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3.

LIBERTAD PERSONAL

Condicionamientos y autodeterminación

José María Barrio Maestre

Concepto de libertad

Cabe distinguir tres tipos de libertad, que podrían caracterizarse de forma negativa: no encerramiento, no determinación, y no esclavitud, y que se corresponderían, respectivamente, con la libertad en sentido ontológico, psicológico y moral, o bien, de acuerdo con la nomenclatura acuñada por Antonio Millán-Puelles (1995), con la libertad trascendental, la libertad de albedrío y la libertad moral.

De la primera y la tercera no nos ocuparemos aquí nada más que lo estrictamente necesario para ver la relación que tienen con la segunda. Baste decir que son, en un caso, condición necesaria, y, en el otro, consecuencia no necesaria, del empleo de la libertad de albedrío, o electiva.

La libertad trascendental —la expresión es de Martin Heidegger (transzendentale Freiheit)— consiste en la irrestricta apertura a la totalidad de lo real que al ser humano le confiere su naturaleza racional. Merced a las potencias cognoscitiva y apetitiva propias de su psiquismo superior, el hombre está abierto a todo ser, concretamente a título de verdadero y bueno. Entendemos lo que se nos antoja verdadero y queremos lo que se nos antoja bueno, al menos en principio. Estas dos facultades, las específicas del ser racional humano —la aprehensión y el apetito conscientes—, hacen posible que el hombre no viva encapsulado, digamos, prisionero de su naturaleza física, sino con la actitud presta —que a su vez presupone la correspondiente aptitud— a trascenderse, i.e. a salir de su propia piel para relacionarse significativamente con lo otro y con los otros. Este no estar preso constituye para el ser humano una forma, ciertamente muy profunda, pero desde luego una forma de eso: libertad.

Por otra parte, consecuencia no necesaria del empleo de la capacidad electiva es esa forma de libertad que Millán-Puelles designa con el nombre de libertad moral. Del buen uso de la libertad electiva —el que podemos llamar moralmente bueno, o virtuoso— se deriva la adquisición de esta otra, la moral, que consiste en una cierta no esclavitud. Así como la libertad trascendental estriba en un no-encerramiento, la libertad moral libera de una doble sujeción. Por un lado, quien la posee no es esclavo del egoísmo, y, por otro, vive desprendido de los bienes que tiene o usa. Nunca el ser humano llega a estar completamente suelto de ambas cosas; no es lo mismo tenerlas que ser tenido, o retenido, por ellas. Esta relativa soltura le franquea al hombre la posibilidad de afrontar emprendimientos en beneficio de los demás —incluyendo los riesgos que toda empresa lleva anejos—.

Sin dejar de tener inclinación a lo fácil y agradable —el ser humano no puede dejar de tenerla—, es posible tenerla yo sin que ella me retenga a mí, obstaculizándome afrontar el bien arduo, i.e. el que merece la pena, en el sentido de que resulta difícil —penoso, esforzado— poner los medios para alcanzarlo.

La libertad de albedrío

Es la libertad propiamente electiva. Puede definirse como una propiedad de la voluntad por virtud de la cual se autodetermina hacia algo que la inteligencia le presenta como bueno.

Decir que se trata de una propiedad de la voluntad no significa que todas las voliciones sean electivas. (Al menos hay una que no lo es: ser feliz es algo que queremos todos los humanos). Lo que significa esta afirmación —que la libertad electiva es algo del querer— es que en sentido propio dicha libertad no puede darse más que en los actos de querer, no que todos ellos sean libres en sentido electivo. En efecto, se habla metafóricamente cuando se habla del aire libre, o las aves que vuelan libremente —i.e. que no están enjauladas—, o de un taxi que está libre, etc.

Lo más específico del libre albedrío es la autodeterminación en la que formalmente consiste la volición libre. La voluntad puede estar motivada —de hecho, siempre lo está—, i.e. puede ser impulsada por motivos, razones que la inducen, seducen o inclinan en una dirección u otra, con un peso (pondus) mayor o menor, que la inteligencia mide —pondera— al deliberar, operación que suele preceder psicológicamente a la elección de la voluntad. Pero, en todo caso, los motivos no son la ultima ratio de que queramos algo. Por mucho peso que tengan, la razón última de querer algo de manera electiva es, precisamente, quererlo. En esto estriba la decisión libre, en que al fin y al cabo queremos lo que queremos porque queremos, es decir, porque sí.

Que la voluntad se auto-determina significa que se da a sí misma la orientación definitiva de su querer, aunque también pueda estar —y siempre en alguna medida lo está— hetero-condicionada. Si quiero libremente algo, la razón definitiva de que lo quiera no es razón o motivo alguno; es, sencillamente, que lo quiero querer. La voluntad humana siempre está condicionada, influida por condicionantes que la motivan o inclinan en una dirección u otra. Pero únicamente puede ser determinada por ella misma, es decir, solo de sí misma recibe el impulso definitivo o último.

