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I. MOVILIDAD HUMANA Y FRONTERAS

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La movilidad humana, como fenómeno que aúna complejos desplazamientos de población que incluye refugiados, solicitantes de protección internacional, migrantes y otros2, tensiona el tradicional esquema de Estado-nación asentado en el control fronterizo. En efecto, el estado soberano moderno o “westfaliano” (como una unidad territorialmente delimitada con autoridad política última dentro de sus fronteras, que es externamente reconocida como un igual a cualquier otra unidad también soberana3), tiene en dichos flujos una realidad que interroga de forma persistente a uno de los baluartes estatales: la categoría de frontera. Frente a la fácil (y a veces ingobernable) movilidad de capitales y mercancías, la de personas se convierte en un último reducto de la soberanía estatal que en su gestión insiste en controlar quién puede entrar (estar, pasar, residir y/o trabajar) en su jurisdicción, procurando mantener el imaginario entre pueblo, poder y territorio.

Las fronteras poswestfalianas hacen tambalear los pilares del Estado-nación porque afectan directamente al concepto de soberanía. De los teóricos clásicos de la soberanía moderna (entre ellos, Bodin, Hobbes y Schmitt) pueden sintetizarse algunos rasgos definitorios indispensables de la soberanía, entre ellos, la supremacía, la permanencia en el tiempo, la capacidad de decisión, el carácter completo, la condición de intransferible y la jurisdicción especificada. Todos ellos procuraron plasmarse, aún siendo siempre una aspiración, en el modelo de Westfalia, que ahora se ve amenazado por los crecientes flujos de capital, mercancías, personas y distintas formas de violencia y vasallaje, que priman los criterios de mercado frente a los principios de la legalidad y la política4. Como apunta Brown, el Estado-nación continúa siendo un actor fundamental, un símbolo de la identificación nacional, pero los rasgos definitorios de la soberanía ya no residen en él si no en el dominio absoluto del capital y de una especie de violencia política. De ahí que puede relacionarse el declive de la soberanía del Estado-nación con la proliferación de nuevos muros que escenifican un intento de afrontar la situación débil en la que el poder estatal se encuentra5.

Las fronteras desempeñan un papel fundamental en el intento de mantener el orden nacional en un contexto global, y lo hacen insistiendo en las nociones jurídicas sobre las que aquel se asienta, claramente en las de ciudadano-extranjero, aunque estas provoquen importantes disfunciones. Surgen así múltiples teorías sobre la frontera que analizan su desterritorialización, su fronterización en clave militar y de seguridad o su movilidad en cuanto concepción compleja y cambiante. Los estudios sobre la frontera, para afirmarla o negarla, han proliferado junto a los procesos globalizadores, pero en muchos casos la frontera no se concibe como límite o confín de una comunidad, que la separa y diferencia de otras comunidades, sino como espacio de tensión y confrontación6.

En este contexto, la frontera como uno de los baluartes nacionales persiste en ser atrincherada, aunque la iconografía física no sea eficaz y mantiene la psicosis del miedo como justificación frente a medidas que vulneran derechos exceptuando la legalidad hasta límites imprevisibles. Ese resorte del miedo, que puede ser visto como una visión simplista de la concepción hobbesiana de la razón política7, se concreta desde el 11S en la defensa frente al terrorismo y, de forma muy preocupante, frente a la movilidad humana. Ese miedo lleva también la violencia a la frontera, entendiéndola igualmente como mecanismo de defensa, aunque suponga un daño infringido más allá del amparo del Estado, y con él del ordenamiento jurídico. En múltiples ocasiones, en la frontera, en cumplimiento de su función geopolítica y psicológica, se produce una especie de suspensión del Derecho que deja paso a actuaciones muy cuestionables desde la perspectiva de los derechos humanos, como se analizará más adelante. La fuerza coactiva propia del Derecho, incluso diferencial en la polémica entre Ross y Kelsen, deja de ser el ejercicio legítimo de la fuerza, ese que al Estado corresponde y que se plasma a través del ordenamiento jurídico para el respeto y la garantía de los derechos y libertades fundamentales y humanos, para convertirse en violencia8.

Si se retoma los rasgos propios de la frontera en el período poswestfaliano y se asume que, en ocasiones, en la frontera se dan actuaciones que suspenden temporalmente los mandatos del Derecho, es posible abordar varios ejemplos que evidencian lo que podrían considerarse los efectos disolventes de la globalización en la soberanía de los Estados nacionales. Ciertamente estos se articulan, entre otras cuestiones, para interceptar flujos de personas, reiterando así un imaginario político que se desvanece en el ámbito global, en un tiempo posterior a la era de la soberanía del Estado nacional pero anterior a la instauración de un orden global alternativo que permita corregir las disfunciones del intento de supervivencia, sin mutación, de esta en un espacio que ya no le es propio9.

En la redefinición de la idea tradicional de Estado-nación, o si se prefiere en su declive y progresiva concreción en su naturaleza y funciones dentro de un contexto internacional global, una muestra significativa de las contradicciones latentes es la denominada externalización de las fronteras. Dicha externalización es un fenómeno, fruto de un proceso, que marca un nuevo contexto en la territorialidad que al Estado correspondía en el marco westfaliano, puesto que la desterritorialización de la frontera implica que los límites geográficos, y por ende políticos, económicos y jurídicos, se extienden para superar las fronteras físicas. El locus del control y de la seguridad se expande fuera del territorio y trasciende la actuación nacional, combinando la acción exterior e interior y produciendo una segmentación de los sujetos del control en donde la distinción ciudadano-extranjero se amplía por la creciente selectividad diferenciada de las fronteras10.

La frontera física, más o menos alejada de los límites jurídicos del Estado en cuanto acordados a nivel internacional desde la paz de Westfalia, acaba sirviendo solo frente a un determinado tipo de extranjero: bien el inmigrante que (por las múltiples limitaciones variables en cada caso) no ha podido acceder a una autorización de entrada legal o bien el perseguido (en las diversas variables de la Convención de Ginebra) que sería el candidato al estatuto de refugiado.

La actual noción de frontera mantiene las reminiscencias históricas, aunque el paradigma clásico pueda considerarse superado, y es posible incluso hablar de fronteras multiespaciales, marcadas por políticas en constante cambio, con procesos de fronterización en los que tan irrealista es, desde los múltiples debates suscitados al respecto, considerar que se puede detener la movilidad como proclamar el fin de las fronteras o las fronteras completamente abiertas11. Puede afirmarse, como realidad que se constata en diferentes zonas fronterizas del mundo, que en este entorno de blindaje, la proliferación de las leyes de control supone más bien una recreación de la imagen de frontera y, con ello, la consabida afirmación simbólica de la autoridad territorial de los Estados. En efecto, estos cumplen ahora una función de vigilancia que multiplica las categorías de fronteras, no basta ya con una única frontera exterior que delimite el territorio sobre el que el Estado nación ejerce su soberanía. Además, hay que seleccionar los movimientos de personas atendiendo tanto a las necesidades económicas como a las de afinidad identitaria, de tal manera que el control se extienda antes y después de la propia frontera física12.

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