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Comprender otras épocas

no es fácil

La Inquisición (1148-1965)


Alegoría de la abolición de la Inquisición por las Cortes, de Cádiz de Antonio Rodríguez (Dibujo), Manuel Alegre y Pedro Nolasco Gascó (Grabado), 1813. Ilustración del texto impreso de la discusión del proyecto de decreto sobre el tribunal de la Inquisición, Imprenta Nacional, Cádiz, 1813. Fuente: Biblioteca Nacional de España.

Nos enfrentamos a un fenómeno complejo en el que se conciertan religión con política, repudio ante herejías que socavaban el orden social, miembros de descreimientos que tratan de infiltrarse hasta en órdenes religiosas, rectitud de conciencia con codicia por los bienes de quienes eran condenados, análisis de una realidad, la fe, que se consideró durante siglos como elemento de unidad de los países y un largo etcétera de factores que siguen debatiéndose. Es preciso considerar, además, que los criterios sobre la violencia han ido modificándose, como hemos visto al hablar de las Cruzadas. Muchos, con evidente ausencia de reflexión, han utilizado medias verdades. Discernir no es espontáneo, pero es fundamental para aclarar en vez de emborronar. Cabe anticipar que muchos de los comportamientos contemporáneos sobre cuestiones como la mencionada ausencia de respeto por la vida del no nacido, el abuso en el empleo de las materias primas o la miseria consentida o fomentada serán juzgadas con frontal radicalidad dentro de escasas décadas.

No solo ha habido Inquisición católica. También la hubo protestante y anglicana, que actuaron con más visceralidad que la primera. Fueron más las mujeres ajusticiadas por supuestos casos de nigromancia y sortilegios en lo que hoy es Alemania que en España, aunque la leyenda negra promulgue lo contrario. No faltan quienes, flotando en un mar de tinieblas, cuando no por mala fe, atribuyen a la católica abyectos comportamientos de protestantes o anglicanos. Sin ir más lejos, el médico aragonés Miguel Servet fue finiquitado por los calvinistas, aunque iletrados y malintencionados siguen atribuyéndola a la persecución de inquisidores católicos.

Sigue existiendo Inquisición en muchos países. Verbigracia, en Tailandia, donde el primer ministro, Luang Phibun Sanghhram, recién comenzada la II Guerra Mundial, afirmaba: «La única religión que conviene a Tailandia es el budismo». Para lograr su objetivo persiguió sangrientamente a los misioneros cristianos. Las seguridades jurídicas fueron nulas en comparación con la Inquisición católica. Por no hablar de la actual persecución de cristianos en países de África y Asia, comenzando por la dictadura china.

La Inquisición fue introducida en 1184 por bula de Lucio III para el Languedoc, al sur de Francia, para lidiar con los cátaros. En Ad abolendam se explicita que «cualquier arzobispo u obispo, por sí o por su archidiácono o por otras personas honestas e idóneas, una o dos veces al año inspeccione las parroquias en las que se sospeche que habitan herejes; y allí obligue a tres o más varones de buena fama, o si pareciese necesario a toda la vecindad, a que bajo juramento indiquen al obispo o al archidiácono si conocen allí herejes, o a algunos que celebren reuniones ocultas o se aparten de la vida, las costumbres o el trato común de los fieles».

Los obispos venían actuando, casi siempre acordes con las autoridades civiles, cortando por lo sano lo que consideraban inaceptables desviaciones de la ortodoxia. En 1022, por ejemplo, el rey Roberto II (hijo de Hugo, fundador de la dinastía de los Capetos) condenó a muerte a dieciséis canónigos acusados de maniqueísmo. Tres años más tarde, en 1025, el obispo Gerardo de Cambrai hizo igual con otros en Arrás. En 1028, en Monforte (Italia septentrional) fueron quemados otros herejes tras la denuncia de Ariberto d’Intimiano, arzobispo de Milán.

En 1249 fue implantada una primera Inquisición estatal en Aragón. En 1252, Inocencio IV, en la bula Ad extirpanda validó la tortura para obtener declaraciones. Se insistía en que los verdugos no mutilasen al reo y mucho menos lo matasen. También hubo una Inquisición portuguesa entre 1536 y la calificada como Inquisición romana, que tuvo vigencia de 1542 a 1965. Se practicaron modalidades de tormento socialmente admitidas en cada entorno siquiera para situaciones excepcionales. La metodología estaba casi siempre definida con detalle y no todos los suplicios en la vía civil eran respaldados por la Iglesia. La justicia secular era asaz más brutal. En el caso de la Inquisición, para que un investigado fuese atormentado debía haber sido acusado por un crimen grave, constando augurios racionales de culpabilidad.

