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1. ¿LA SALIDA DE BASHAR AL-ASSAD?

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Desde el comienzo de la administración del presidente Barack Obama era evidente que su gobierno no se sentía cómodo con la cercanía y dependencia del régimen sirio hacia Irán, su decidido apoyo a la milicia chiita libanesa de Hezbolá ni por el férreo control dictatorial que la familia al-Assad había desarrollado en el país a lo largo de varias décadas (Barkey, 2016). Por ello, la Primavera Árabe se constituyó en un escenario ideal para promover su caída. La adecuada comprensión de esta circunstancia permite evidenciar con gran claridad lo que podría interpretarse como la manifiesta intención de promover la salida del poder al presidente sirio. Frente a este hecho en particular, las declaraciones del propio presidente Obama son bastante dicientes:

Creo que Assad tendrá que marcharse para que el país detenga el derramamiento de sangre y para que todas las partes involucradas puedan ser capaces de avanzar de una manera no sectaria [...] Él ha perdido la legitimidad en los ojos de la gran mayoría del país. (Reuters, 2015).

Sin embargo, pese a lo ambicioso de este objetivo, la política norteamericana durante la mayor parte de su gobierno fue caracterizada por la contención militar a gran escala, favoreciendo lo que podría llamarse un involucramiento de bajo costo y no necesariamente una ambiciosa apuesta de cambio de régimen (Patman, 2015). Esto básicamente significaba un tipo de involucramiento de bajo perfil, pues fundamentalmente evitaba el despliegue de grandes contingentes militares norteamericanos al teatro de operaciones Siria. No se debe olvidar que precisamente uno de los pilares sobre los cuales se edificó la candidatura y posterior elección de Barack Obama como presidente de los Estados Unidos fue su interés de cerrar la participación norteamericana en dos frentes de guerra abiertos en la región (Afganistán e Iraq).

Estas intervenciones militares fueron costosas, desgastantes y contraproducentes. Con esto, lo que quiero decir es que la casi una década de intervenciones militares en estos países antes del inicio del conflicto armado en Siria ocasionó irremediablemente una enorme fatiga en la economía de los Estados Unidos, en adición a las crecientes manifestaciones sociales de rechazo y de opinión pública desfavorable que generaron en buena parte del pueblo norteamericano. Se estima que el costo financiero aproximado de tales intervenciones superó los 814 billones de dólares en Iraq y 685 billones de dólares adicionales en Afganistán, y ocasionaron la muerte de cerca de 10 000 efectivos, un costo muy elevado si se toma en consideración el limitado éxito obtenido a partir de ellas (Zakaria, 2016).

Por ello, siendo consecuente con su discurso político, el gobierno de Barack Obama evitó tomar medidas de escalamiento bélico que tuvieran una vinculación directa con el personal militar norteamericano. En tal virtud, la mejor alternativa posible era proporcionar el debido equipamiento bélico y entrenamiento militar a grupos rebeldes y sectores de oposición al régimen que ya estaban desplegados en la zona y realizar, en los casos requeridos, operaciones aéreas de contraterrorismo que permitieran degradar y ultimadamente derrotar al movimiento islamista radical conocido como Estado Islámico, minimizando el daño colateral a personal norteamericano (McDonald y Parent, 2018).

Sin embargo, este apoyo militar también estuvo permanentemente limitado. Esto, en la medida de las lecciones aprendidas con ocasión al anterior aprovisionamiento bélico norteamericano a los grupos irregulares Muyahidín en Afganistán en su lucha contra el Ejército soviético durante la década del ochenta17. Se temía la probable ocurrencia de un efecto de réplica, en la medida que en aquel entonces estos aliados momentáneos terminaron estructurando una organización transnacional conocida como al-Qaeda y utilizaron posteriormente esas mismas armas y entrenamiento para atentar en contra de los intereses, aliados, ciudadanos y tropas norteamericanas a nivel global (Ross y Jeffrey, 2013). Por lo tanto, cualquier señal que indicara que un objetivo fundamental de la dirigencia norteamericana de entonces era promover un cambio de régimen y, con ello, la salida de Bashar al-Assad podría decirse que fue una expectativa engañosa y condenada al fracaso desde el inicio.

En la medida que las dinámicas de la guerra fueron cambiando, haciéndose cada vez más evidente que ni los Estados Unidos ni sus aliados iban a poder conseguir la salida del presidente Bashar al-Assad, también fueron cambiando algunos de los objetivos y políticas norteamericanas inicialmente planteadas frente al conflicto (Humud, Blanchard y Nikitin, 2019). Dado que la dirigencia política y militar de este país sufrió un vertiginoso reacomodo tras la elección del republicano Donald Trump, se habría podido pensar que la salida de Bashar al-Assad sería un objetivo primario para la nueva administración, pero no fue así. En este sentido, si bien hubo continuidad en la idea de mantener al mínimo el involucramiento de tropas norteamericanas en el terreno, se favoreció el fortalecimiento de una estrategia que resaltó la importancia de los bombardeos contra los bastiones del Estado Islámico, al tiempo que en el terreno se coordinaba una ambiciosa operación de avance, soportada en las tropas kurdas e iraquíes, en aras de recuperar el control del territorio (Bolan, 2019).

Conflicto armado en Siria

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