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6.

PERSONAS E INSTITUCIONES

Relaciones y vinculaciones

Aquilino Polaino-Lorente

Introducción

Las instituciones son organismos, públicos o privados, creados para desempeñar determinadas funciones o labores social: cultural, científica, familiar, educativa, económica, política, religiosa, etc. Lo son, v.g., la familia, el vecindario, la ciudadanía, la pertenencia a una institución laboral (empresa, universidad, administración del estado o de la justicia, etc.). También son instituciones las religiosas, como la iglesia, o las distintas familias de espiritualidad dentro de una misma iglesia: órdenes religiosas dentro de la Iglesia católica, iglesias separadas dentro de la Iglesia reformada, espiritualidades monacales dentro de la Iglesia Ortodoxa, etc. O tradiciones religioso-políticas, como la de los chiíes y los sunitas. O la pertenencia a un pueblo, v.g., el kurdo o el judío, o a una tribu étnica, v.g. hutus, tutsis.

La sociología ha diferenciado las instituciones por la continuidad y permanencia de las relaciones sociales que crea, frente a otras relaciones más efímeras, v.g., comerciales, de encuentros puntuales por hobbies, etc. En la sociología, v.g., la weberiana, las instituciones son las relaciones sociales que más poder tienen sobre el individuo, dado que potencialmente tienen capacidad para vincularnos en todos los aspectos de la vida, incluyendo la muerte. Las instituciones más poderosas, por este motivo, son las iglesias y los estados, pues los individuos pertenecen a una y otra desde su nacimiento.

En el mundo occidental, las instituciones se regulan por su propia normativa legal. Con ella tratan de fijar el comportamiento de los distintos participantes (v.g., gobierno, jueces, administración, ejército, etc.), de manera que quede garantizada su propia supervivencia. Las instituciones han nacido para sobrevivir a los individuos o colectivos que las han creado.

Es propio de las instituciones tener sus propios fines corporativos (razón social o bien común), en torno a los cuales se establece una finalidad en la que participan todos los miembros de la institución. Las voluntades de los miembros componentes se aúnan en torno a esa finalidad corporativa, a la que quieren servir en común. Las instituciones cooperan a dar una mayor cohesión social a sus miembros, porque les hace participar en unos intereses y una actividad común.

Las instituciones prestan así significativos servicios sociales a los individuos que la integran. Por un parte actúan como instancias intermedias entre la persona y el cosmos social. Reducen además la incertidumbre social de los individuos, porque aportan normas de comportamiento asociados a un rol, a un puesto en el organigrama, etc. O por crear cierto orden allí donde se daba el caos con, v.g., un ordenamiento administrativo que determine cómo el individuo debe dirigirse a las instituciones para obtener de ella lo que precisa. Constituyen, pues, un sistema irrenunciable para la estructuración del orden y la convivencia social, y para el equilibrio personal del individuo.

De ella resultan además las primeras y principales jerarquías. La institución crea las normas que establecen quién debe mandar y en qué materias, y quién debe obedecer y en qué materias. El gobierno y el mando garantizan la consecución orgánica de los fines comunes. El resto de los miembros integrantes, cuanto más participen en, v.g., la elección de la dirección o el gobierno de las instituciones, o puedan presentarse ellos mismos a ser los gobernantes de las mismas, más podrán identificarse con ellas y más unidos se sentirán a su destino.

Esto último ya señala de qué manera las personas forman parte, y una parte esencial, de las instituciones. De modo inmediato y directo, lo hacen cuando participan en la constitución de su núcleo directivo, como acabamos de decir. De modo mediato o indirecto, cuando reciben su influjo como grupo de pertenencia o referencia. De aquí la importancia de las relaciones significativas entre las personas y las instituciones a las que pertenecen. Nadie puede dejar de pertenecer a alguna institución, bien sea familia de origen o de elección, estado, vinculación laboral, ciudadanía, etc. Ni nadie puede evitar que las instituciones a las que pertenece influyan y modelen poderosamente su personalidad.

Si queremos comprender a las personas, tenemos que comprender cómo se relacionan con las instituciones. Y tenemos que comprender qué demandan y qué ofrecen las instituciones a las personas, para llegar a comprender la configuración personal que estas eligen para sí, cuando eligen aceptar o participar en las instituciones.

Dialéctica del individuo y las instituciones

Lo que el hombre piensa, siente o hace no dejará huella ni perdurará si no se transfiere a las personas de la generación siguiente. Las instituciones suelen tener, por lo general, una andadura más larga que la vida de las personas. Pues, como sostuvo Hipócrates, el arte es largo, la vida es breve, la ocasión fugitiva, la experiencia incierta y el juicio difícil.

