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Las tías de Arantxa

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Arantxa y yo éramos compañeras y amigas de la escuela, un internado de Bilbao, del cual no merece la pena dar su nombre. Si bien ella y yo compartíamos habitación, juntamente con dos chicas más, se puede decir que Arantxa era una niña solitaria, pero nunca estuvo sola. De toda la pandilla, yo era la más pequeña. Arantxa tenía seis años más que yo; de las otras dos no me acuerdo ni de su cara. La suya es una historia de magia y encantamiento que se diluye con el transcurso del tiempo, cuando sólo nos queda el recuerdo de una época mágica, la de la infancia y la primera juventud, que parece que se la haya tragado la tierra, porque no ha quedado ni el más mínimo rastro.

Arantxa tenía un don que la hacía el centro de atracción de los que la conocíamos y tratábamos diariamente: Tenía el poder o la facultad de materializar aquello que se propusiera y que nos gustaba a las que estábamos con ella, pero sólo para las de su círculo ‘íntimo’. Caramelos, chicles, golosinas, lápices, medallas, etc., aparecían en su mano por arte de magia. Nadie sabía cómo lo hacía, pero el hecho es que cuando estábamos con ella nos decía:

—Tengo unas cosas para vosotras.

Acto seguido se ponía la mano abierta, con la palma tocando la parte izquierda del pecho, por delante del delantal, un poco más arriba del corazón, cerraba la mano y la extendía hacia la persona objeto del obsequio y cuando la abría aparecía una golosina.

Al principio nos pensábamos que se trataba de un truco de magia aprendido en un juguete muy famoso en aquella época (Magia Borrás), pero nunca conseguimos atraparla y averiguar cómo lo hacía. Cuando le preguntábamos ella siempre nos contestaba lo mismo:

—Es muy sencillo, me limito a pensar en lo que quieroy aparece en mi mano.

Como he dicho, esto sólo lo hacía con las que consideraba que eran sus amigas de confianza, incluso llegó a obligarnos a jurar que nunca lo divulgaríamos.

Al principio nos hizo gracia a todas, porque creíamos que se trataba de un simple truco de magia, pero a medida que pasaba el tiempo y no averiguábamos cómo lo hacía, un cierto aire misterioso la fue rodeando, de tal forma que incluso le teníamos un poco de miedo. Es preciso reconocer que todas menos yo. No sé por qué, pero Arantxa me fascinaba, sobre todo cuando me hablaba de su familia. Una familia que se reducía a dos tías mayores, hermanas de su padre, solteras y que vivían en una casa antigua de la Alameda Recalde. Los padres de Arantxa habían muerto en la guerra civil, a consecuencia de un bombardeo de las tropas franquistas, justo cuando ella todavía no había cumplido un año de vida. Desde un primer momento, tal como nos había explicado, sus tías se hicieron cargo de ella, pero como que eran bastante mayores, optaron por ponerla en aquel internado, del que salía cada fin de semana para ir a su casa.

Un día me invitó a ir a su casa, un domingo por la tarde. Jugaríamos con sus juguetes, y sus tías nos prepararían una merienda muy buena, me dijo. Además, yo sería la primera niña del colegio que tendría el ‘privilegio’ de ir a su casa.

Mis padres no pusieron ningún impedimento, teniendo en cuenta que ella no vivía muy lejos de mi casa y que caminando no se tardaba más de veinte minutos en llegar. Aquella era una época en la que el tiempo se relativizaba y no había las prisas de hoy en día. Los domingos por la tarde, precisamente era cuando se aprovechaba para ir de visita a casa de familiares y conocidos. Aquel domingo por la tarde mis padres aprovecharían para ir a hablar con unos primos de mi madre sobre unos temas relacionados con la herencia de un familiar lejano, que había muerto sin hacer testamento. De esta forma yo estaría controlada mientras ellos hacían la gestión familiar.

Cuando se abrió la puerta de casa de Arantxa apareció una señora mayor, muy mayor, que más que su tía parecía su abuela. Eso sí, muy sonriente y amable. Me invito a pasar. Era la tía Aránzazu.

