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San Bernardo y el císter (1098)
San Bernardo de Claraval. Fuente: Wellcome Library, Londres.
La necesidad de evolución, como de intento, he reiterado está presente en la historia de cualquier organización y de la Iglesia en su conjunto. El ensayo de Cluny quedó en buena medida diluido por la metamorfosis de frailes en apoderados de las propiedades que habían recibido. Roberto, abad de los benedictinos de Molesmes, creyó llegado el momento, a finales del siglo XI, de poner en marcha una renovación. Acompañado por veinte monjes imbuidos de idéntica ilusión se dirigió a Citeaux (Císter) para arrancar con exigencias disipadas por el tiempo. Parafraseando al Apocalipsis, aspiraban regresar al fervor de la primera caridad. Para marcar distancias se impuso el hábito blanco como símbolo de jovialidad, frente al negro de los cluniacenses.
Los monjes de Molesmes, que prometieron le estarían sometidos sin reclamar cesiones, y una orden perentoria del papa lograron el regreso de Roberto. Falleció en 1111 como benedictino de Molesmes. El Císter le debe los cimientos.
Alberico le sucedió con la meta igualmente definida de reimplantar la regla originaria. El papa Pascual II (1050-1118) le concedió absoluta independencia. Alberico fue sucedido por el británico Esteban Harding. Este combinó con acierto la jerarquía con cierta democracia. De un lado había visita por parte del abad del monasterio a las casas dependientes, pero por otro la reunión en Cîteaux de los abades en el capítulo general permitía consensuar. Se pretendía una interrelación, ciertamente pragmática, entre gestión exigente y razonable autonomía. Bajo su mandato, en 1113 se incorporó el más adelante conocido como Bernardo de Claraval, apodado el Doctor melifluo, nacido en 1090. Lo hacía tras haber puesto en marcha en Chatillón, con un grupo de amigos y parientes, una iniciativa de frugal vida común de oración. Cuando supieron de los Caballeros de Cristo, como se titulaban a sí mismos los primeros cistercienses, se pusieron en camino hacia el Císter. Sus padres, Tescelin de Fontaines y la beata Alice de Montbar, también se incorporaron.
El Císter se expandió como lo que hoy en día denominamos un «proyecto unicornio». Ese mismo 1113 se fundaba la abadía de Ferte; en 1114, la de Pontigny, y al año siguiente, el conde Hugo de Troyes solicitaba otra en su territorio. El abad Esteban aprovechó las potencialidades intraemprendedoras de san Bernardo. Fue enviado en 1115 al nuevo monasterio en Claraval (Borgoña) junto al río Aube, que debe su nombre a la referencia topográfica Santa María de Claraval, Valle Claro y Alegre. Tiempo después se escribió que habían transformado un antiguo Valle Amargo en Valle de la Luz (Clara Vallis).
Las decisiones de san Bernardo marcarían tanto el ámbito civil como el eclesiástico e incluso la historia de Europa. El primer año y medio del nuevo proyecto fue peleón, porque apenas disponían de medios para comer. Con la tentación en algunos de disolverse, se reunieron in extremis para implorar una solución a Dios. Pronto llegó tal abundancia de aprovisionamiento que Bernardo temió que el exceso dañase la severidad. Muchas veces remachó san Bernardo: «No pierdas jamás la confianza, hijo mío. Si vieras a Dios, todos los días serían buenos para ti». Al principio fue inflexible. Más adelante insistió en la necesidad de que el abad, sin relegar las obligaciones, tuviera entrañas maternales. Él solicitó consejo de Guillaume de Champeaux, porque los maestros han de contar a su vez con peritos y los coachs deberían acudir periódicamente a su propio coach.