De ahí que, en cierto modo, el ser mortal sobrevive en las instituciones a las que perteneció, y ello es un factor imprescindible para la salud mental de cada individuo, pues le da una razón de ser al futuro, en el que ya no estará. Pero esta supervivencia en lo institucional tampoco se extiende ad infinitum, a excepción tal vez del prócer que fundó la institución y la alentó. De ordinario, el creador de una institución se transforma en un icono que resiste y sobrevive el paso del tiempo.

Pero también la temporalidad de este icono, aun siendo más prolongada, no deja de estar sometida a los vaivenes de las modas y cambios culturales. Aunque esto habitualmente no importa, pues antes o después retornará del aparente olvido. Lo que no regresa, en cambio, ni lo hará jamás es el hombre singular, el hombre que, anónimamente o no, formó parte de la institución, especialmente si esta deja de recordarlo. La memoria de un individuo sobre la tierra dura tres, cuatro generaciones a lo sumo, señaló Dostoievski en Los demonios; tanto, en todo caso, como tarden en olvidarle los descendientes de sus nietos.

Hay, pues, una interdependencia inequívoca entre la persona y las instituciones.

Por un lado, sin personas no hay instituciones. Estas no surgen de la nada, necesitan de las personas para ser creadas y subsistir. Además, sin el compromiso de la libertad de cada persona con los fines institucionales, de muy poco servirían las instituciones, pues en definitiva podrían sucumbir. Así pasa con no pocas empresas, despachos de abogados, etc., por muchos años que hayan estado vinculadas al nombre de su creador. Si sus sucesores no saben adaptarse a las nuevas características del mercado o del negocio jurídico, dejarán de existir.

Por otra parte, el hombre individual necesita de las instituciones para alcanzar su propio desarrollo. El individuo no se hace a sí mismo sin los demás. Son los demás —en gran parte, a través de las instituciones— los que contribuyen al desenvolvimiento y diferenciación de todas las potencialidades contenidas en su persona.

Ahora bien, como ninguna institución puede suprimir o derogar a las personas que la constituyen, ¿qué pasa si personas están en crisis? ¿No afectará esa crisis también a las instituciones? ¿Cómo pueden estas contribuir no solo a no verse mermadas por la debilidad de sus miembros, sino acaso a su recuperación y fortalecimiento? Contestar a estas cuestiones nos obliga a examinar la asimetría de la relación entre personas e instituciones.

Una relación asimétrica

Personas e instituciones están llamadas a entenderse, pues las unas precisan de las otras, como hemos dicho. Pero son tan diversas sus respectivas naturalezas, que esa relación forzosamente ha de ser asimétrica. Ocurre así porque los fines de las instituciones casi nunca coinciden con la totalidad de los fines personales, como tampoco los medios de que se sirven unas y otras para lograr lo que se proponen. Se da así algunas contraposiciones entre ellas, que señalan de manera característica esta asimetría: sujeción vs libertad; originalidad personal vs anonimato; creatividad vs eficiencia burocratizada.

Por un lado, el cumplimiento de los fines de las instituciones solo puede satisfacerse con la debida obediencia de las personas que pertenecen a ella. De ahí que las instituciones traten de buscar un equilibrio armónico entre el sometimiento de los miembros a los fines y normas de funcionamiento (legales o simplemente por medio de usos o costumbres), y la libertad personal.

Por otro, en muchas personas puede darse la contraposición entre la búsqueda de la igualdad con el resto de los participantes, pues se ha aceptado voluntariamente pertenecer a la institución que ellos pertenecen; pero también el sostenimiento y aún aumento de la propia originalidad, no necesariamente sujeta a lo común.

Las personas quieren ser iguales a los otros en lo relativo a la justicia, la moda, el ejercicio de sus derechos, etc. Y en muchos otros aspectos lo que desean en realidad es pasar inadvertidas, no ser raras o extrañas al grupo —no sentir la desaprobación del círculo social más próximo a ellas, aunque las normas sancionadoras no estén sometida a regulación jurídica—.

Pero, al mismo tiempo, todo individuo quiere ser él mismo, ser diferente, destacar, sobresalir entre demás, ser original, manifestar sus peculiaridades... Las personas huyen de la homogeneidad y hacen resaltar sus diferencias. Aunque, conforme a su esencia, son como los demás, conforme a su persona no son los otros, sino ellos mismos. Todo individuo es un misterio inabarcable, omne individuum ineffabile, y como tal quiere sentirse.

Por eso las personas detestan ser tratadas como un individuo genérico. Por eso están hastiadas de cada vez ser más iguales unas a otras, de ser intercambiables en el ámbito laboral, de ser tratadas como abstracciones sin individualidad, carentes de singularidad.

El tipo genérico, el hombre medio es medio hombre porque le falta lo que le singulariza y diferencia. El español medio no existe como tal. Y, sin embargo, la vida social y los productos de consumo se dirigen al hombre medio a través de las redes sociales, la publicidad, los estilos de vida comercializables, los esquemas de comportamiento, etc.

