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EL ESTRÉS OXIDATIVO

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Cuando respiramos, el oxígeno del aire penetra en nuestro organismo a través de los alveolos pulmonares, desde donde es absorbido y transportado por la sangre para repartirlo a todas y cada una de las células del cuerpo humano. La mayor parte del oxígeno es consumido por las mitocondrias, unas estructuras celulares que se comportan como auténticas centrales energéticas. Paradójicamente, ese oxígeno, que es un elemento imprescindible para la vida, se convierte en una fuente tóxica, ya que una pequeña parte de la utilizada en el proceso celular sirve de sustrato para la aparición de los radicales libres, agentes químicos muy lesivos para diversas estructuras y componentes celulares. La gran inestabilidad eléctrica de los radicales libres hace que reaccionen ante todo lo que encuentran a su paso, ya sean ácidos grasos, proteínas, componentes del núcleo celular (ADN), etc., con el objetivo de recuperar el equilibrio perfecto. Además, agentes externos, como el humo del tabaco o las radiaciones ionizantes, participan en la creación de radicales libres, añadiendo más cantidad de agentes destructores en el organismo.

Dada la capacidad dañina de los radicales libres, el cuerpo humano está dotado de una serie de mecanismos de defensa con poder antioxidante capaz de contrarrestar su actividad. No obstante, la labor defensiva tiene un límite y, cuando el equilibrio de los sistemas protectores claudica frente a un exceso de radicales libres o, simplemente, por una disminución de los mecanismos de defensa, se genera una situación de estrés oxidativo. Este proceso está estrechamente vinculado con la aparición y desarrollo de diferentes enfermedades, o con cambios acaecidos durante el largo trayecto del envejecimiento orgánico.

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