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El nuevo ayudante
ОглавлениеCuando lo piensa todavía se le pone la carne de gallina y se le quiebra la voz, no sólo por la experiencia que vivió, que podía haber terminado en tragedia, sino por el desenlace tan inexplicable. Pero vayamos a los hechos...
Se llama Joan, tiene cincuenta y siete años, está casado y tiene dos hijas, una de las cuales le acaba de hacer abuelo. Tiene una tienda, en la barriada de Collblanc, que heredó de su padre, donde ejerce su oficio, que es la de hacer, colocar y arreglar persianas, tanto de las antiguas, enrollables, como de las modernas que van dentro de una guía.
Hará cosa de unos seis años, una vecina de la escalera le pidió que le arreglara una persiana nueva que no hacía mucho le había colocado. Se le había trabado cuando intentaba bajarla, ya que las cuatro últimas varillas estaban torcidas y no habían entrado dentro de la caja.
Esta señora era viuda y hacía un par de años que había muerto un hijo suyo, el segundo de cuatro, con veintisiete años de edad, a consecuencia de un accidente de moto. Era el único hijo que vivía con ella. A raíz de la desgracia, esta mujer, Rosa es su nombre, quedó muy afectada, recluyéndose en su casa y alimentándose del recuerdo del hijo perdido.
Cuatro meses antes de los hechos que estoy narrando, Rosa tuvo que volver a hacer vida normal para ayudar a su hermana Eulalia, cinco años mayor que ella, que había tenido un ataque de apoplejía.
Por esta circunstancia, la señora Rosa no estaría en casa cuando Juan fuese a hacer la reparación. Le dejó la llave de la vivienda, ya que le tenía plena confianza. La señora Rosa vive en un tercer piso y por el tipo de reparación que debía hacer no creyó oportuno llevarse a su ayudante.
Era un miércoles, poco después de la hora de comer, hacia las cuatro de la tarde, aprovechando un hueco en su agenda de encargos y reparaciones.
Cuando llegó al piso comprobó que, efectivamente, la señora Rosa se había marchado, como cada día, con su hermana.
En aquella casa reinaba un gran silencio, que en aquella hora de una tarde del mes de julio todavía era más evidente, pues se notaba que parte del vecindario se había ido de vacaciones y el tráfico de la calle, era bastante escaso.
Sin perder tiempo, fue a la ventana donde estaba la persiana trabada y creyó que en un plisplas tendría solucionado el problema. Una varilla, la que justamente estaba entrando dentro de la caja, se había desplazado un poco fuera de la guía. Se trataba de darle un golpe para forzarla a volver a su sitio, y todo resuelto. En caso contrario tendría que abrir la caja de la persiana y entonces el problema se le complicaría. No le gustaba la idea, ya que retardaría el inicio del encargo que tenía para las cinco de la tarde.
No quería entretenerse mucho y ‘puso la directa’. Abrió la ventana para echar un vistazo desde fuera y comprobar que no hubiese ningún obstáculo exterior.Aparentemente todo estaba en orden. Fue a buscar una escalera de tres peldaños que tenía la señora Rosa en la cocina. Se subió poniendo un pie en la plataforma de la escalera y el otro en el marco de la ventana y empezó a tirar de la varilla trabada hacia abajo. Viendo que aquello no daba ningún resultado positivo, y sin cambiar de posición, sacó la cabeza fuera nuevamente, para ver si desde aquella posición más cercana veía algo que antes no hubiera visto, al mismo tiempo que balanceaba el cuerpo hacia fuera.
Todo pasó en cuestión de décimas de segundo, notó cómo el pie que tenía en el marco de la ventana resbalaba hacía dentro, al mismo tiempo que la escalera también se desplazaba, y perdía el otro punto de apoyo. Sólo recuerda que tuvo tiempo de soltar una blasfemia al mismo tiempo que daba un golpe a las varillas trabadas con la intención instintiva de agarrarse a un lugar seguro, si bien el resultado fue que se rompieron dos y cayeron a la calle. En aquellos momentos decisivos estaba seguro que también se iba a la calle junto con las varillas, cuando sin saber cómo, ni creo que nunca llegue a saberlo, se encontró en el suelo de la habitación de la casa.
Pasaron unos segundos hasta que se rehizo del susto, contempló cómo había quedado la persiana y vio que no tendría otra solución que abrir la caja y cambiar las cuatrovarillas estropeadas. Desde la ventana vio las dos varillas que habían caído a la calle sin que hubiesen lastimado a ningún viandante.
Bajó las escaleras sin sacarse de la cabeza lo que le había pasado, ni entender cómo es que todavía estaba vivo, porque sin dudarlo tenía que haber caído de cabeza a la calle, en carrera directa con las varillas de los cojones.
Una vez en la calle, y al mismo tiempo que recogía las malditas varillas, oyó cómo Paco, el dueño del bar que está en la esquina de delante de la casa de la señora Rosa, y por lo que parece había estado contemplando los hechos, le decía:
—¡Hostia, Joan, hoy sí que has tenido suerte! Si no llega a ser por aquel joven de la camisa blanca que te ha cogido por la espalda y te ha empujado hacia dentro en el momento que has resbalado, te pegas un trompazo de tres pares de cojones. ¿Que tienes un nuevo ayudante?
—No, no –le respondió Joan, totalmente confundido–. Es un sobrino de la señora Rosa que ha venido a pasar un par de días con ella –añadió seguidamente mientras que se giraba de espaldas y volvía a entrar en la escalera.
—Pues ya le puedes invitar a unas copas, porque las jetas van caras y a veces no tienen solución cuando se rompen –le contestó Paco en voz alta, al mismo tiempo que volvía hacia el bar.
Abril de 2001