La voluntad humana libre está condicionada por ser limitada, dado que el ser humano que es titular de ella igualmente es limitado y finito. Una libertad infinita solo cabría pensarla atribuyéndola a un ser personal infinito. más patentemente ese no es el caso del ser humano. Pero su voluntad sí es, digámoslo así, completamente soberana al momento de decidir-se. En la Biblia se dice que Dios dejó al hombre en manos de su albedrío (Eccli 15, 14), como para subrayar esa soberanía en el reducto más íntimo de su corazón, que es donde el hombre elige sus vínculos, sus amores, eso que llamaba Platón el eros fundamental que nos mueve.

Condicionamientos de la libertad electiva

¿Cuáles son los principales condicionantes de la libertad de albedrío? Podemos distinguir algunos externos y otros internos. Entre los factores que condicionan o limitan la libertad electiva desde fuera de ella, a su vez los hay de muy diversa especie: sociales, culturales, económicos, políticos, incluso físicos. La edad, por ejemplo, permite o impide hacer ciertas cosas; la educación que recibimos nos potencia o nos limita (generalmente nos capacita en un sentido al tiempo que nos limita en otro); la situación económica, la posición social, el régimen político bajo el que uno vive, etc. Estos límites externos son, por eso mismo —por ser externos— fácilmente reconocibles para cualquier persona que haya madurado un poco.

Hay otros factores condicionantes de nuestra libertad electiva que resulta más difícil reconocer porque son estructurales, digamos, la limitan desde dentro. Entre ellos cabe destacar los siguientes:

1 La libertad electiva no es una elección. Nadie ha elegido libremente ser libre. Tal vez la expresión es algo exagerada, pero tiene razón Jean-Paul Sartre cuando dice que estamos condenados a ser libres. Algunas veces lo experimentamos así, tal vez frente a ciertas decisiones, digamos, trágicas, i.e. que no tienen vuelta atrás, y en las que nos jugamos mucho: nuestra trayectoria biográfica ulterior está en juego.

2 No podemos elegirlo todo. En todos los casos, elegir una opción implica renunciar a otras alternativas.

3 Tampoco podemos elegir el mal. Para que algo se nos presente como elegible hace falta que revista cierta bondad, al menos la apariencia de ella. Sí podemos elegir mal un bien, es decir, dar preferencia a algo bueno que por colisionar con otro bien mayor deberíamos haber postergado. Pero propiamente no podemos elegir el mal. El drama de nuestra libertad se manifiesta en el hecho de que no elegimos entre el bien y el mal. Eso podría parecer dramático, pero en realidad no lo es, dado que lo que se nos antoja malo sin más no podemos quererlo, y, por tanto, tampoco elegirlo. El verdadero drama estriba en que en realidad hemos de elegir entre lo bueno y lo mejor, a saber, entre dos opciones que se nos presentan como buenas —de lo contrario, no nos las plantearíamos como opciones posibles—, y podemos ponderar mal el peso de bondad de cada una de las alternativas en juego, i.e. podemos tener la balanza trucada a la hora de deliberar.

4 La libertad se realiza en el tiempo, y nuestro tiempo es limitado. En consecuencia, aunque podemos volvernos atrás de alguna decisión que se ha revelado fallida, no podemos regresar atrás en el tiempo. Cabe aprender de los errores pasados para enderezar mejor el camino futuro, pero no cabe alterar el hecho de que lo que ha pasado en efecto ha pasado. Y con eso hay que apechar.

Quizá haya otros límites internos de la libertad electiva, pero estos que he mencionado ponen de manifiesto que esta, además de estar limitada, es ella misma limitada, toda vez que el ser humano es también un ser limitado, una criatura. Si no lo fuera —i.e. si el hombre fuera un ser absoluto, como suponía Sartre—, entonces también lo sería su libertad: en otras palabras, más que tener libertad, la sería, como concluye el filósofo francés.

Ignorar los límites de la libertad —y concretamente estos que he mencionado, los cuales no la constriñen desde fuera, sino que la condicionan estructuralmente— equivale a desconocer su verdadera identidad, pues identificar una realidad requiere detectar lo que la delimita frente a lo-otro-que-ella. La libertad ilimitada que algunos imaginan es tan solo una ficción romántica cuya única posible sede es la fantasía adolescente (o tardoadolescente, que a menudo se da en personas que maduran tardíamente).