El enraizamiento de cada incorporado en una comunidad específica surge de la regla de san Benito para lograr estabilidad monástica. El santo la convirtió en objeto de un voto, una de las originalidades de su regla. Todavía en la actualidad benedictinos y cistercienses formulan voto que, salvo dispensa específica, liga a una comunidad canónicamente constituida. El motivo inicial de san Benito para imponer esa característica fue la abundancia de monjes romeros, que se comportaban de forma inestable y veleidosa. Deseaba evitar así que sus monjes se encaprichasen con muda de convento. No le gustaban los religiosos viajeros. Entendía que demasiado cambio era sospechoso para quienes ante todo necesitaban ser estrictos y leales en sus deberes. «No conviene a las almas», resumía. El monasterio debía disponer de lo preciso para los allí residentes; sería el taller en el que cada monje se entrega a su tarea, el opus Dei, la obra de Dios. Clausura y permanencia eran fundacionales.
San Bernardo, maestro de maestros, directivo de directivos, escribía a un joven abad que se lamentaba de su carga: «Este fardo es el de las almas y almas enfermas. Pues las sanas no necesitan ser llevadas o no son una carga. Entérate de que eres padre, de que eres abad de aquellos de los tuyos que veas cabizbajos, macilentos, difíciles. Consolando, animando, corrigiendo es como realizas tu trabajo, llevas tu carga; llevando curas y curando llevas. Si tienes uno incólume, hasta el punto de que te ayude a ti más que tú a él, de él no eres el padre, sino su igual, no su abad, sino su compañero. ¿Cómo te quejas de que la vida común con ciertos hermanos te sea más peso que consuelo? Precisamente has sido elegido para ser consuelo de todos, como más sano y fuerte que los demás, capaz de afianzarlos a todos por la gracia de Dios sin necesidad de ser afianzado por nadie».
San Bernardo no se amilanaba. Cuando el cardenal Harmeric le escribió con injuriosa agresividad: «No es digno que ranas ruidosas e impertinentes salgan de sus fangales para hostigar a la Santa Sede y a sus cardenales», el de Claraval respondió: «Ahora bien, ilustre Harmeric, si tanto lo deseabais, ¿quién habría podido librarme del mandato de ir si no vosotros mismos? Si hubieras prohibido a esta rana ruidosa e impertinente salir de su ciénaga para no crispar a la Santa Sede y a los cardenales, en este momento vuestro amigo no se estaría exponiendo a las acusaciones de orgullo y presunción». Las invectivas contra san Bernardo llegaban en ocasiones justificadas por su carácter enfático, que incidía con frecuencia en los dispendios de algunos eclesiásticos y también en la desaprobación de los cluniacenses, ya que consideraba que el Císter dejaba atrás los errores de aquellos monjes que se habían inspirado en idénticas fuentes benedictinas. He aquí un ejemplo: «Nuestros hermanos, pertenecientes a una orden santa con propósito celeste, monjes cluniacenses sin pudor consumen carne todo el año, y ni siquiera a escondidas, sino públicamente». Concluye con sañuda vaguedad: «Van de un sitio a otro, y como si fueran buitres, donde ven humo de cocina o sienten olor de asado, velozmente allí se dirigen».
Bernardo seguía en múltiples aspectos el sendero marcado por san Benito, recordando, con máxima que también haría suya san Francisco de Sales siglos después, que «más se logra con miel que con vinagre. Si hay un celo malo y amargo que separa de Dios y conduce al infierno –les advertía–, hay uno bueno que aleja de los vicios. Este es el que los monjes deben practicar». Y sugería que se anticiparan unos a otros en las muestras de deferencia. Debían transigir con paciencia las fragilidades físicas y morales, se aprestarían en la obediencia y nada antepondrían a su compromiso con el Sumo Hacedor. Así se granjearían su objetivo: llegar a Él.
Entre los litigios sobresale el mantenido con Pedro Abelardo, persona brillante que se sabe inteligente y que como fantoche engreído pulveriza a los demás. Pedro Abelardo había nacido en 1079 en la villa de Palais (Bretaña). Su padre era militar al servicio del conde de Bretaña y procuró formación para su hijo antes de que emprendiese carrera castrense. Abelardo renunció junto al destino militar a la progenitura para dedicarse en cuerpo y alma a las letras. Narró autobiográficamente en Historia de mis calamidades: «Puesto que preferí la armadura de las razones dialécticas a todos los demás estamentos de la filosofía, cambié estas armas por las otras y preferí, en lugar de los trofeos bélicos, los conflictos de las disputas. Por eso, recorriendo en plan dialéctico las diversas provincias donde había oído que estaba en vigor el estudio de este arte, llegué a ser un émulo de los peripatéticos». Entre sus discípulos se contaron Pedro Lombardo, maestro de las sentencias; Pedro Berenguer, el Satírico; o Arnaldo de Brescia, el monje tribuno.