La Inquisición romana, conocida también como Congregación del Santo Oficio, la propició Pablo III en 1542 para enfrentarse a los luteranos. Dependía jerárquicamente de miembros del colegio cardenalicio. Su ámbito de actuación era universal y su finalidad abatir las corrientes de pensamiento y posturas religiosas que contradecían la integridad de la fe católica. Dentro de ese criterio se encontraba la exclusión de textos injuriosos con la ortodoxia. Inicialmente se ciñó a Italia, pero Pablo IV en 1555 apremió también a sospechosos fuera de esos límites geográficos, incluidos miembros de la jerarquía, como el cardenal inglés Reginald Pole. En 1600 se juzgó y sancionó a Giordano Bruno, de quien luego aclararé recovecos. En 1633 fue procesado Galileo Galilei. Mucho se ha delirado por cierto con este; no se le prohibió seguir trabajando, solo se le requirió para que publicase datos de mayor rigor. En 1965, Pablo VI cambió el nombre del Santo Oficio por el de Congregación para la Doctrina de la Fe.

Volvamos atrás. En torno a 1391 se reprodujeron pogromos contra los semitas en Toledo, Córdoba, Barcelona, Sevilla y otras ciudades españolas. El motivo real era la hambruna, de la que responsabilizaban a sus vecinos judíos. Despavoridos, muchos optaron por convertirse al cristianismo, al menos de puertas para afuera. Surgían los calificados cristianos nuevos. Como siempre se inventa o se busca un enemigo para justificar las personales limitaciones o dificultades, cristianos añejos puntearon a los conversos como reos de sus males.

En la década de los setenta del siglo XV, el dominico Alonso de Hojeda clamó por una intervención intensa de los reyes para limitar la acción de los judaizantes. Entre 1477 y 1478 se acrecentaron los sermones en este sentido con ocasión de la estancia de la reina Isabel en Sevilla. Los reyes endilgaron nuevas intervenciones homiléticas a fray Hernando de Talavera, confesor real. Los monarcas imploraron por la Inquisición y su petición fue atendida por Sixto IV, quien en 1478 expidió la bula Exigit sincerae devotionis para que un tribunal arrancara en la ciudad andaluza. Iniciaría actividades un bienio más tarde con la llegada del doctor Ruiz de Medina y dos dominicos: fray Miguel de Morillo y fray Juan de San Martín, prior del monasterio de San Pablo de Valladolid. Como dato tan anecdótico como revelador, el devoto mariano Sixto IV, a causa de la tirria entre franciscanos y dominicos, prohibió en 1479 que cualquiera de una de las dos órdenes pudiese actuar en causa contra individuo de la otra. Y como franciscano que era aceleró el proceso de canonización de san Buenaventura, culminado con solemne ceremonia el 14 de abril de 1482. Meses antes, también barriendo para casa, había inscrito en el santoral a los franciscanos martirizados en Marruecos en tiempos de Honorio III (1216-1227).

Se conserva el documento que atestigua que el 11 de noviembre de 1480, Diego Merlo, gobernador de Sevilla, presentaba en sesión del cabildo municipal la misiva de la reina Isabel que decretaba conceder posada al triunvirato de inquisidores. Su función era «inquirir y hacer pesquisa contra las personas que no guardan y mantienen nuestra Santa Fe». Previendo el riesgo de una reacción en contra de los recién llegados o que algunos, temerosos, se trasladasen a Granada, se guardó discreción hasta que estuvieron en línea de salida. El cabildo se avino a colaborar, pero regidores y jurados conversos que escucharon al asesor real quedaron, con toda razón, alborotados. Pilotados por el administrador catedralicio, Pedro Fernández Benaveda, varios acordaron actuar en contra del nuevo tribunal.

Fernández Benaveda fue convocado al convento dominico de San Pablo. Acudió escoltado. De poco sirvieron sus cautelas. Nada más llegar fue detenido por emboscados. Enseguida «fueron apresados algunos de los más honrados e de los más ricos regidores e jurados e bachilleres e letrados e hombres de mucho favor».

