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2. SOCAVAR LA INFLUENCIA REGIONAL IRANÍ

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Entre Israel y los Estados Unidos existe una alianza estratégica desde 1967, la cual históricamente ha superado los tradicionales elementos de discrepancia bipartidista norteamericana. A lo largo de este periodo de tiempo esta alianza, aunque asimétrica, se ha visto traducida en una estrecha relación de mutuos desafíos y beneficios. Para Israel ha significado importantes ayudas económicas, cercanas relaciones de cooperación política y fortalecimiento militar. Para los Estados Unidos ha tenido efectos significativos en contribuir a su seguridad regional frente a amenazas tan diversas como el expansionismo comunista o movimientos islamistas de corte radical y violento (Eisenstadt y Pollock, 2012).

La conexión entre los gobiernos de Estados Unidos e Israel es de tal envergadura que se destaca por su complejidad, tenacidad e impacto político a nivel internacional, pero también a nivel doméstico, en virtud de la atención brindada al tema por el pueblo estadounidense y que en ocasiones opaca la que él mismo les otorga a aliados occidentales de mayor tamaño como el Reino Unido o proximidad geográfica como Canadá (Lewis, 1999).

Ahora bien, tal como se ha explicado, el régimen de Teherán es visto como una amenaza existencial para el Gobierno de Israel. La alta dirigencia israelí sostiene que Irán mantiene una política exterior de hostilidad que se materializa a partir del apoyo a gobiernos enemigos como el sirio y su padrinazgo a grupos armados irregulares como Hezbolá, Hamas y la Yihad Islámica Palestina. Adicionalmente, el proceso de antagonismo desarrollado desde Irán en contra del más amplio sector de aliados e intereses norteamericanos en la zona y su creciente influencia regional, han posicionado a Irán en el centro de los intereses primarios del Gobierno norteamericano.

Si bien Israel posee los medios físicos, tecnológicos y militares para defenderse de las múltiples amenazas a las cuales debe responder en todos sus frentes, la eventual ocurrencia de un enfrentamiento bélico con Irán, aunque remota, ha sido considerada como posible. En virtud de ello, dada la distancia geográfica imperante entre ambos actores, es sensato y oportuno considerar que tal enfrentamiento difícilmente ocurriría a través de las lógicas y dinámicas de una guerra convencional. Por lo tanto, es más probable que en caso de ocurrir, este choque irregular se desarrolle en un punto geográfico medio, como lo son Siria y Líbano, a través del establecimiento de un corredor terrestre que permita desde Irán el abastecimiento de personal, armas y suministros.

En este sentido, la presencia militar norteamericana en la zona, aun siendo pequeña, puede ser instrumentalizada como un elemento de disuasión y/o contención en caso de que Irán pretendiera establecer un corredor terrestre para movilizar milicias chiitas y proporcionar apoyo logístico y de abastecimiento a tropas ejerciendo presión armada asimétrica en contra de Israel (Aftandilian, 2018). Esta circunstancia, por supuesto, no debe entenderse como un axioma, es decir, una verdad tan evidente que no requiere ser demostrada. Lo cierto es que ya en el pasado la presencia de personal militar norteamericano en la zona ha estado lejos de convertirse en un elemento de disuasión, y más aún, se transforma en una circunstancia de estímulo para estas organizaciones. Tal vez el caso más representativo a nivel histórico que se puede mencionar en este punto se relaciona con el despliegue militar realizado por los Estados Unidos al Líbano en la década del ochenta y cómo a partir de su cercanía territorial frente a actores armados delegados con estrechos vínculos con el Gobierno iraní se constituyeron como objetivo de permanentes hostigamientos. A modo de ilustración resulta interesante mencionar que en el periodo comprendido entre 1982 y 1986 Hezbolá condujo 36 atentados terroristas suicidas dirigidos, fundamentalmente, contra objetivos políticos y militares de los Estados Unidos, Israel y Francia en el país. Estos hechos dejaron un saldo trágico de al menos 659 personas asesinadas e incluyeron los emblemáticos ataques a la Embajada de los Estados Unidos y las barracas de las tropas norteamericanas en abril y octubre de 1983, dejando tan solo en estos dos eventos un saldo de 258 americanos muertos (Pape, 2006; Addis y Blanchard, 2010).

Este caso en especial resalta la efectividad que tuvieron estos actos de violencia política para transmitir un mensaje contundente. Hezbolá era una organización fuerte, con absoluta determinación de lucha y la capacidad operativa para desarrollar más actos de terrorismo en contra de los intereses, aliados y personal norteamericano. En este episodio histórico, la presión armada rindió fruto y ocasionó la salida de las tropas estadounidenses del Líbano. Fundamentalmente, esto ocurrió en virtud de tres elementos. Primero, la presencia de sus fuerzas armadas en Líbano era considerada desde Washington como un interés de bajo valor estratégico. Segundo, las enormes dificultades alrededor de su incapacidad para desarrollar operaciones de retaliación, en una guerra asimétrica, que resultaran equiparables en el daño a las capacidades operativas y moral de lucha del enemigo. Finalmente, la sensibilidad expresada por el público norteamericano, fundamentalmente democrático, ante lo que identificaban como elevados y dolorosos costos de la violencia ejercida hacia sus tropas en un teatro de operaciones lejano a sus intereses (Kydd y Walter, 2010).