—¿Tú debes ser Lucía, verdad? –me preguntó al mismo tiempo que me sonreía y me hacía una caricia en la mejilla derecha–. Arantxa nos habla mucho de ti –continuó diciendo–. Dice que eres la única niña que la trata tal como le gusta, es decir, con naturalidad. Que la ayudas mucho en los estudios, que la escuchas y que nunca le has pedido nada, no como hacen las otras niñas de la clase. ¿Es así? –me preguntó.

—Pues, no sé qué decirle, señora –le contesté–. A mí me gusta como es Arantxa, las cosas que dice y también las cosas que hace. Las otras niñas quizá no están acostumbradas a ver las cosas que ella sabe hacer. Se creen que hace trucos de magia, peroyo sé que no es magia, si bien no sé cómo lo hace.

—Ay, Arantxa, Arantxa –se oyó una voz en el fondo del pasillo que se acercaba hacia donde estábamos nosotras. Pocos instantes después, otra señora muy mayor, quizá no tanto como la anterior, pero con un gran parecido físico y con la misma actitud de cordialidad y de alegría, apareció por la puerta. Era la otra tía de Arantxa, la tía Maite.

—Mira que le decimos que no haga exhibiciones, porque hay el peligro de que se la mal interprete –continuó diciendo, sin parar de sonreír, al mismo tiempo que disponía una mesa redonda pequeña, que estaba en un lado de la habitación, junto a dos sofás muy antiguos, pero en perfecto estado de conservación. Pocos minutos después, una merienda espléndida, que consistía en chocolate deshecho con ‘picatostes’ y magdalenas, estaba a punto de ser zampada por las cuatro.

—Venga, que se enfría, después ya iréis a la habitación de Arantxa a jugar –insistió la tía Maite, al mismo tiempo que ponía dos sillas, una para Arantxa y otra para mí, y seguidamente se sentaba en uno de aquellos sofás. Su hermana Aránzazu hacía rato que estaba sentada, callada, ya que se estaba comiendo una magdalena y tenía la boca llena. Durante unos instantes, me quedé mirando a las dos señoras, y talmente parecía como si no fuesen reales. Más bien parecían escapadas de un cuento mágico, porque era tanta la ternura, la alegría y la amabilidad que trasmitían, que a su lado parecía que el tiempo no existiera.

Todavía recuerdo, después de tantos años, casi cincuenta desde aquella tarde mágica, el buen recuerdo que me quedó de aquella velada, que se prolongó hasta bien entrada la noche, cuando ya era hora de cenar y mis padres me recogieron. En total habían pasado casi cinco horas y tuve la sensación que sólo había pasado un poco más de una hora.

A pesar de que acordamos que repetiríamos aquella agradable velada, la verdad es que no hubo ocasión. Poco después se acabó el curso y yo me fui con mis padres a Donostia, de donde eran naturales y tenían un piso que había heredado mi padre. El curso siguiente ya no volví a aquella escuela, porque fijamos definitivamente la residencia en la capital donostiarra.

Nunca más volví a saber nada de Arantxa. Incluso dos cartas que le escribí, una a la escuela y la otra a su casa, o mejor dicho, la de sus tías, me las devolvieron, con un lacónico ‘destinatario desconocido’. Siempre me quedó un recuerdo especial de Arantxa y de sus tías, un recuerdo que a medida que iba transcurriendo el tiempo se iba envolviendo de un halo misterioso.

Fueron pasando los años, muchos años, y mi vida me llevó por diversas ciudades españolas donde residir y ejercer mi profesión de médico pediatra. No fue hasta el año pasado que, con motivo del puente de la Constitución y la Purísima, un grupo de amigos decidimos ir a Bilbao a visitar el Gunggenheim.