La peste que afectó a la ciudad en las primeras semanas de enero de 1481 potenció la fuga de la población. El 6 de febrero de 1481 tendría lugar el primer auto de fe en Tabalda, al sur de la ciudad. Fueron ajusticiadas seis personas. Fray Alonso de Hojeda, que predicó para la ocasión, falleció por la peste poco después. A Pedro Fernández Benaveda le llegaría la hora el 21 de abril de 1481, acusado de ritos judaicos y de no creer en la resurrección. Los inquisidores se trasladaron a Aracena (Huelva), donde sentenciaron a la hoguera a veintitrés personas en julio de 1481. Establecieron sede en el castillo Triana y promulgaron en mayo de 1482 un edicto de gracia que certificaba el perdón a quienes se confesaran antes de dos meses. En 1483 prosiguieron los autos de fe. El 16 de mayo serían quemados cuarenta y siete conversos, incluidos varios clérigos. Semanas antes habían sido el centro de las procesiones, desde la iglesia de San Salvador hasta el monasterio de San Pablo, endosados con sambenitos.

En 1484, la Inquisición se extendía por Córdoba, Jaén, Ciudad Real, etc., bajo la férula de fray Tomás de Torquemada. Según Diego López de Cortegana, con datos exageradísimos, desde 1481 hasta 1524 fueron condenadas cinco mil personas y veinte mil reconciliadas. En sus años de actividad, Torquemada, hipostasiado por sus convicciones multiplicó los tribunales por Castilla, donde se mantendrían durante tres siglos. Según datos fiables, a lo largo de los trescientos cuarenta y cuatro años del Santo Oficio fueron condenadas a muerte un máximo de tres mil personas. Cuando los judaizantes desaparecen a mediados del XIV, las penas de muerte se hicieron raras: mil trescientas cuarenta entre 1540 y 1700 sobre un total de cuarenta y cuatro mil seiscientas setenta y cuatro causas juzgadas. No llegaron al 3%. Una Inquisición desquiciada quemando herejes sin ton ni son es una caricatura, aunque lógicamente hoy cueste comprender esa violencia, por limitada que fuese para las costumbres de aquella época.

En 1484, Torquemada nominó a Pedro Arbués inquisidor de Aragón. El elegido se encaminó a Teruel acompañado de fray Pedro Gaspar Juglar pero les negaron la entrada. Ellos excomulgaron a los turolenses. En febrero de 1485, el rey ordenó que tropas castellanas se posicionaran en la frontera con Aragón para forzar a las autoridades a que apoyaran la Inquisición. Algunos conversos se conchabaron. Gaspar Juglar falleció quizá envenenado. Arbués fue acuchillado, en la noche del 14 al 15 de septiembre de 1485 mientras rezaba en la Seo de Zaragoza. Los asesinos y sus cómplices fueron ejecutados. La repulsa por el crimen sirvió de palanca al rey Fernando para vencer resistencias al establecimiento de la Inquisición. Arbués fue canonizado por Pío IX en 1867.

A pesar de sucesivas llamadas a la moderación por parte de Sixto IV, entre los repelentes casos protagonizados por la Inquisición cabe mencionar el del arzobispo y teólogo navarro Bartolomé de Carranza (1503-1576). Su ascenso a la sede arzobispal de Toledo no fue bien digerido por muchos, comenzando por el inquisidor general Fernando de Valdés y Salas (1483-1568), quien le buscaría las vueltas. Acusado de hablar en exceso de misericordia y de haber abogado por algún amigo luterano, acabaría preso en las cárceles de la Inquisición durante diecisiete años. Así reza el desahogo que para sí mismo escribió:

Son hoy muy odiosas

cualesquier verdades

y muy peligrosas

las habilidades

y las necedades

se suelen pagar caro.

El necio callando

parece discreto

y el sabio hablando

se verá en aprieto.

Y será el efecto

de su razonar

acaescerle cosa

que aprende a callar.

Conviene hacerse

el hombre ya mudo,

y aun entontecerse

el que es más agudo

de tanta calumnia

como hay en hablar:

solo una pajita

todo un monte prende

y toda palabrita

que el necio no entiende

gran fuego prende;

y, para se apagar,

no hay otro remedio

si no es con callar.

Sixto IV sufrió en algunas decisiones la malévola influencia de su sobrino Girolamo Riario (1443-1488), a quien en mala hora nombró capitán general de la Iglesia y luego señor de Imola. A pesar de una vida ejemplar, devota y bien intencionada, Sixto IV cayó en el grave error de seleccionar por parentesco y no por meritocracia. Algunas de sus peores providencias fueron inspiradas por aquellos subordinados incompetentes, entre los que descollan Girolamo y Pietro, el hermano mayor.

