la estrecha relación entre el Imperio otomano y el devenir político de la región se evidencia tras comprender la dinámica de hegemonía que este actor desplegó en la zona durante varios siglos, a lo largo de un lento pero constante proceso de decaimiento político y debilitamiento militar. Esto se observa claramente al analizar la manera en que a principios del siglo XVI el Imperio otomano era prácticamente autosostenible en alimentos, minerales y tierras. Su formidable ejército, mayoritariamente unido por la fe islámica, era fuerte y con grandes capacidades operativas, de modo que no tenían nada que envidiarles realmente a los ejércitos de las grandes potencias europeas (Woodward, 2001).

Sin embargo, la última victoria significativa del Imperio otomano desde el punto de vista militar fue la conquista de Chipre entre 1570 y 1571. A partir de este momento se inicia una serie de acontecimientos que lo irían mermando militar y políticamente, repercutiendo en la reducción de la extensión territorial del imperio, que en su punto máximo de expansión abarcaba vastas extensiones de 3 continentes (sudeste de Europa, Medio Oriente y norte de África). En este sentido, a modo general se puede mencionar que ya para el siglo XVII el Imperio otomano no estaba en capacidad de proporcionar seguridad a zonas apartadas de su epicentro de gobierno. En el siglo XVIII, Francia invadió a Egipto –en ese entonces controlado por los otomanos–, y pese a que los británicos se sumaron a las fuerzas que lo combatieron, cobraron su favor promoviendo la pérdida de control del imperio sobre esta región, asegurando posteriormente un paso estratégico en su ruta colonial desde la India hasta las costas del mar Mediterráneo, a través del canal de Suez.

Adicionalmente, en el siglo XIX, el Imperio otomano sería objeto de varias intervenciones por las grandes potencias europeas, y resultó muy desgastado como consecuencia de las exigencias de la guerra de Crimea entre 1853 y 1855. Finalmente, en el siglo XX su realidad era prácticamente irreconocible. Era una vaga sombra de lo que alguna vez fue y se le denominaba despectivamente como “El hombre enfermo de Europa”, al punto que su desafortunada derrota en la Primera Guerra Mundial sería el último clavo en su ataúd imperial (Duranoglu y Okutucu, 2009; Uyar y Erickson, 2009).

Por lo tanto, se puede inferir al menos que entre las principales causas del debilitamiento y posterior fractura del Imperio otomano a principios del siglo XX se destaca el desgaste acumulado de múltiples guerras previas y la presión militar sufrida por parte del Imperio ruso en el este, y de los británicos, y especialmente de sus aliados árabes en el sur (Halliday, 2005).

Esta explicación introductoria resulta, en efecto, pertinente en el marco de la línea de investigación de este texto. Además, tal como se puede evidenciar en el siguiente mapa, también permite ilustrar adecuadamente que desde incluso antes del inicio de la Primera Guerra Mundial, los británicos –pese a mantener estrechas relaciones diplomáticas con los otomanos– veían en este imperio regional a un poderoso rival natural y un factor de amenaza determinante que era mejor eliminar para salvaguardar sus intereses hegemónicos en la ruta que conectaba sus principales colonias en Asia con Europa y adentrarse aún más en la proyección de sus intereses en Medio Oriente, el norte de África y el golfo Pérsico.


Fuente: Washington Post (2015).

Mapa 2. Extensión del Imperio británico a principios del siglo XX

Así mismo, la idea de finalizar los siglos de injerencia otomana sobre la zona y sus pobladores resultaba también de interés para una gran variedad de actores y grupos tan variopintos entre sí como antagónicos en sus intereses. Alrededor de este objetivo se alineaban varias tribus y líderes árabes, e incluso líderes del movimiento sionista internacional. Por lo tanto, la lucha por derrotar la presencia hegemónica del Imperio otomano no representaba tan solo el anhelo de independencia, autodeterminación y soberanía de un solo pueblo unificado, sino, más bien, un ambicioso proyecto que convocaba múltiples socios y variados intereses yuxtapuestos.

Fue en este contexto en el que para 1915 Henry McMahon, Alto Comisionado británico en Egipto, contactó al jerife de La Meca, Hussein ibn Ali, para alentarlo a dirigir una revuelta árabe contra los otomanos12. A cambio de aceptar esta solicitud, el jerife reclamó el favorecimiento europeo para el establecimiento de un Estado árabe independiente en forma de monarquía, que resucitaría el viejo califato islámico desde la península del Sinaí, en el oeste, hasta los límites con Persia (actual Irán), en el este, y de Siria, en el norte, hasta el océano Indico, en el sur (Kuhn, 2011).

