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El andén correcto
ОглавлениеNo es una gran historia ni me sucedió nada tan espectacular como para servir de base de un guión de cine de una leyenda urbana. Es mucho más sencillo, es imposible que me sucediese, y no obstante fue una realidad, no solamente para mí sino también para Joana, mi hermana, que aquel día me acompañaba.
Habíamos recibido en casa una notificación de una entidad financiera, concretamente de una oficina que está cerca de la calle Pàdua de Barcelona (prefiero no concretarla, por aquello de la discreción), que nos indicaba que habíamos de hacernos cargo de un descubierto en cuenta, a causa de unos cargos indebidos que, oportunamente, había dado orden de no pagar. El director nos había citado a las once de la mañana y preveíamos que la reunión sería un poco ‘caliente’, porque no estábamos dispuestos a cargar con el mochuelo y no creíamos que la entidad tampoco estuviese por la labor.
La mejor manera de desplazarnos era en el tren de Sarrià, concretamente con el que va hacia la avenida del Tibidabo. A media mañana, los trenes, tanto los de esta línea como los del metro, suelen ir medio vacíos, por lo cual suele ser bastante agradable utilizar este medio. Habíamos montado en el tren en Plaça Catalunya y en sólo cuatro paradas (Provença, Gràcia, Plaça Molina y finalmente Pàdua) nos situaba cerca del lugar a donde nos dirigíamos. De camino fuimos hablando del tema que nos ocupaba y de la necesidad de mantener nuestra posición firme de no transigir delante del director de la entidad.
Cinco minutos antes de la hora prevista, es decir, a las once menos cinco, entrábamos por la puerta de la oficina y pedimos, a un chico muy acicalado que nos atendió, por el director, el señor Peris, que ya nos estaba esperando. La reunión fue bastante tensa, pero no es el objeto de esta historia. En resumen, no obstante, al final casi nos salimos con la nuestra, no sin haber dejado casi la piel y muy enfadados, media hora después de haber entrado, es decir, hacia las once y veinticinco.
La cuestión es que nuevamente fuimos hacia el tren de Sarrià, para que nos volviese a llevar a la Plaça Catalunya. El tren tardó un poco, pero durante aquel rato estuvimos dándole vueltas a lo que habíamos estado discutiendo momentos antes. Finalmente cuando llegó el tren, subimos, ya en silencio, si bien seguíamos pensando en el tema, aunque el sofocón iba perdiendo intensidad poco a poco.
En el momento de entrar en la siguiente estación, es decir, Plaça Molina (así lo esperábamos y creíamos) nos dimos cuenta de que estábamos en la de El Putxet, es decir, en la siguiente después de la de Pàdua, en dirección al Tibidabo. Lo primero que pensamos es que a causa del nerviosismo del momento habíamos entrado por el mismo sitio por donde habíamos llegado, que estábamos en el mismo andén y que, lógicamente, nos habíamos equivocado. Así lo comentábamos, en el momento en que se abrieron las puertas del vagón y bajamos del tren. Entonces nos dimos cuenta que estábamos totalmente solos en el tren y que tampoco había nadie en la estación. El tren se fue y aquella sensación de soledad todavía fue más intensa y extraña.
Cuando nos disponíamos a cambiar de andén nos quedamos azorados al ver que estábamos en el correcto, en el que nos había de llevar a Plaça Catalunya, que era nuestro destino. La sensación de escalofrío, y por qué no decirlo también, de inseguridad por estar viviendo una situación incomprensi ble e irracional eran bien palpables. Nos quedamos mudos y blancos, y nos miramos mutuamente con ojos de incredulidad. ¡Si nos hubieran pinchado en aquellos momentos no hubieran sacado ni una gota de sangre! Evidentemente, no cambiamos de andén, porque en el que nos encontrábamos indicaba claramente que era la dirección correcta.
No sé cuánto tiempo pasó, lo cierto es que la espera se hizo eterna. No se oía ningún ruido y aquel silencio, que casi se podía cortar con un cuchillo, hacía que la percepción que teníamos de la atmósfera que nos rodeaba era de irrealidad y que, tarde o temprano, encontraríamos alguna explicación racional, de esta racionalidad que siempre queremos en nuestras vidas, porque nos proporciona seguridad. Finalmente, un nuevo tren entró en la estación y subimos con una prevención que no sabría cómo describir, como si aquello no fuese del todo real. Íbamos otra vez solos, éramos los únicos pasajeros del vagón (no nos fijamos si había alguien más en los otros vagones).
Han sido de los minutos que más ansiedad han producido en mi vida, y seguro que también en la de mi hermana: esperar a ver cuál sería la siguiente parada del tren. A medida que nos acercábamos, algo nos decía en nuestro interior que no le diésemos más vueltas al tema, que aquello no tenía vuelta de hoja y que nunca lo entenderíamos, por lo cual debíamos de aceptar los hechos tal como los habíamos vivido. Efectivamente, minutos después el tren entraba a toda velocidad en la estación de Pàdua. Aquella percepción de silencio desapareció, sobre todo cuando casi una docena de personas subieron al vagón.
Habíamos vuelto al mismo punto de origen sin haber cambiado de andén. Consultamos la hora: eran las once y treinta y cinco, ¡sólo diez minutos más tarde de la hora en que habíamos salido de la oficina bancaria! En aquel corto espacio de tiempo habíamos vivido una gran cantidad de vivencias inexplicables, que llenaban más de media hora, y volvíamos a estar en el punto de partida. Mi hermana y yo nos miramos en silencio. Lejos, muy lejos, quedaba la bronca que tuvimos con el director y algo misterioso y mágico se había abierto paso dentro nuestro.
—No lo entiendo, Marc, pero vale más que no hablemos de ello, porque nadie nos creería nunca –me dijo mi hermana.
—Tienes razón Joana, será mejor que callemos y no le demos más vueltas –le respondí.
—Durante unos meses nuestras vidas siguieron su curso, y aquel hecho fue quedando en el recuerdo, hasta hoy, cuando he abierto el buzón y he encontrado una notificación del banco en que nos decían que han cambiado de director, y que el nuevo nos cita para hablar de unas cuestiones de unos cargos indebidos y no compensados. Tendremos que volver a coger aquel tren y la verdad sea dicha: no me hace ninguna gracia.
Abril 2001