No se es libre por poder hacer, sin límites, todo lo que a uno le viene en gana, sino más bien por poder querer lo que uno entiende que debe querer porque le da la gana, que es cosa bien distinta, y que generalmente supone no ser esclavo de las ganas, o de la falta de ellas, sino orientarse uno mismo hacia lo que entiende bueno, y en definitiva hacia lo que en el fondo quiere.

Ejercicio y desarrollo de la libertad: la responsabilidad

Representa un grave error confundir la libertad con la veleidad. Veleidad es la condición propia de las veletas. Aún puede verse en muchos edificios antiguos ese artefacto que, instalado en lo alto del tejado, sirve para señalar la dirección del viento. Si, por absurdo, la veleta fuese consciente, podría decir de sí misma que es muy libre, dado que no está fijada en una sola dirección, sino que puede apuntar hacia cualquier dirección de la rosa de los vientos. Pero en el fondo sí lo está: está sujeta, en cada caso, a la dirección del viento que sopla con más fuerza.

Pensar que la libertad consiste en la mera indeterminación de quien puede hacer lo que le venga en gana es, empero, confundirla con la veleidad. No consiste la libertad electiva en no estar determinados, sino precisamente en poder autodeterminarnos en la dirección que queremos darle a nuestra vida, pese a los vientos que corran, por fuera o por dentro. Es lo que nos franquea la posibilidad de ser auténticamente dueños de nuestros mismos.

Todo ejercicio de la libertad electiva —todas nuestras elecciones o decisiones— determinan y de-limitan nuestra conducta en una dirección, y en esa misma medida definen, perfilan y marcan un rumbo específicamente biográfico a nuestra vida. Con todas las cláusulas que haya que hacer a esta afirmación, en verdad somos lo que decidimos ser, bien que sobre la base de algo que no decidimos, como ya señalé, a saber: yo no decido ni ser, ni ser-persona ni, como consecuencia, ser-libre —que es algo característico de las personas—. Todo eso está hecho en mí, pero no por mí; decido desde tales condiciones, no sobre ellas.

Cada elección que hacemos deja huella en nuestra estructura psico-moral, una huella más o menos profunda dependiendo de lo consciente que sea la deliberación que la precede. La noción de hábito apunta justamente a esa huella o carácter.

Los hábitos, tanto los morales como los intelectuales, son el modo de ser que nos hacemos-ser obrando, i.e. el rendimiento del obrar en el ser que acabamos siendo, el saldo propiamente biográfico de nuestra vida. Eso que nos hacemos ser llegamos a serlo. Aristóteles decía que los hábitos son como segundas naturalezas, por cuanto presuponen una primera naturaleza o modo de ser que no nos damos —ser lo que somos, persona humana—, pero a la que a su vez confieren una característica, digamos, personal —ser quienes somos— que la modula de una forma propiamente biográfica.

Responsabilidad significa la capacidad de hacernos cargo de las consecuencias de nuestras decisiones libres, es decir, de responder personalmente de lo que, mediante el empleo de nuestra libertad, hemos puesto en la realidad de nuestra vida. La noción de responsabilidad atañe igualmente al saldo, positivo o negativo, de esas decisiones nuestras en la vida de otras personas a las que afectan de un modo u otro. Está claro que nuestras elecciones tienen consecuencias, de mayor o menor alcance, tanto en nosotros mismos como en otras personas, y asimismo en el curso general del mundo. Asumirlas es un aspecto de la libertad.

La responsabilidad, por tanto, no es un límite más de la libertad, ni siquiera algo distinto de ella, sino una faceta misma del ser-libre, de manera que una libertad irresponsable constituye un contrasentido. A esto último a menudo se refieren las gentes con la voz libertinaje, mas, tal como lo veo, no consiste este en una forma excesiva de libertad, o a un esquema de vida anárquico —desarreglado, i.e. no sometido a orden o regla alguna—, sino precisamente en un déficit de libertad que más bien habría que identificar como veleidad. En otras palabras, no es verdadera libertad la que no se hace cargo de sí misma abrazando las consecuencias que se derivan de su uso, es decir, de las efectivas decisiones en las que la libertad se realiza.

Libertad y autonomía

Como resultado de algunos errores teóricos que he mencionado aquí, en el pensamiento y en la cultura moderna se ha ido abriendo camino una idea de libertad que ha devenido más bien en ideal de liberación que, en algunas de sus expresiones culturales, supone una representación estructuralmente dislocada, y en consecuencia patógena, por fracturar internamente a la persona de sus raíces.