Estos contactos iniciales se convirtieron en la famosa correspondencia Hussein-McMahon, y daban testimonio de la ambigua aceptación de dicho requerimiento en aras de canalizar una importante fuerza de resistencia militar y revuelta social en contra del Imperio otomano y obtener, consecuentemente, la simpatía popular ante el proyectado avance de las tropas británicas en la región. Ahora bien, es cierto que el jerife de La Meca se había convertido en un importante receptor de ayuda material y logística por parte de los británicos durante la Primera Guerra Mundial, pero esto difícilmente puede ser interpretado como si este personaje hubiera sido el único líder de la zona que se identificara con esta causa ambiciosa común o como si fuese el único líder árabe con una cercana relación a los británicos13.

En tal virtud, tal como lo explica Rosenberg (2005), en aras de fortalecer su proyecto político y militar, los británicos habían celebrado también múltiples acuerdos adicionales con diversos líderes de la región, entre los cuales destacan el sheik Mubarak de Kuwait (1899), con Abdul Aziz Ibn Saud de Nejd (1915) y con Mohammed al-Idrisi de Asir (1915). Así mismo, habían expresado al movimiento sionista en 1917, a través de la declaración de Balfour, el visto bueno para el establecimiento de un hogar nacional para el pueblo judío en la región14.

En medio de este escenario, británicos y franceses convenientemente proclamaban en público su deseo de liberar a diversos grupos étnicos, tribales y religiosos del yugo opresor otomano en la región. Sin embargo, en privado sus acciones apuntaban hacia otro objetivo, pues se dividían arbitrariamente los territorios que entonces dominaba el Imperio otomano y que serían reclamados por los aliados que estas potencias europeas habían reclutado en aras de derrocar la hegemonía otomana en la zona.

El contenido de esta repartición secreta de territorios e intereses se ve claramente reflejado en el acuerdo Sykes-Picot, a menudo catalogado como un documento histórico que rinde tributo a la ambición, la doble moral y la traición, y es tomado como un importante justificante de muchos de los agravios y reclamaciones surgidas en la región desde entonces. El alcance de estas negociaciones entre británicos y franceses se mantuvo en reserva durante los primeros años de la guerra, sin embargo, la falsedad de sus promesas quedaría finalmente en evidencia.

El impacto que el acuerdo Sykes-Picot tendría sobre Siria hace necesario mencionar el papel del príncipe hachemita Faisal, tercer hijo del jerife de La Meca y a su vez importante líder militar de la revuelta árabe que liberaría a Damasco del control otomano en octubre de 1918. Tal como lo estipula Tanenbaum (1978), las tropas de Faisal actuaban en estrecha coordinación con las tropas británicas al mando del general Edmund Allenby, pues era Gran Bretaña el que proporcionaba su financiación y asesoría militar a través de célebres oficiales como el coronel T.E. Lawrence15.

El príncipe hachemita Faisal asistió a la conferencia de París celebrada en 1919. Allí evidenció que sus aliados europeos habían concluido que los pueblos de la región no estaban en capacidad de autogobernarse y que, consecuentemente, requerían de la administración conjunta de Gran Bretaña y Francia a través de la figura de mandatos hasta que estuvieran en capacidad de hacerlo. Algo completamente diferente del proyecto político prometido.

El alcance exacto de dicha medida puede verse claramente en el contenido del artículo 22 del Tratado de Versalles (1919), el cual textualmente señala:

Los principios siguientes se aplicarán a las colonias y territorios que, a consecuencia de la guerra, hayan dejado de estar bajo la soberanía de los Estados que los gobernaban anteriormente y que estén habitados por pueblos aún no capacitados para dirigirse por sí mismos en las condiciones particularmente difíciles del mundo moderno. El bienestar y el desenvolvimiento de estos pueblos constituye una misión sagrada de civilización, y conviene incorporar al presente Pacto garantías para el cumplimiento de dicha misión. El mejor método para realizar prácticamente este principio será el de confiar la tutela de dichos pueblos a las naciones más adelantadas, que, por razón de sus recursos, de su experiencia o de su posición geográfica, se hallen en mejores condiciones de asumir esta responsabilidad y consientan en aceptarla. Estas naciones ejercerán la tutela en calidad de mandatarias y en nombre de la Sociedad. El carácter del mandato deberá diferir según el grado de desenvolvimiento del pueblo, la situación geográfica del territorio, sus condiciones económicas y demás circunstancias análogas. Ciertas comunidades que pertenecieron en otro tiempo al Imperio Otomano han alcanzado un grado de desenvolvimiento tal, que su existencia como naciones independientes puede ser reconocida provisionalmente a condición de que la ayuda y los consejos de un mandatario guíen su administración hasta el momento en que sean capaces de dirigirse por sí mismas.