Frente a este punto vale la pena preguntar: si la presión armada de milicias chiitas en Líbano antes funcionó y provocó la salida de los Estados Unidos del país, ¿es probable que en esta oportunidad se puedan prever resultados equiparables? Responder a este interrogante es, por supuesto, un ejercicio complejo y sometido a incertidumbre, pues no se pueden afirmar certezas absolutas. Sin embargo, se podría pensar que no necesariamente estamos frente a dinámicas y escenarios iguales, por lo cual es probable que no se registren resultados equiparables. Con ello quiero decir que si bien el antecedente del Líbano sirve como señal de alarma en Washington para no menospreciar las capacidades operativas de actores hostiles, muy difícilmente pueda servir como factor de disuasión en esta oportunidad.

Hay un par de razones básicas que permiten sustentar preliminarmente esta hipótesis. Primero, las acciones norteamericanas han mantenido un nivel de continuidad entre el enfoque del presidente Obama y su sucesor, el presidente Donald Trump, así como importantes reacomodos alrededor del papel de Irán. Respecto a las líneas de continuidad, puede apreciarse que ambos gobiernos han mantenido componentes básicos de la política norteamericana en la zona, es decir, la lucha contra el terrorismo, la contención de la amenaza iraní (a través de diversos mecanismos) y el apoyo a Israel. Las variaciones significativas frente a Irán se evidencian en la manera como durante el gobierno del presidente Obama se buscó un acomodo con los intereses iraníes a partir del acuerdo alrededor de su programa nuclear, mientras el presidente Trump ha preferido retirarse del acuerdo y empoderar las capacidades militares de Israel y Arabia Saudita para detener el creciente ámbito de influencia iraní en la región, e incluso autorizar una operación de asesinato selectivo que ocasionó la muerte del general Qassam Soleimani en enero de 2020 (Görmüş y Özel, 2018; Frisch et al., 2020).

En segundo lugar, es oportuno mencionar que desde la guerra civil en Líbano y el antecedente registrado en la retirada norteamericana del país, desde el punto de vista convencional es necesario mencionar que los últimos enfrentamientos entre tropas americanas e iraníes ocurrieron en los años finales de la guerra entre Iraq e Irán, mostrando una clara prevalencia estadounidense. Adicionalmente, desde el punto de vista de confrontaciones asimétricas, pese a las adversas dinámicas de lucha contra milicias chiitas en los conflictos de Afganistán (2001) e Iraq (2003), también se han podido evidenciar otros escenarios de confrontación donde las ventajas operacionales y resultados estratégicos de los Estados Unidos han prevalecido. Si bien no se puede ni se debe hablar de rachas perfectas o invictos absolutos, el antecedente más reciente se ubica precisamente en Siria, y allí también las tropas norteamericanas han tenido una clara ventaja operacional (Aftandilian, 2018).

Por ello, pese a lo controversial del cálculo, todo parece indicar que el gobierno del presidente Donald Trump está dispuesto a disminuir su participación en conflictos de la región; sin embargo, no está dispuesto a tolerar ataques directos y de gran sensibilidad por parte de Irán o de sus milicias irregulares contra instalaciones militares norteamericanas ni a su personal en la región sin que estas tengan claras consecuencias retaliatorias. Esto quedó demostrado con la operación militar que derivó en la muerte del comandante de las Fuerzas al-Quds, el general Qassam Soleimani, y Abu Mahdi al-Muhandis, comandante de las Brigadas de Hezbolá en Iraq.

En medio de esta compleja dinámica regional no hay que olvidar que Estados Unidos e Irán no tienen relaciones diplomáticas formales desde 1979 en medio de la Revolución iraní. Este hecho marcó el inicio de una compleja realidad de animadversión entre ambos actores que a lo largo de las décadas siguientes estuvo caracterizada por antagonismos, enfrentamientos y hostilidades en múltiples frentes regionales. Básicamente desde entonces ambos Estados no han escatimado esfuerzos para armar y financiar las actividades tanto de actores estatales como de no estatales que tengan la capacidad de promover actos de violencia política y sabotear sus respectivos intereses en la zona.

Por lo tanto, el régimen chiita en Teherán es un asunto de gran relevancia para el Gobierno norteamericano. En este sentido, Thompson (2018) resalta la manera en que la estrategia de seguridad nacional de 2017 lo menciona en 17 oportunidades, y específicamente establece una línea de acción prioritaria: prevenir la predominancia y hegemonía regional de cualquier poder hostil a los Estados Unidos, en clara alusión a Irán.

En razón de lo anterior, Adesnik y Ben Taleblu (2019) sostienen que la contención de la influencia iraní en Siria es tan solo una parte de lo que debe ser una agenda de acciones coordinadas para impedir su consolidación en el terreno. Tal como se ilustra en el siguiente mapa, ello supondría el establecimiento de líneas de comunicación que desde Teherán instrumentalicen a Iraq, Siria y Líbano para la movilización de armas, tropas y suministros hasta Beirut, Damasco, e inclusive hasta las propias inmediaciones de los Altos del Golán. Por ello, entre las medidas de contención se incluye, por supuesto, la presencia de personal militar en el terreno y la imposición de sanciones económicas y mecanismos de presión política. Por ejemplo, las adoptadas por el Departamento del Tesoro de los Estados Unidos sobre los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria Islámica, al designarla como una organización terrorista extranjera.


Fuente: United States Institute of Peace (2019).

Mapa 3. Potenciales puentes de conexión y abastecimiento iraní en la región

Conflicto armado en Siria

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