No sé por qué, pero tuve la necesidad de volver a la antigua escuela donde había estado internada, para recoger información sobre ella. Estaba todo cambiado y modernizado, empezando por aquel patio que en mi infancia estaba lleno de plátanos y ahora se había convertido en un conglomerado de diversas pistas deportivas donde los alumnos practicaban toda clase de deportes de competición por equipos. El antiguo despacho de secretaría y de dirección era ahora una moderna oficina con tres ordenadores personales, una fotocopiadora y toda clase de material de oficina, por cierto muy bien organizada. Fruto de esta buena organización fue que no tuve ninguna dificultad para encontrar documentos escolares de mi época y en concreto de aquel último curso. Aparecieron listas de alumnas, expedientes de exámenes y algunas fotografías de grupo. En todos aquellos documentos aparecían otras compañeras conmigo, muchas de las cuales no recordaba su nombre ni su cara. Misteriosamente, de Arantxa no apareció nada, ni tan sólo su nombre, la verdad es que no me acordaba de sus apellidos. Tenía la esperanza de que aparecería en alguna de las fotografías, pero tampoco fue posible. Insistí un poco, y la chica que me atendía fue muy amable y sacó otra documentación anterior y posterior a aquel año, pero con el mismo resultado: yo aparecía en la del curso anterior, pero de Arantxa no apareció nada. Parecía como si la tierra se la hubiera tragado. Di las gracias y me marché.

Una vez en la calle, el corazón me dio un vuelco al mismo tiempo que me venían unas imágenes a la cabeza: la Alameda Recalde y las tías de Arantxa. Cogí un taxi y media hora después, en medio de un tráfico intenso, se paraba delante de una casa que, tal como estaba de abandonada y maltrecha, me costó reconocer como la de las tías de Arantxa. Pero sí que era. El porche, ahora lleno de zarceños, estaba intacto, lo que había sido el jardín de la entrada, ahora estaba totalmente ocupado y devorado por matojos y hierbas de toda clase. La fachada estaba totalmente deshecha a causa del paso del tiempo, las lluvias, tempestades, humedades y, sobre todo, la falta de una necesaria actividad de mantenimiento, habían convertido lo que en otra época era señal de distinción en un objeto arquitectónico desolado. Aquel viejo edificio ruinoso, junto con dos más a su lado, tenía los carteles anunciadores de la próxima construcción de un conjunto residencial de viviendas adosadas ‘de alto standing’.

Justo delante de aquella casa, sólo cruzar la calle, había otra casa solitaria, pero ésta en perfecto estado de conservación y con gente dentro, ya que se veía la luz encendida en el interior. Tuve el presentimiento de que en aquella casa me podrían dar algún tipo de información útil respecto a lo que estaba buscando. Llamé a la puerta y pocos instantes después un señor mayor, casi viejo, de unos setenta años aproximadamente, me abrió, me miro de forma extraña y me dijo:

—Usted dirá.

—Perdone que le moleste. Hace muchos años, cuando tenía unos diez, residí en Bilbao y había venido con una compañera de la escuela a casa de sus tías, era aquella casa de delante, la que está en medio. ¿Por casualidad sabe qué fue de aquellas señoras?, seguramente que hace tiempo que murieron, porque en aquella época ya eran bastante mayores. Lo que me interesa es localizar a su sobrina, la que era mi compañera. ¿Sabe de quién le hablo?

El hombre todavía me puso una cara más extraña y sin darme ni opción a entrar a su casa me dijo:

—Me perece que se confunde. Efectivamente, en aquella casa vivieron dos señoras mayores, hermanas solteras tal como usted me dice, pero es del todo imposible que usted las hubiese visto, porque cuando usted nació ya hacía algunos años que habían muerto, poco después del final de la guerra a causa de la tuberculosis, que en cuestión de meses se las llevó al otro barrio. Por cierto, tampoco recuerdo haber visto nunca a ninguna niña como la que usted me describe, porque, por lo que me explicaron mis padres, esas dos señoras tenían un hermano que estaba casado y tenía una hija, pero murieron los tres a causa de un bombardeo de las tropas franquistas, poco antes de su entrada en Bilbao. Lo siento, no la puedo ayudar. Buenas tardes –añadió aquel hombre, al mismo tiempo que cerraba la puerta y yo me quedaba plantada y sin ser capaz de reaccionar.

Instintivamente abrí el bolso y cogí el monedero. Desde siempre llevaba una pequeña medalla escapulario de la Virgen del Carmen, que en una ocasión me había regalado Arantxa, en una de sus demostraciones de materialización de objetos.

—Llévala siempre encima. Te traerá suerte y siempre tendrás un recuerdo mío –me dijo el día que me la regaló, con una sonrisa y una mirada especial.

Junio de 2001

Señales

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