Este nuevo contexto significaba nada más y nada menos que serían franceses y británicos quienes tendrían el control y dominio sobre los territorios árabes que alguna vez fueron dominados por el Imperio otomano. A su vez, por el momento dejaba en entredicho las aspiraciones de independencia, soberanía y autodeterminación de aquellos nativos que lucharon contra los otomanos solo para atestiguar la continuidad de su condición de súbditos ante un mero reemplazo de patrono imperial que nada tenía de altruista o filantrópico (Hirst, 2010).

En este contexto, en un principio el papel de Faisal sobre Damasco fue limitado al de un mero gobernador con tareas puramente administrativas, papel que, por supuesto, estaba muy distante de la función de monarca en la ciudad que consideraba debía servir de capital al reino árabe unificado por el que tanto él como su padre y su tribu entera habían luchado durante la Primera Guerra Mundial. Eventualmente, tras consolidar su posición durante varios meses y revelarse finalmente ante la influencia que Francia ejercería con su mandato sobre Siria, Faisal formaría en Damasco un gobierno árabe en la forma de una monarquía constitucional y sería declarado como el rey Faisal I de Siria.

Como es natural en este escenario histórico, Francia bajo ninguna circunstancia contemplaba permitir que este tipo de actuación unilateral se interpusiera entre sus intereses coloniales y el control territorial que había negociado con los británicos y que le había sido conferido por la Sociedad de las Naciones. En virtud de lo anterior, la marcha de las tropas francesas hacia Damasco no se hizo esperar, y hacia mediados de 1920, en la batalla de Maysalun, sometieron militarmente a las fuerzas de Faisal, quien sería expulsado de Siria, y como premio de consolación bajo la tutela de los británicos, nombrado rey de Iraq (Aboultaif, 2016; Rabil, 2006).

Esta supremacía militar europea sirve como referente del devastador golpe sufrido por el nacionalismo árabe a principios del siglo XX –representado por Faisal–, y sembró en el imaginario social la idea de una Gran Bretaña traidora y una Francia hostil frente a los deseos de reunificación del pueblo árabe. Por ende, en buena parte del ideario social del Medio Oriente, norte de África y el golfo Pérsico estas naciones europeas no serían vistas como unas amigas, dispuestas a prestar ayuda y guía hacia la consecución de una independencia y autodeterminación genuina –como inicialmente indicaba el Tratado de Versalles–, sino como unas potencias coloniales, cristianas, occidentales y antiislámicas que rechazaban cualquier aspiración nacionalista y que amenazaban su cultura, religión y lenguaje (Chaitani, 2007).

Por supuesto, hoy en día resulta prácticamente imposible pensar en una unidad política que comprenda estas tres subregiones en un solo Estado. Sin embargo, a principios del siglo pasado este sueño nacionalista era contemplado como posible mientras la Primera Guerra Mundial se acercaba a su fin. Ello en razón de que entonces no existían ni Siria, ni Iraq, ni Líbano, ni Jordania como Estados autónomos, independientes o soberanos y su referencia semántica obedecía simplemente a la mera determinación de lugares geográficos, entidades administrativas y/o provincias del decadente Imperio otomano (Maalouf, 2011).

Por 25 años los franceses gobernaron Siria, separándola de los territorios árabes circundantes, dividiéndola en su interior en diversas unidades étnicas y forzando incluso la cesión del territorio de Alejandreta a Turquía (Kerr, 1973). Ahora bien, es cierto que la superioridad militar permitió a los franceses asegurar el territorio conferido por el mandato, pero gobernarlo era un asunto completamente diferente, pues encontraron múltiples formas de resistencia entre la población nativa. Por ello, según Hitti (1959), tal vez esto sea suficiente para explicar por qué los 3 primeros altos comisionados franceses para Siria –Henri Gouraud (1919-1923), Maxime Weygand (1923-1925) y Maurice Sarrail (1925)– serían en esencia militares de alto grado, sobresalientes y condecorados generales que se habían destacado al fragor de la batalla durante la Primera Guerra Mundial.