Otro personaje emblemático al tratar de la Inquisición fue el también italiano Giordano Bruno (1548-1600), bautizado Filippo. Religioso dominico en su juventud, tras abandonar los hábitos se buscó la vida como astrónomo, filósofo o mago. Alimentó un desprecio irredento a sus profesores, y en general a cualquiera que no aceptara sus propuestas. Calificaba de asnos a quienes no comulgaban con su ideología. Proponía que los sacerdotes debían casarse, la liquidación de las religiones porque sus dirigentes solo ansiaban el poder, la eliminación de cualquier imagen salvo el crucifijo, la negación de la transustanciación o que el diablo se salvaría. La doctrina católica era diana de sus menosprecios. Tras deambular por media Europa fue contratado por el veneciano Giovanni Mocenigo. Este quiso emplearlo más como mago que como maestro y quedó decepcionado por las pretensiones intelectuales de Giordano. Al poco le puso a los pies de la Inquisición. En enero de 1600, el papa Clemente VIII ordenó su entrega a las autoridades civiles. Murió en la hoguera sin retractarse el 17 de febrero de 1600. Algunos han querido ver en este hecho el calamitoso comportamiento de la Iglesia contra los avances científicos. Para muchos se trató más bien de la innecesaria condena de un presuntuoso que siglos después hubiera sido columnista de éxito por su negación de cualquier orden o creencia, siempre por supuesto que cobrara.

Ojalá, sin embargo, que todo esto no hubiera sucedido. Es paradójico, no obstante, que quienes han empleado a la Inquisición como ariete contra la Iglesia católica, sin ir más lejos comunistas o nazis, hayan sido autores de desmanes y crímenes que dejan en anécdota los atroces despropósitos de los inquisidores. Quien tenga la más ligera duda lea, por ejemplo, El siglo de los mártires, de Andrea Riccardi; El libro negro del comunismo; o Testigos de esperanza, de François-Xavier Nguyen Van Thuan. Los experimentos sociales del siglo XX, tanto el nazismo como el comunismo, costaron millones de cadáveres, víctimas a las que deben agregarse aquellas que salvaron la vida a cambio de ser aplastadas, empobrecidas o simplemente anuladas como individuos, convertidas en piezas desechables de ingeniería social o racial. Es indiferente que las cifras suban o bajen diez o veinte millones según la fuente consultada. El horror va más allá de unos números que algunos leen con la indiferencia de un balance contable. El maremágnum, contado de uno en uno, es más eficaz, por cercano y real, para comprender aquellas barbaridades. Aquellos movimientos que prometían el Paraíso en la Tierra tan solo consiguieron acercarse al infierno. Como señalaba con agudeza Viktor Frankl, el empeño de comunistas y nazis consistía, además, en cancelar previamente la personalidad de los que iban a ser ajusticiados. El equivocado anhelo de los inquisidores era cauterizar la sociedad buscando en paralelo reconducir a los inficionados por creencias ajenas a la fe que ellos defendían. Muchos contemporáneos, como fray Hernando de Talavera, el arzobispo de Granada citado, se opusieron al trabajo, entre otros, del inquisidor Diego Rodríguez Lucero (1440-1508), calificado por un cronista no como Lucero sino como Tenebrero.

La Inquisición anglicana, solo en tiempos de Enrique VIII fue responsable de más de mil asesinatos sin proceso judicial fiable entre quienes se limitaron a mantenerse en la fe católica, sin atentar de ningún modo contra la unidad de Inglaterra. La Inquisición protestante, en sus diversas denominaciones, acumuló miles de muertos.

Resulta inapropiado, cuando no una patochada, proponer una culpa colectiva retroactiva para los católicos, máxime cuando la inmensa totalidad de los creyentes contemporáneos reprueban el comportamiento de los inquisidores. Hasta san Juan Pablo II pidió perdón en diversas ocasiones por aquellos eventos. No ha sucedido, por cierto, lo mismo entre los infectados por las ideologías nazi y marxista, que no solo no han solicitado excusas, sino que han ido a por atún y a ver al duque, y se atreven a reivindicar en muchos casos los sangrientos procederes de sus ancestros ideológicos.

Algunas enseñanzas

 La interpretación del comportamiento ajeno ha de huir de conceptos simplistas

 La mezcla de religión y política rara vez es acertada

 Fe, codicia y poder componen un cóctel explosivo

 Criterios anteriormente válidos resultan hoy espurios, y viceversa

 El discernimiento no es hacedero si hay prejuicios

 «Unos llevan la fama y otros cardan la lana»

 La Inquisición protestante y la anglicana fueron acérrimas; sin embargo, la católica se ha llevado la mala prensa

 La dictadura de la ignorancia es estúpidamente audaz

 Los sabios distinguen, los lerdos confunden

 Las reacciones a las hambrunas son primarias, aunque luego se disfracen de ideología

 Las estadísticas pueden ser forzadas para que digan lo que cada uno desee

2000 años liderando equipos

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