A Abelardo le fue comisionada la formación de la sobrina del canónigo Fulberto. En aquellas sesiones urdieron enamoramiento y boda. Eloísa, nombre de la interfecta, desmintió el consumado matrimonio para salvar el prestigio de su enamorado y se incorporó al monasterio de Argenteuil. Fuera como fuese, Fulberto dispuso castrar al tutor. Tras la luctuosa incidencia, Abelardo se agregó como monje en San Dioniso. Tornó a la docencia, con críticas a la doctrina católica. San Bernardo evidenció sus herejías y Abelardo reaccionó con despecho. La colisión se producía, más que entre personas, entre dos modelos de enseñanza, en un conflicto que se arrastraba desde hacía siglos: la monástica tradicional en el claustro y la presuntamente libre de los maestros de las escuelas catedralicias o urbanas.
La autoridad eclesiástica convocó un encuentro entre los dos. La fecha elegida fue el 2 de junio de 1140, en Sens. Escuchado el discurso de san Bernardo, Abelardo, sin argüir, se retiró apelando al papa. Abelardo y san Bernardo coincidían plenamente en su juicio sobre la mundanidad y sobre el gestear postizo de quienes debían ser más coherentes entre predicación y vida. Criticaban a los abades que no habían aprendido a gobernar, a los monjes que abandonaban los monasterios y el analfabetismo. Censuraban, en fin, la palabrería frívola tan frecuente en amplios ámbitos clericales. Las conclusiones que obtenían eran dispares. San Bernardo proponía la mejora comenzando por sí mismo. Abelardo se limitaba a una descarnada diatriba. De manera brusca, quizá como reacción, san Bernardo imponía: «¿Qué importa la filosofía? Mis maestros son los apóstoles. No me enseñaron a leer a Platón ni a descifrar las sutilezas de Aristóteles. Pero me enseñaron a vivir. Y, creedme, no es esto una ciencia despreciable». Sobre la Trinidad avisaba: «Querer penetrar (este misterio) es una temeridad; creerlo, es piedad». Concluía: «Mi filosofía es conocer a Cristo, y a Cristo crucificado». Para Bernardo, los misterios de la fe trascienden el conocimiento humano y solo son poseídos a través de la contemplación mística. Consideraba descerebradas las predicaciones de Abelardo.
Pedro el Venerable, mustio por la depresión padecida por Abelardo tras aquellas colisiones, le acogió. Quizá influyó en el recibimiento del enemigo del de Claraval la dialéctica pendencia que durante tiempo mantuvieran san Bernardo y el propio Pedro sobre cuál de las dos órdenes, Cluny o Císter, era más excelsa. Abelardo, en fin, acabó rectificando. Pudo haber sido un Lutero, pero cultivó humildad para no resbalar hacia invectivas abrasivas como aquel haría. He aquí su rectificación: «No quiero ser filósofo si esto me pone en conflicto con Pablo, ni quiero ser Aristóteles si esto me separa de Cristo». Añadió en carta a la enclaustrada Eloísa: «Esta es la fe en que persevero, la fe que me ofrece esperanza firme y seguridad». En otro momento: «Quizás me equivoqué al tratar algunas materias; pero a Dios pongo por testigo que nada dije por malicia ni por perversidad voluntaria. Mucho hablé en distintas escuelas públicas, pero nunca lo hice con intención torcida».
Pedro el Venerable lo recluyó en el aislado priorato de San Marcelo y allí falleció el 21 de abril de 1142. Se esculpió sobre su sepulcro: «Yo, Pedro, abad de Cluny, que recibí a Pedro Abelardo en la vida monástica, le absuelvo de sus pecados por la autoridad de Dios Omnipotente y de todos los santos». La correspondencia, en fin, que mantuvieron Eloísa y Pedro Abelardo conforma un clásico de la literatura occidental.