El talante militar del gobierno francés en Siria, demostraba la falta de favorabilidad para promover una pronta independencia en el país. Mas aun, cuando desde el poder colonial se obstaculizaba la realización de elecciones para conformar una Asamblea Constituyente. Esto, aun cuando la temprana y necesaria realización de estas elecciones a mas tardar en 1923, había quedado estipulada en el mandato otorgado por la Sociedad de Naciones. Finalmente, estas elecciones solo se realizaron cuando la gravedad de las revueltas populares así lo condicionaron.

Tal como es ilustrado por Provence (2008), cuando finalmente se realizaron estas elecciones, los resultados favorecieron a políticos de corte nacionalista que promovieron la inclusión en el texto constitucional de artículos controversiales que permitían a la Asamblea Constituyente, por ejemplo, la concesión de indultos, formar un ejército e incluso declarar estados de emergencia sin la autorización francesa o su consulta previa. Sin embargo, el mando francés había presionado para la inclusión de un artículo que les permitía la prerrogativa de suspender la aplicación de cualquiera de estas disposiciones, prerrogativa que efectivamente fue usada al día siguiente de ser aprobado el texto final de la Constitución en 1930, dejándola así sin posibilidad alguna de implementación.

Por ello, de acuerdo con Saouli (2014), a partir de este momento prácticamente todos los intentos de independencia nacional y reformas sociopolíticas en favor de la autodeterminación y la soberanía siria fueron reprimidos brutalmente por Francia, que habría de mantener intacto este contexto de control colonial desde 1920 hasta 1945. Es decir, hasta el eventual final de la Segunda Guerra Mundial y el establecimiento de un nuevo orden global liderado por Estados Unidos y la URSS. Para contextualizar, es importante considerar que la cruenta dinámica de la Segunda Guerra Mundial había ocasionado la evidente debilidad resultante tanto para Francia como para Gran Bretaña y proporcionaría finalmente una circunstancia favorable para la independencia de la mayoría de sus colonias, incluyendo Siria. El país obtendría por fin su independencia política en 1946, tras un periodo de colonización relativamente corto si lo comparamos con las notables y prolongadas experiencias coloniales europeas en África y Suramérica.

Por lo tanto, al igual que otros actores estatales de la región, el diseño e invención de la Siria moderna estuvo basado en los acuerdos políticos realizados entre franceses y británicos sobre los territorios del Imperio otomano para la consolidación de sus intereses coloniales y no en realidades históricas, geográficas o culturales (Robinson, 2012). Esta circunstancia determinó la fundamentación de un Estado sirio sobre fronteras territoriales absolutamente artificiales y arbitrarias, las cuales encapsularon a diversos grupos étnicos y religiosos, entre los cuales destacan musulmanes suníes, alauitas, kurdos, drusos y cristianos, muchos de ellos con graves antecedentes de rivalidad y conflictividad.

Casi un siglo después, muchas de las motivaciones alrededor de algunos de los conflictos que se desarrollan sobre este territorio en parte reclaman la cohesión y unidad árabe, fracturada a partir de la creación de estos países inventados y la consolidación en el poder de regímenes dictatoriales (Gil, James y Lorca, 2012). Por ello, se logra comprender la manera como, luego de su independencia, el país confrontó una dura realidad caracterizada por la imperante crisis de gobernabilidad, producto de la debilidad estatal en materia de control y presencia efectiva sobre el territorio, por una parte, y debido a profundas diferencias sociales y económicas entre las zonas urbanas y las rurales, por la otra. Esta circunstancia nos lleva a otro común denominador de la realidad política en Siria con distintos actores regionales, el gran número de golpes de Estado sufridos desde su independencia política de Francia el 17 de abril de 1946 y la consolidación en el poder de Hafez al-Assad como uno de los personajes dictatoriales más emblemáticos de la región16.

