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¡Qué sonrisa más bonita!
ОглавлениеNo tiene importancia cuándo sucedió, lo que sí es importante es explicar ‘qué’ pasó y quién fue el principal protagonista del hecho, un hecho que nos marcó y condicionó de una forma muy especial a Marc y a mí, durante una buena parte de nuestras vidas.
Mi nombre es Isabel, y desde hace muchos años me dedico a enseñar nociones de música a niños, en una guardería de la que soy la propietaria, para acostumbrarlos e introducirlos en este arte. Soy consciente que después, a medida que van creciendo, el entorno les hace olvidarla, si bien estoy segura que alguna cosa queda dentro suyo.
La música, principalmente la clásica, es la representación máxima de un medio no intelectual que nos permite la conexión con un nivel superior de consciencia, totalmente aparte de cualquier condicionamiento humano. Es la herramienta que nos permite conseguir la máxima armonía y equilibrio internos, si bien este equilibrio se ha de llevar a la práctica con una forma de ser y actuar coherentes.
Puedo considerarme una artista frustrada, ya que un grave accidente de moto que sufrí, cuando hacía tercer curso de piano en el Conservatorio Municipal de Música (con muy buenas perspectivas), y que me afectó los ligamentos y articulaciones de la mano derecha, me impidió continuar los estudios programados. El piano es la máxima expresión musical que se puede obtener de un instrumento, porque en él veo reflejadas todas las cualidades humanas, desde las más elevadas y sublimes hasta las más graves y bajas, tal como somos las personas. Por este motivo no quise aprender a tocar ningún otro instrumento.
Marc era un colaborador de la guardería que se encargaba de la parte de manualidades, la finalidad de las cuales era despertar y canalizar las incipientes capacidades de expresión artística y plástica de los niños. Llevaba cinco años desarrollando esta tarea, totalmente satisfecho y con muy buenos resultados.
Para centrar un poco más el marco relacional es preciso decir que, en aquella época, yo acababa de cumplir los treinta y cuatro años, tenía un hijo de dos años y hacía justo un año que mi marido y yo nos habíamos separado, y habíamos puesto fin a una relación de más de doce, que fue decayendo a medida que nos fuimos formando como personas adultas y nuestros intereses materiales y personales se fueron alejando.
Marc, por su parte, era casi siete años más joven que yo, y si bien su aspecto físico estaba en concordancia con su edad, desde el primer día que le conocí me di cuenta de su elevado grado de madurez, no exento de una gran capacidad de exteriorizar sus sentimientos, entre los que destacaba una gran alegría interior que muchas veces contagiaba a los que estábamos cerca. Con pocas personas he tenido la oportunidad, como con Marc, de poder tratarlos en tres aspectos diferentes: empleado, porque a fin de cuentas lo era, colega y amigo. Nunca se nos había pasado por la imaginación que un día pudiésemos dar un paso adelante y convertir esta amistad en una relación íntima. Nunca…, hasta después de aquella extraña y sorprendente historia que vivimos una tarde calurosa de un mes de abril en Madrid, con motivo de un congreso sobre la infancia que, durante dos días, se llevó a cabo en la capital del Estado.
Habíamos terminado de comer en un restaurante de la calle Luisa Fernanda, cerca de la plaza Marqués de Cerralbo, y nos dirigíamos, con un poco de prisa, hacia una farmacia situada en la misma calle del restaurante, casi en la esquina de Juan Alvarez Mendizábal, a comprar unas aspirinas para aliviar un molesto dolor de muelas que llevaba todo el día martirizándome. Antes de comenzar las sesiones de la tarde, hacia las cinco, queríamos aprovechar el tiempo libre para hacer una visita al templo de Debot, situado a cinco minutos escasos del lugar donde nos encontrábamos, porque a la noche nos sería del todo imposible ya que habíamos quedado con unos amigos para cenar. A la mañana siguiente, cuando terminase el congreso, cogeríamos el coche a toda prisa, porque queríamos dormir en Barcelona aquella misma noche.
A aquella hora, las cuatro menos cuarto aproximadamente, no había demasiada gente caminando por las calles y en los jardines que rodean el templo, concretamente, no había nadie. Se trata de una zona ajardinada abierta, para que destaque el templo desde cualquier ángulo, sin impedimentos visuales. Íbamos charlando de alguna tontería, porque recuerdo que los dos nos reíamos mucho, sobre todo yo que tengo una risa clara y fuerte, cuando de pronto escuchamos una voz clara y suave que decía:
—¡Qué sonrisa más bonita que tenéis! ¡Qué bonito es poder reír!