En cierto momento, Inocencio II (1130-1143) se empeñó en restaurar el monasterio de San Pablo de las Tres Fuentes, conocido también como de San Vicente y San Atanasio, para incorporarlo a la reforma. Allí encaminó a Bernardo, quien durante un lustro lo gobernaría con acierto. Muchos siglos después, Jim McNerney, directivo de empresas como General Electric, 3M o Boeing, conceptualizaría ideas aplicadas por el de Claraval; muy en concreto, la necesidad para nada vaporosa de ganar la batalla intelectual en las organizaciones para incoar culturas innovadoras. El gran riesgo de quienes catapultan al éxito a un grupo humano es desplomarse en una actitud complaciente que impide mirar con objetividad. San Bernardo impulsó una sana confrontación racional.
Se convirtió en lugar común apurar que san Bernardo creaba papas y mandaba a los reyes repartiendo consejos. A pesar de su preparación y fama internacional no fue siempre respetado. En un debate acerca de la predicación de Hilario de Poitiers sobre el misterio de la Trinidad, Gilberto Porreta, el antagonista, le espetó: «Si el abad de Claraval desea realmente entender a Hilario, lo primero que ha de hacer es familiarizarse con los estudios liberales y con las disciplinas relativas a la discusión». Le acusaba frontalmente de tontolaba.
Cuando uno de sus discípulos, Bernardo Paganelli di Montemagno, fue elegido papa con el nombre de Eugenio III, Bernardo de Claraval sintió el deber moral de remitirle un texto sobre management, De consideratione. Estos son los antecedentes: el 24 de septiembre de 1143 había fallecido Inocencio II y el cardenal de San Marcos fue elegido para sustituirlo como Celestino II. Pero murió en seis meses. Entonces fue nombrado el cardenal de la Santa Cruz de Jerusalén, con el nombre de Lucio II, quien perdió la vida durante los altercados de 1145 promovidos por Arnaldo de Brescia. Fue el momento para el abad de San Atanasio, que se había formado durante cinco años, tras su ingreso en 1134, directamente con san Bernardo. Los revoltosos no lo aceptaron pacíficamente, pero refugiado en el monasterio de Farfa, en la Sabina, fue consagrado el 18 de febrero de 1145. San Bernardo le felicitó y le animó a ser fuerte con los enemigos de la Iglesia a la vez que humilde: «Recordad siempre y en todas las ocasiones que no sois más que hombre (…). En breve espacio de tiempo ¡cuántas muertes de papas no habéis visto! Del mismo modo que pasaron vuestros ilustres predecesores pasaréis vos; la efímera duración del pontificado de ellos no hace más que anunciar la brevedad de los días del vuestro. En medio de la gloria que ahora os regala con sus favores, no ceséis de meditar en los novísimos o postrimerías, pues estad bien seguro de que como sucedisteis a los otros papas en el solio, de igual manera los seguiréis al sepulcro».
Para entrar en Roma, el nuevo papa tuvo que unir a sus fieles, apoyados por los condes de Campania y los habitantes de Tivoli. Llegó a la Urbe a finales de 1145. A comienzos de 1146, Arnaldo de Brescia lo expulsó. Insistía aquel clérigo febril en denominarse tribuno del pueblo. Cierto es que encendía con la narración de las antiguas grandezas de la Urbe. En 1155 fue ajusticiado.
Eugenio III siguió acomodándose a la normativa cisterciense, vistiendo cogulla y hábitos bajo el ropaje de papa y durmiendo sobre un catre de paja. San Bernardo le animaba en De consideratione a aconsejar como una madre, no como un director de escuela, empleando más el afecto que escuetas interpelaciones. «Los cargos son cargas», aseveraba. Por eso se solidarizaba con el peso que caía sobre los hombros del romano pontífice. «Comparto tu sufrimiento», empatizaba con Eugenio III. Le instó a tener presente que demasiada gestión contribuye a descaminarse de las ineludibles reflexión y contemplación, y en consecuencia de la paz. Aconsejaba darle tiempo al tiempo, porque lo que al principio parece fatigoso más adelante se torna llevadero; lo que parece insoportable, al habituarse parece liviano; lo que al principio se juzga de gran envergadura, luego se empequeñece e incluso se siente gusto al evocarlo.