Cuando Hafez al-Assad obtuvo el poder, Siria dejó atrás ese lastre característico de gobiernos débiles y propensos a ser frecuentemente depuestos por fuerzas opositoras. Bajo su dirección, el país se adoptó a un régimen autocrático, con altos niveles de resiliencia y estabilidad durante sus 30 años de mandato. Sin embargo, al pasar el legado de poder a su hijo Bashar al-Assad, estas circunstancias de estabilidad ya no pudieron ser garantizadas (Bar, 2006). Se puede incluso pensar que cuando Bashar al-Assad asumió el liderazgo del país no estaba preparado para el ejercicio del poder, pues quien realmente había sido designado para reemplazar a Hafez al-Assad era Bassel al-Assad, el primogénito del dictador y hermano mayor de Bashar.

Mientras Bassel al-Assad había sido formado a la imagen y semejanza de su padre, contaba con una larga y prestigiosa carrera militar, y era además miembro de las fuerzas especiales del Ejército en Siria, su her mano Bashar al-Assad había sido una figura mucho más introvertida que estudió medicina en la Universidad de Damasco para después especializarse en oftalmología, trabajar en el hospital militar sirio y luego irse a vivir a Londres para una pasantía de entrenamiento en el Western Eye Hospital.

Inesperadamente, Bassel al-Assad murió en un accidente automovilístico a las afueras de Damasco en 1994, dejando un vacío que debía ser llenado rápidamente y que ocasionó el improvisado retorno de su hermano Bashar a Siria. La tarea del régimen frente a estas circunstancias excepcionales era compleja. Consistía en convertir de manera express a Bashar al-Assad en un próximo dictador en ejercicio, debido a los acumulados problemas de salud de su padre, quien sabía que estaban contra el tiempo para asegurar una tranquila transición de poder en su ausencia (Hof y Simon, 2013).

Para este momento, en aras de asegurar este tipo de sucesión propia de un inusual modelo de monarquía republicana, Bashar inició apresuradamente tanto su entrenamiento militar como su inducción al complejo mundo de toma de decisiones políticas a la sombra de su padre. Finalmente, Hafez al-Assad moriría en junio del año 2000 y su hijo Bashar asumiría el control del país con tan solo 35 años de edad.

Este proceso de transformación extrema es detallado de manera clara por Hemmer (2003). El autor lo describe en los siguientes términos:

A los pocos días de la muerte de su padre, Bashar rápidamente asumió posiciones de liderazgo en 3 de las más importantes instituciones formales de gobierno en Siria: las fuerzas armadas, el Partido Baaz y el Gobierno central [...] A su regreso a casa Bashar era un capitán, al año fue ascendido a mayor, al año siguiente a teniente coronel, en el año 2000 a coronel y luego de la muerte de su padre a general de tres estrellas y Comandante en jefe de las fuerzas armadas. [...] Adicionalmente, fue seleccionado para reemplazar a su padre como secretario general del Partido Baaz. Al mismo tiempo, el Parlamento sirio modificó la Constitución del país para rebajar la edad mínima para ejercer la Presidencia de 40 a 34, en una conveniente y oportuna buena fortuna, pues resultaba ser la edad que tenía Bashar en aquel momento. El Comando regional del Partido Baaz posteriormente nominó a Bashar a la presidencia, siendo secundada por el Parlamento. Un mes después de la muerte de su padre, el pueblo sirio hizo lo suyo en el referéndum presidencial en el cual se aprobó la nominación de Bashar [...] Mientras alguno podría considerar el resultado con 97.29 % de los votos a favor como un hecho emblemático, representa una precipitosa caída del 99.98 % obtenido por Hafez en su anterior nominación presidencial. (pp. 222-223) (Traducción propia)

Por supuesto, este acelerado proceso de preparación política y militar ha sido desde entonces objeto de múltiples críticas. Muchos detractores de Bashar al-Assad veían en el nuevo liderazgo de Siria a un dirigente joven, inseguro e inexperto. Me explico: Hafez al-Assad era identificado al mismo tiempo como un líder político astuto y un sagaz comandante militar con un profundo sentido de la estrategia y la historia. Sus cualidades dentro y fuera del campo de batalla eran asociadas a una enorme capacidad de gestión, en donde no se dejaba absolutamente nada al azar ni a la improvisación, pues antes de tomar cualquier decisión calculaba profundamente sus repercusiones y requerimientos a largo plazo. Por el contrario, el gobierno de Bashar se caracterizaba por la toma de decisiones de manera impulsiva, y adolecía de la adecuada valoración y preparación para sus repercusiones inmediatas y futuras (Bar, 2006).

Conflicto armado en Siria

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