Algunos han encontrado en el trabajo profesional su vía de cancelación de la despersonalización e igualación a la que se sienten sometidos por todos lados, por obra de las instituciones. Ven en el trabajo la manera de robustecer y afirmar las propias peculiaridades frente a los demás, frente a la competencia o las instituciones. Pues, aunque la vida humana es una e indistinta para todos, la singularidad con la que cada uno quiere vivir y llenarla de significado personal no es conmensurable con la norma estándar de las instituciones.

Pero hay otros a los que, por el contrario, el individuo genérico e indiferenciado proporciona el camino para renunciar a esa individualidad mucho más costosa que uno tendría que buscar y tratar de conseguir. La existencia genérica y precaria —piensan estos— nada tiene que aportar a los demás y, por consiguiente, apenas si contribuye a la vida social, así que mejor conformarme a ella. Este hombre genérico se aproxima al hombre-masa, una vez que cancela su propia figura. Se transforma así en apenas un haz de necesidades momentáneas e igualitarias, prontas a ser satisfechas. Pero para lograr esa tranquilidad aparente tiene que pagar un alto precio, que es la fragmentación de su persona en haces de comportamientos, pensamientos, sentimientos, percepciones, etc., no soldados entre sí.

Ninguno de estos planteamientos logra el equilibrio entre institución e individuo y su beneficio mutuo. Hace falta una mirada prudencial para acertar con el modo de acompasarse entre ellas.

Reajuste desde la asimetría

De una parte, ninguna institución puede garantizar el desarrollo de la persona, por encima y más allá de la propia responsabilidad que esta tiene por su propia vida. La vida de ningún adulto está en manos de otro ser humano, o institución, más de lo que está en las de uno mismo, de una misma.

Por eso, las instituciones no deben ni pueden prescindir de la libertad de las personas. Si no son instituciones de hombres y mujeres libres no podrán ir adelante como tales instituciones. Ninguna tiene asegurada su estabilidad y permanencia. La seguridad institucional es una seguridad prestada, pues procede de la suma de lo que cada persona vitalmente aporta. La fuerza y el poderío de una institución asientan en la voluntad libre de hombres libres que libremente asumen su parcela de responsabilidad en la obtención del bien común, que es la finalidad de esa institución.

La estabilidad, eficiencia y seguridad de la institución consiste al fin en la suma de voluntades. Pero ¿es fácil establecer una continuidad entre la articulación orgánica de la voluntad del individuo singular y las voluntades de quienes son sus directivos y representantes institucionales? La voluntad de cada persona debiera trenzarse con la voluntad de quienes dirigen la vida institucional hasta lograr una fusión sin confusión.

La institución y su staff directivo

Las instituciones saludables suelen huir de la prepotencia, el mesianismo y la arrogancia, por muy poderosas y grandes que sean. La misma promoción profesional de los directivos no depende solo de ellos ni de su mayor o menor capacidad para gobernar. Depende también de la suma de voluntades de muchas personas silentes y tal vez ignoradas. Atribuirse solo a sí mismo el resultado institucional alcanzado es algo mezquino.

Cierto es que la función del gobernante es delicada y compleja. En ocasiones, no se le ahorra ni el estrés, ni el sufrimiento, ni la preocupación ante la necesidad de tomar decisiones dolorosas para todos. Sin duda alguna, esta es la cara oscura de los que dirigen: una imagen invisible que pasa inadvertida para la mayoría y que debiera ser atendida en profundidad. Si se dificulta el desarrollo de las personas que dirigen, la institución tampoco cumplirá con sus fines. Aunque siempre será distinto servir a la institución y servirse de ella para un fin personal no institucional.

En todo caso, como las instituciones han de servir a todas las personas, también han de servir a sus directivos. Al mismo tiempo, sin embargo, y necesariamente, también se sirvan de ellas para lograr sus propios fines. Porque el prestigio de las instituciones está por encima de las personas que las dirigen y colaboran en ellas. Aunque, en cierto modo, ese prestigio institucional se construya también con la suma de la autoridad y fama individual de todos los que participan en ella. De modo análogo el prestigio institucional reobra sobre quienes participan en ella.

¿Y qué decir de aquellos a los que se dirige la acción directiva del staff institucional, de los gobernados por ellos?

El crecimiento de la libertad de los que obedecen al gobierno

Las instituciones crecen cuando contribuyen al desarrollo de los que en ellas cooperan —ese es su capital más importante—; y cuando así sirven a la sociedad en sentido más amplio, conforme a los fines para los que se ha constituido. Pero este crecimiento y este servicio solo se pueden lograr con el aumento y la extensión efectiva de la libertad de sus miembros.