Quien tiene corazón duro será mal gobernante, se lee en De consideratione. El ánimo de los demás se endurece cuando se les exige con desproporción. Quien juzga con crueldad nunca liderará. Quien solo apila del pasado los errores se vuelve tieso. Tanto la impaciencia como la indolencia son negativas, porque cada complejidad ha de contar con tiempo oportuno para madurar. El objetivo de un asesor no es imponer, sino identificar retos valiosos y alcanzables. Espoleaba a mejorar la formación, porque la sabiduría introduce orden al desorden, proporciona las trabazones correctas, desentraña misterios, busca la verdad, valora las alternativas. Particular cuidado había que tener con la avaricia –enfatizaba–, porque bloquea para las cosas del espíritu.
Como en cualquier época, creía que las cosas habían cambiado mucho en la suya. San Bernardo puso en boca de Eugenio III la gran preocupación por las transformaciones frente al pasado que hacían más difícil gobernar a mediados del siglo XII que en tiempos anteriores. Escribió que se habían multiplicado los farsantes, los violentos, los opresores de los pobres. Bernardo satiriza en ese capítulo X con la intervención de los buscapleitos, que considera que con sus batallas lingüísticas más subvierten que clarean la verdad. «Nada es peor –sella– que la narración alambicada de lo sucedido». Tropezamos en pleno siglo XII con la condena de la tergiversación calificada en el siglo XXI como «post verdad».
Aconsejaba a Eugenio III, y por ende a directivos de cualquier época, delegar lo accidental en otros para centrarse en lo esencial. Medio imprescindible, reiteraba, era la modestia. Para disfrutarla debía pensar, siendo sumo pontífice, que era ceniza; no solo que lo fue, sino que lo seguía siendo. «No somos –reincide– más que barro en manos del alfarero». Insiste en la necesidad de mirarse al espejo para analizar si se ha de ser más austero, más generoso, más generador de confianza. En el fondo, un feedback 360. Señala con fina sabiduría que es más fácil encontrar personas con sentido común cuando han sufrido contradicciones. La fortuna, el éxito, el aplauso lleva a correr el riesgo de creerse crucial. Es bueno cuidar la salud, aseguraba, pero sin excesos que ablanden el carácter.
Cuando no se cumplen las normas, clamaba, es imperativo reprender. La impunidad facilita que la gente no se corrija, al igual que acaece con los niños. La desatención, dar todo de mano, se encuentra en el origen de los vicios. Le previno sobre lo tremendamente interesados que son muchos y le sugirió buscar asesores justos dispuestos a obedecer, pacientes en el sufrimiento, fieles a sus compromisos, amantes de la paz, coherentes en el mantenimiento de la unidad, prudentes en el consejo, discretos en el gobierno, detallistas en la planificación, esforzados en la acción, modestos en sus conversaciones, flemáticos en adversidad y en prosperidad, inclinados a la piedad, hospitalarios pero no rendidos, atentos en los negocios pero no ansiosos. Circunspectos, en fin, en cualquier situación. Y advertía con gracejo que un directivo ha de saberlo todo, disimular mucho y corregir poco, no convertirse en sacafaltas.