En efecto, el desarrollo que el pensamiento poskantiano ha hecho de nociones como la de emancipación (Mündigkeit), in-dependencia (Unabhängigkeit) o autonomía (Autonomie) —en definitiva, la condición de quien ya ha madurado, ya no es un niño y no de-pende, no está colgado (nicht hänget ab)—, han llevado a muchos a pensar que la realidad del mundo y de lo que somos no estriba en otra cosa que en lo que pensamos, decidimos, decimos, sentimos que son o hacemos que sean. Es verdad que algunas cosas son lo que libremente queremos que sean, pues las fabricamos nosotros. Pero otras no.

Esta visión dislocada, muy presente en nuestro contexto cultural, hace más difícil reconocer el valor humano y humanizador de la religión, que tiene mucho que ver con el homenaje a las raíces de nuestro ser. Frente a ella se hace preciso recordar que no es contradictorio saberse en deuda, i.e. reconocer que uno tiene un origen, con reconocerse uno originario de sí mismo en cierta medida, que tampoco es pequeña. Más hace falta entender que uno también se debe a otro. Es una forma muy profunda de libertad asumir libremente la propia dependencia.

La verdadera liberación para el ser humano consiste en librarse de la postura ombligocéntrica que nos impide mirar más allá de nosotros mismos y entregarnos por amor —que es aquello para lo que el hombre fue creado libre— a Dios y a los demás por amor de Dios.

Libertad y verdad

Si se entiende lo visto hasta aquí, se comprende que una manifestación arquetípica de libertad es el reconocimiento. Esta palabra tiene dos sentidos, convergentes: conocimiento de la verdad, y respeto a la realidad de las cosas. Conocerlas realmente es, dentro de la limitación humana, reconocer lo que en verdad son. De lo contrario, habría que hablar de desconocimiento más que de conocimiento. Ciertamente, toda la verdad no es una magnitud humanamente disponible: no conocemos todo, ni del todo lo que conocemos. Pero si lo conocemos, reconocemos lo que es. Si no, no hay conocimiento de nada. Por su parte, conocer implica saberse medido por una realidad que posee un régimen y unas leyes propias que, ante todo, hemos de reconocer en su alteridad, no como un constructo o proyección de nuestra propia subjetividad. Las cosas no son tan solo, ni principalmente, lo que son para mí, sino lo que son en sí.

Ante todo, el relativismo es solipsista, y encierra al ser humano dentro de los límites de su yo. La verdadera libertad, por el contrario, libera al hombre de la estrechez de su ego, permitiéndole auto-trascenderse y salir de su ombligo. La mayor esclavitud es no poder pensar más que en un uno mismo, y confundir el mundo con mi propia representación de él. Además de la falta de realismo que esta actitud entraña, resulta de suyo morboso confundir la realidad con los propios deseos o ficciones. Los expertos psiquiatras conocen bien las patologías a las que conduce semejante confusión.

El relativismo deprecia la libertad al ignorar el valor de la verdad, la cual, de acuerdo con Tomás de Aquino, constituye el bien de la inteligencia, y, por tanto, un bien humano esencial, pues el hombre es animal racional, y ser racional significa ser capaz de verdad. Igualmente, y por la misma razón, el relativismo devalúa la responsabilidad. Alguien ha dicho, no sin razón, que el relativismo es el gran pretexto de los sinvergüenzas (naturalmente, no siempre es así). Y, dado que el hombre no puede vivir sin verdad —sin ella tan solo puede malvivir—, el desprecio a la verdad también vacía de contenido la sociabilidad humana, reduciéndola como mucho a una provisión de protocolos para evitar tropiezos con los demás. Si no se percibe el papel de la verdad en política (Barrio, 2018), esta acaba aspirando tan solo a atenuar los choques más traumáticos, y no siempre con resultados satisfactorios.

A la inversa, solo la verdad libera las energías intelectuales y morales más creativas del ser humano. Ahora bien, únicamente en libertad podemos abrirnos a la verdad (Spaemann, 2017). Ahí estriba el gran valor de la libertad humana, en su conexión con la verdad, el bien y la belleza, qué es lo que puede dar plena satisfacción, igualmente dentro de los límites de todo lo humano, a nuestra insaciable ansia de realidad.

Bibliografía

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— Europa, en reinicio. Universidad Austral, Teseopress. Pilar (Ciudad Autónoma de Buenos Aires) 2019 (libro digital, descargable en la hoja web Europa, en reinicio (teseopress.com)).

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Palacios, J. M. El pensamiento en la acción. Estudios sobre Kant. Caparrós, Madrid 2003.

Polo, L. Quién es el hombre. Un espíritu en el mundo. Rialp, Madrid 1991.

Senior, J. La restauración de la cultura cristiana. Homo Legens, Madrid 2018.

Spaemann, R. Verdad y libertad. En Barrio, J. M. (ed.) Cristianismo, Europa, libertad. Eds. Teconté, Madrid 2017:151-80.

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