Una cuestión por la que ha de velar el jefe o directivo es la de afirmar y justificar el valor incondicional del crecimiento de las personas que trabajan en su institución. Una empresa que ignore lo anterior —o que se apoye más en posiciones de poder y privilegios, o en la meritocracia burocrática— tiene cercana la fecha de caducidad.

Los resultados no hay que atribuirlos solo a los que gobiernan, sino también a las voluntades invisibles y anónimas, al esfuerzo escondido de los que no aparecen publicados en la cuenta de resultados. Pero sí que cuentan; tanto, que sin ellos quienes dirigen no tendrían nada de que ufanarse, por la sencilla razón de que no obtendrían resultado alguno.

Los jefes y directivos de instituciones mercantiles, políticas, religiosas, etc., harían bien en percatarse del inestable equilibrio en que consiste el buen gobierno. Bastaría con que un grupo de personas sin nombre explicito dejaran de implicarse en lo que hacen —que casi nunca es del todo controlable— para que se hundiera la cuenta de los resultados que querían lograr.

Las instituciones no pueden comportarse como una entidad abstracta, que no debiera nada a nadie o no tuviera que subordinarse a ninguna persona. La naturaleza abstracta o burocratizada de las instituciones se relaciona mal con la singularidad de la persona única e irrepetible.

Acerca de lo universal es posible hacer cualquier generalización abstracta. Pero acerca de lo singular y concreto, es decir, de la persona singular, con sus afanes, avances y retrocesos, cansancios y pequeñas alegrías, oscuridades y alboradas, solo cabe tratar de entender cómo procura realizar su destino al realizar su vida o mejor, cómo realiza su vida del modo en que lo hace para alcanzar su destino. Esto es concreto, particular, singular, no cuantificable, no abarcable por una generalidad abstracta, no cuantificable numéricamente.

El curso inexorable de la historia

Cambia la sociedad, la vida cambia. People has changed! ¿Acaso puede congelarse la historia? ¿Están las instituciones más allá de la historia, de manera que sean invulnerables al paso del tiempo y a los cambios sociales que ocurren, lo quieran o no? Las instituciones también cambian, claro está. Más, ¿qué es lo permanente y lo cambiante en cada institución a lo largo de la historia? ¿Pueden desnaturalizarse las instituciones, es decir, no cumplir con sus fines constitutivos, por efecto del paso tiempo?

La vida de las instituciones es la sombra alargada de las personas que las dirigen en cada etapa de su trayectoria. ¿Es que acaso los directivos no cambian a lo largo de sus vidas? Los directivos, claro está, como personas que son ellos mismos, también cambian. Y cambiará con ellos su peculiar concepción del mundo y de la vida social, su estilo de dirigir, sus intentos de adaptarse a un mundo vertiginosamente cambiante. La proyección de esos cambios personales de los directivos sobre la vida institucional es probable que ayude a comprender el modo en que se han arruinado algunas instituciones.

Sin embargo, conviene distinguir entre la naturaleza de una institución y las personas que las dirigen (asimetría). Es difícil que se dé un total y perfecto ensamblaje entre la naturaleza de la institución y la naturaleza de quien la dirige. La discrepancia entre ellas está avalada por la mudanza de las personas. Una cosa es el cambio de las personas al frente de una institución y otra muy distintas los cambios a los que forzosamente está expuesta toda vida personal.

Tan imprudente sería cambiar el gobierno de una institución, sin que haya una causa que lo legitime —bastaría, por ejemplo, que se hubiera cumplido el tiempo de su mandato—; como la permanencia del equipo directivo durante décadas, como premio a su buena gestión, a su lealtad a los fines institucionales, o a los buenos resultados obtenidos.

Todo cambio institucional comporta riesgos. De aquí que haya que reflexionar con la necesaria prudencia acerca de su pertinencia o no. Sin embargo, la permanencia del directivo en el cargo —fundada solo en la seguridad de lo que esa persona aporta al sistema— podría constituir un lamentable error.

¿Es que acaso las personas no se adaptan —y, en consecuencia, se apegan de modo inevitable— al puesto que desempeñan? ¿Acaso contribuye esta permanencia a la rectitud de intención? ¿Cómo se verifica esta? ¿No constituye tal vez una paradoja que a la misma persona se le pida que en la tarea desempeñada dé de sí todo cuanto tenga, al mismo tiempo que esté desprendida de todo cuanto hace? ¿Qué tipo de vinculación es esta entre la persona y lo que hace? ¿Está puesto en razón tal vínculo desvinculado, un compromiso descomprometido? Desde la perspectiva de la condición humana no es muy comprensible, por lo que habrá que apelar a consideraciones transhumanas.

Bibliografía

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Simmel, G. Sobre la Individualidad y las formas sociales. Escritos Escogidos. Universidad Nacional de Quilmes, Buenos Aires 2002.

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