He aquí unos profundos consejos tal como literalmente los escribió: «Atiendan a esto los prelados que prefieren hacerse temer que aprovechar a aquellos que les están sujetos; consideren atentamente que han de ser más bien madres que amos y señores de los que están bajo su dirección y obediencia; procuren antes hacerse amar que temer. Si alguna vez os veis obligados a usar de la severidad, que esta vaya siempre acompañada de la ternura de un padre, no de la crueldad de un tirano. Manifestad que sois madres por vuestro amor y padres por vuestras correcciones. Mostraos mansos y bondadosos dejando a un lado toda dureza. Economizad los latigazos y derramad a raudales la caridad de vuestro pecho. Que vuestro corazón esté bien repleto de caridad, no hinchado de soberbia. ¿Por qué hacéis sentir el peso de vuestro yugo sobre los hombros de aquellos cuyas cargas deberíais más bien llevar? Si sois espirituales, reprended con espíritu de mansedumbre, examinándoos a vosotros mismos, no sea que también vuestro súbdito se vea tentado con vuestra manera de proceder».
San Bernardo fue siempre colaborativo con otras iniciativas, sin achicarse por bufas celotipias. Por ejemplo, para que Norberto estableciese su primer monasterio le cedió posesiones situadas en el bosque de Voas, lugar denominado Premonstrato, sito en la diócesis de Laon. Así favoreció la expansión de los conocidos como premonstatenses. Cuando benedictinos de Farga solicitaron a san Bernardo incorporarse a la reforma cisterciense, les envió monjes para que los instruyesen bajo la dirección de Pedro Bernardo de Pisa.
No le faltaron disgustos, incluida la traición de algunos discípulos. Una dolorosa fue la de Nicolás, ex cluniacense que había sido acogido en el Císter. Explotando la confianza que se le concedió como secretario de Bernardo envió documentos desvirtuados empleando el sello del reformador. Así escribiría Bernardo al papa: «Debo manifestaros que me veo actualmente expuesto al golpe de falsos hermanos; muchas son personas que han recibido como mías cartas que yo no había escrito y que están selladas con mi escudo falsificado. Lo que más me apena es que, según me aseguran, también a vuestra Santidad le llegó alguna de esas cartas apócrifas. Me he visto forzado, con este motivo, a dejar mi antiguo sello y mandarme hacer este otro nuevo que habréis visto en la presente, donde se han grabado mi imagen y mi nombre. No reconozcáis como auténticas las cartas que os lleguen selladas de otra forma».
Por otro lado, Hugo, antiguo monje de Claraval y abad de Tres Fuentes (Champaña), fue elevado a cardenal y obispo de Ostia a la vez que seguía dirigiendo Tres Fuentes. Hubo conflicto por el nombramiento de sucesor. Bernardo quería a Turoldo, que había sido abad; y Hugo, a Nicolás. En carta al nuevo cardenal, respetuosa pero clara, se sinceraba asegurando que en su carne estaba aprendiendo a no poner nunca la esperanza en los hombres, pues se sentía engañado por su antiguo discípulo.
La expansión del Císter fue, en fin, notable. En parte porque Bernardo siempre recordó su compromiso con aquella visión que, para excitar su responsabilidad, le preguntaba, Bernarde, ad quid venisti?, Bernardo, ¿a qué has venido? San Bernardo dejó al final de su vida (1153) ciento sesenta conventos asociados. En 1200 sumaban mil ochocientos. En el capítulo general de 1152 se habían prohibido nuevas fundaciones y también la gestión de canonizaciones, para que «por su gran número no resulten como envilecidos los santos de la orden». En esa época, componían el Císter trescientas cuarenta y tres abadías; dos siglos más tarde, a pesar de la normativa restrictiva dictada, setecientos siete, otros novecientos de monjas y catorce prioratos.
Lo había logrado en buena medida aplicando los principios de gestión arriba mencionados y que pueden de algún modo recapitularse en las siguientes expresiones: Pax in cella: foris autem plurima bella. Audi omnes, paucis crede. Omens honora; encontrarás la paz en tu celda. Fuera te esperan dificultades sin cuento. Presta atención a todos. Cree a pocos. Honra a todos. Noli credere omnia quae audis. Noli iudicare omnia quae vides. Noli facere omnia quae potes. Noli dare omnia quae habes. Noli dicere omnia quae scis; no creas todo lo que oyes. No juzgues todo lo que ves. No hagas todo lo que crees que puedes hacer. No te desprendas de todo lo que posees. No digas todo lo que sabes.
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Cercenar la exigencia es tendencia en cualquier colectivo
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