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Intercambiador de Moncloa

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Aquella tarde de viernes se había complicado mucho y todo lo que José Antonio tenía previsto hacer o bien se había anulado o bien había tenido que posponerlo, pero lo que era seguro es que tenía que estar antes de las ocho de la tarde, como máximo, en el taller donde había dejado el coche, cerca de la Plaza del Sol, para hacerle una revisión rutinaria y cambiarle el aceite, antes de iniciar un largo fin de semana de cinco días, ya que se trataba de los días 1 y 2 de mayo, ambos festivos en la Comunidad de Madrid. Dadas las circunstancias, la mejor forma de moverse por un Madrid enloquecido por el tránsito de un viernes por la tarde es, sin duda, desplazarse en metro.

Eran las siete y cuarenta y siete minutos y todavía se encontraba en el vagón del metro que le había de llevar a la estación de Moncloa, para desde allí hacer el intercambio a la otra línea que le llevaría a la estación de Puerta del Sol, a cinco minutos escasos de su destino.Apesar de que el metro de Madrid tiene un funcionamiento más que aceptable, en cuanto a rapidezyeficacia, entre Moncloa y Puerta del Sol hay cuatro paradas, y si tenemos en cuenta la duración prevista en hacer el trayecto, el tiempo era más que justo para llegar al lugar. En caso de no poder coger el segundo tren, de forma encadenada, el tiempo mínimo de espera era de tres minutos y seguro que ya no llegaría.

Cuando paró el tren en la estación de Moncloa y se abrió la puerta, cerca del túnel que le llevaría hacia la otra línea, José Antonio salió corriendo como un cohete con la esperanza de llegar justo a tiempo al otro tren, porque en aquella estación solía coincidir el horario de los trenes de las dos líneas.

José Antonio se dio cuenta del ruido en aumento del otro tren, señal evidente de que se estaba acercando a la entrada de la estación, por lo cual aceleró el ritmo de su carrera, una carrera de la cual era el ganador, porque los otros pasajeros también interesados en cogerlo todavía se encontraban a una distancia considerable. A unos veinticinco metros del final del túnel, José Antonio vio que el tren acababa de entrar en la estación, por lo cual calculó que tenía el tiempo justo, pero suficiente, para no perderlo si cogía el último vagón, en el que sólo iban cinco o seis personas.

Poco antes de llegar a la esquina del túnel con el andén de la estación, José Antonio se fijó que había un mendigo que estaba de pie, con la espalda apoyada en la pared. Era un hombre todavía joven, de mediana estatura y un poco delgado, de piel oscura como si fuera de raza gitana, pero no tenía sus rasgos, sus ojos eran oscuros y se dio cuenta de que su mirada era penetrante y que le miraba muy fijamente. También vio que había un cartel en el suelo, al lado de sus pies, donde seguramente ponía los motivos por los que se veía forzado a pedir una limosna a los viandantes. Ni se fijó en lo que decía, ya que estaba concentrado en llegar a tiempo de poder subir en el vagón porque las puertas ya estaban abiertas. Justo cuando estaba a su altura, aquel hombre le dijo en voz alta y de forma clara:

—No es bueno coger el tren por el último vagón.

—José Antonio se paró en seco, sin saber bien por qué, y lo miró con recelo y con desconcierto, como quien no espera una afirmación de este tipo, se dirigió a aquel hombre y le preguntó:

—¿Qué dice?

No esperó la respuesta, no valía la pena hacer caso de un mendigo, o sea que dejó de prestarle atención y, sin más, reemprendió la carrera hacia el tren, con la mala suerte de contemplar, con impotencia, cómo las puertas del vagón se cerraban y el tren se ponía en marcha hacia la estación de Argüelles, y lo dejaba con un palmo de narices, con todo lo que esto suponía. Maldijo al mendigo y a sí mismo, como causantes de aquella desgracia. En aquellos momentos no sabía qué hacer, si salir a la calle e intentar telefonear al taller y suplicarles que le esperasen, o esperar al siguiente tren e intentar llegar, aunque tarde, pero con la esperanza de que la demora no fuese lo suficientemente importante como para encontrarlo cerrado. Optó por esperar.

Pasaron más de cinco minutos y el siguiente tren todavía no llegaba ni daba señales de hacerlo. El andén se iba llenando de gente y él de desesperación y de impotencia por la situación. Cuando ya estaba a punto de decidir salir a la calle, porque sólo faltaban dos minutos para las ocho, por los altavoces de la megafonía una voz seca y potente de hombre comunicó a los allí congregados que, por razones técnicas a causa de una avería, la compañía se veía obligada a suspender el servicio. La desesperación se convirtió en rabia, pero contra sí mismo, porque por culpa de haber prestado atención a un deshecho humano como aquel se encontraba en aquella situación. Giró la cabeza con la esperanza de ver a quien le había causado aquella situación, con el deseo de mirarle con odio y menosprecio, pero al mismo tiempo de intentar averiguar qué era lo que le había querido decir con aquella frase enigmática. El caso era que ya no estaba y no lo encontró después cuando volvió a entrar en el túnel para dirigirse a la salida.

Por suerte, cuando llegó a la calle había una cabina de teléfono que milagrosamente funcionaba y pudo localizar al dueño del taller,el cual a causa del trabajo que todavía tenía acumulado no había podido cerrar a la hora prevista.

Cuando llegó a su casa, con la satisfacción propia de quien ha superado con éxito un aprieto dificultoso, como era el de haber resuelto el problema del coche y habiendo olvidado el incidente del hombre del túnel, se encontró que su mujer Julia le abría la puerta y le decía:

—¿No te has enterado? En el metro ha habido un accidente. Entre las estaciones de Moncloa y Argüelles un tren se ha incendiado, y parece ser que han tenido que hospitalizar a los pasajeros del último vagón. Como que empezabas a tardar un poco, me estaba intranquilizando, porque estaba casi segura de que habías cogido el metro.

José Antonio se quedó helado. Cuando se rehízo de la impresión que la noticia le había producido, le explicó a su mujer lo que le había sucedido, y la suerte que había tenido de no coger aquel tren por haber prestado atención al mendigo.

Pasados unos días, cuando ya había vuelto de las minivacaciones, José Antonio sintió la necesidad de comprobar quién era aquel hombreycómo podía ser que le hubiera advertido tan oportunamente. Volvió a aquella estación del metroyobservó que no había nadie en la esquina del túnel y el andén. Fue varias veces con el mismo resultado, ninguna señal del hombre, ni en aquel lugar ni en ningún otro del metro. El último día vio que había una pareja de vigilantes de seguridad de la compañía y se dirigió a ellos por si le podían dar alguna indicación de aquel personaje que empezaba a resultar misterioso, porque parecía como si se lo hubiese tragado la tierra. Escucharon calladamente su descripción y cuando acabó, el que parecía ser el responsable le dijo muy educadamente:

—Señor, siento decírselo, pero creo que se trata de una equivocación. Está totalmente prohibido pedir limosna dentro de las instalaciones de la compañía, especialmente en los túneles de conexión entre las distintas líneas. Además, aquel día en concreto mi compañero y yo estábamos de servicio aquí mismo y a la misma hora que se produjo el accidente, y le podemos asegurar que no había ningún mendigo como el que usted nos describe. Sentimos no poder ayudarle.

Julio de 2001

Señales

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