—Marc y yo nos giramos y vimos una señora mayor, muy mayor, cogida a un bastón para poder caminar, que se encontraba a una distancia de un metro detrás nuestro. Nos la miramos con sorpresa y simpatía al mismo tiempo, y antes que le pudiéramos decir nada, añadió, dirigiéndose a mí:
—¿Crees en Dios? –me preguntó de forma decidida.
—Pues, claro que sí –le contesté, con la natural sorpresa de verte sometida a un interrogatorio de este tipo. Y ella continuó:
—Dios es amor y éste se manifiesta a cada instante en todo aquello que vemos y vivimos, sólo es necesario que nos demos cuenta, como es vuestro caso en que el amor se os adivina dentro. Sólo hace falta que os deis cuenta y podréis ser muy felices viviendo juntos.
Marc y yo nos miramos y seguidamente, sin despedirnos de ella, seguimos nuestro camino en silencio. No habíamos caminado ni dos pasos, cuando los dos al mismo tiempo nos dimos la vuelta esperando ver de nuevo a aquella venerable señora, y nuestra fenomenal sorpresa se produjo cuando ya no la vimos. Materialmente había desaparecido como si se hubiera fundido. Nos pareció imposible que en sólo dos segundos aquella señora hubiera desaparecido de nuestro campo visual, y más teniendo en cuenta que aquella zona estaba totalmente abierta y la distancia que había hasta la salida del parque era considerable. Incluso miramos detrás de los matojos ornamentales, pero sin ningún resultado. ¡No había ni rastro de ella!
No hicimos ningún comentario y continuamos nuestro camino hacia el templo, pero la risa abierta y ruidosa de hacía sólo un par de minutos había sido sustituida por un silencio sonoroyespeso entre nosotros. Ni durante el resto de la jornada, ni durante el largo viaje de vuelta comentamos nada de aquella extraña experiencia. Era como si en nuestro interior quisiéramos evitar referirnos a ella, como si quisiéramos negar a aquella viejecita y lo que nos había dicho.
No fue hasta pasadas dos o tres semanas que, un día que comimos juntos, a la hora del café me preguntó:
—¿Has pensado en aquella viejecita que nos encontramos en Madrid?
—Y tanto –le contesté–. La verdad es que apareció y desapareció de pronto, como si se tratase de una aparición. Por más que he querido encontrar una explicación razonable no la he conseguido. A la vista del personaje y de su aspecto físico de fragilidad y que parecía que había de caminar muy despacio, era materialmente imposible que se situase detrás nuestro, ya que íbamos muy deprisa y, menos todavía, cuando nos dimos la vuelta para mirarla no era posible que hubiese podido, ni tan siquiera corriendo muy rápido, desaparecer de nuestro campo de visión. Un auténtico misterio, que vale más que no comentemos con nadie, si no queremos que se burlen de nosotros.
—Y qué piensas de lo que nos dijo. ¿Te acuerdas?
—No he dejado de pensar ni un instante en sus palabras. Las recuerdo con una precisión inaudita y recuerdo, sobre todo, la claridad, la entonación y el énfasis que puso cuando las dijo. He estado pensando mucho en lo que nos dijo y en alcance de sus palabras. ¿Y tú?
No vale la pena continuar con este diálogo, que más o menos fue así. Sólo añadir que después de un corto período de reflexión mutua, a raíz de las misteriosas palabras de aquella mujer que nos abrieron el corazón, nos dimos cuenta que además de una fuerte amistad había un sentimiento muy profundo de mutua atracción y que, por culpa de los convencionalismos de la edad, trabajo y otras nimiedades, nos habíamos negado lo que era evidente.
Iniciamos nuestro particular camino de vivir juntos. Nuestra relación duró más de siete años, hasta que finalmente de mutuo acuerdo la volvimos a resituar en una amistad profunda, pero amistad al fin y al cabo, sin resentimientos ni reproches de ninguna clase. Más bien todo lo contrario, siempre tuvimos claro que aquel inexplicable encuentro nos permitió vivir una de las épocas más bonitas de nuestra vida.
Octubre de 2001