Читать книгу 2000 años liderando equipos - Javier Fernández Aguado - Страница 5
ОглавлениеINTRODUCCIÓN
Cuando autores contemporáneos presentan como revolucionaria la metodología OODA –Observar, Orientar, Decidir y Actuar– no puedo sino sonreír. Algo parecido me sucede cuando proponen (Scott Galloway, en The four) que los fundadores de las organizaciones más evolucionadas del mundo contemporáneo –Google, Amazon, Facebook o Apple– han logrado su posicionamiento gracias a que sus promotores han sabido congregar de forma innovadora ventajas competitivas para el liderazgo como la diferenciación de producto, la visión estratégica integral, el alcance global, la simpatía de sus servicios o productos, o la integración vertical.
Todas esas características y muchas más no son novedosas; han sido promovidas, analizadas y experimentadas en organizaciones del entorno de la Iglesia católica a lo largo de los últimos dos mil años. Los protagonistas del libro que tiene entre las manos supieron originar start ups, suscitar spin offs y generar mayor compromiso que ningún empresario europeo, africano, americano, australiano o asiático. Autores tan relevantes como Behnam Tabrizi, de Stanford University, autor del libro The Inside-Out Effect, de haber conocido ejemplos y situaciones como los que vamos a analizar hubiera afinado sus reflexiones sobre compromiso y alineación de aspiraciones de los stakeholders. ¿Y qué decir, en ese mismo sentido, de su teoría de la brújula de la transformación?
Sumergirse en la historia de la Iglesia implica embarcarse en una dilatadísima sucesión de peripecias que ni J. K. Rowling, Julio Verne, Emilio Salgari o Karl May hubieran sido capaces de escribir aun dando rienda suelta a su exuberante imaginación. Esto sí, al igual que cuando uno se engolfa en los textos de esos autores, también aquí resulta imprescindible desarrollar sensibilidad hacia lo intangible, superando la rastrojera de lo cotidiano para no quedar aherrojado por lo material. Quien padece de inteligencia roma para lo sagrado no levanta la vista más allá de lo físico. Y no me refiero necesariamente a la fe, sino a una manera de percibir el mundo más allá de lo corporal. Son muchos quienes cuando se señala al cielo miran el dedo. Frente a la filosofía de la sospecha o de la nesciencia, el reto intelectual ante sucesos y decisiones que vamos a contemplar reclama finura para captar que no todo, ni lo bueno ni lo malo, puede ser comprendido con términos meramente racionales. Boecio (480-520), nacido en los estertores del Imperio romano de Occidente, formuló una desafiante pregunta que impregna actuaciones que examinaremos: Si Deus unde malum? Si Dios ha creado y gobierna el mundo, ¿por qué existe el mal?
Las denominadas soft skills o habilidades comportamentales y directivas, han marcado tanto las organizaciones civiles como las eclesiásticas. Si Bonifacio VIII (1294-1303) o Urbano VI (1378-1389) hubieran incorporado en su estilo de gobierno las enseñanzas de un buen programa de liderazgo, habrían evitado graves daños. ¿O es que los cardenales electores no habrían reaccionado de otra forma si cualquiera de esos dos papas, recién elegidos, no hubieran menospreciado, demonizado y zaherido su dignidad? El cardenal Corsini debería haber sido santo de altar para digerir el que Bartolomeo Prignano, apenas convertido en Urbano VI, le calificara en público como estúpido. Martín V (1417-1431) echaría el cierre al cisma de Occidente, de treinta y nueve años de duración e iniciado en buena medida por el zoquete Urbano VI. Martín V cicatrizó heridas gracias a sus actitudes conciliadoras y agradable trato, que quedó empañado por su obsesivo nepotismo. (Entre los aciertos, en su afán de consenso, haber convocado a personas procedentes de ambas obediencias).
A lo largo de veinte siglos emplearon, ante litteram, instrumentos conceptuales como el Interim management (gobierno temporal), el mobbing (acoso), las tecnologías exponenciales, la sociedad hiperconectada, la visión periférica, el outside insight (perspectiva externa), megatendencias, la definición de puestos, el branding (imagen de marca), el mapa de talento, closed loops (bucles), sociedad líquida, tiempos VUCA, reingeniería de procesos, exonomics (economía exponencial), internacionalización, unicornios, resiliencia, la gestión de la diversidad, franquicia, fake news (noticias falsas), deepfake (falsedades de tomo y lomo), océanos azules, inflexión estratégica, redes de valor, sistemas colaborativos, managing by wandering around (gobernar estando presente), la percepción de las ventajas competitivas como los cubitos de hielo, que duran poco tiempo y no como diamantes, y de otro modo el IoT (Internet of Things) o el IoE (Internet of Everything). No manejaban esta terminología (salvo en el caso del interim), pero conocían y aplicaban los factores que explican esos conceptos. Vamos a tratar, en fin, de personas reales, no de figuras de cartón piedra.
Resulta casi risible que personajes como Stefano Mastrogiacomo, diseñador del Team Alignment Map, plantee como novedoso en el siglo XXI preguntas como (Objetivo): ¿qué intentamos conseguir juntos?; (Compromisos de unión): ¿quién hace qué?; (Recursos): ¿cuáles necesitamos?; (Riesgos comunes): ¿qué puede evitar que tengamos éxito?
Fueron cuestiones recetadas por la práctica totalidad de los emprendedores que indagaremos, aunque las explicitasen con otras palabras.
Escribió Unamuno que el cientificismo o fe ciega en la ciencia es una enfermedad de la que no están libres ni aun hombres ilustrados: «Sobre todo si esta es muy especializada, (…) hace presa en la mesocracia intelectual, en la clase media de la cultura, en la burguesía del intelectualismo (…). Los felices mortales que viven bajo el encanto de esa enfermedad no conocen ni la duda ni la desesperación». Pascal lo expresaba de otra manera: «¿Qué razón tienen los ateos para decir que no se puede resucitar? ¿Qué es más difícil, nacer o resucitar? ¿Que sea lo que nunca fue o que lo que ha sido sea de nuevo? ¿No es más difícil venir que volver? La costumbre hace fácil concebir el nacer; la falta de costumbre hace lo otro imposible. ¡Chabacana manera de juzgar!». Autores tan supuestamente novedosos como Yuval Noah Harari –Sapiens, de animales a dioses; Homo Deus, breve historia del mañana– deberían profundizar en esta historia espiritual rabiosamente humana antes de formular constructos auto-explicativos donde, tras espectaculares artificios intelectuales, un abrumador repertorio de datos filtrados, saltos lógicos y guiones chanchulleros, proponen de forma voluntarista, omni abarcante, ayuna de conocimientos metafísicos y en formato de cursilonas revelaciones, los axiomas que habían salido a defender. Reducir la religión a un cuento, eso sí que es un cuento, aunque solo sea por la simpleza de sustraer algo que con diversas formas, pero muchas veces con parecidas esencias, ha forjado el devenir de la humanidad y ha estado presente en todas las culturas. Presentarse como el lúcido que muestra que todo hasta él es milonga no deja de ser una proterva milonga propia de la verborragia de quien con voz atiplada asegura que su crecepelo es el mejor. Aun dando por cierta esa presuntuosa y aventurada afirmación, quedaría claro que el hombre, a diferencia de otras especies, es un ser simbólico, espiritual, necesitado de dar sentido a vacíos existenciales. Incluso, por seguir a modo de charada los razonamientos deterministas de Harari, cabría suponer que la fe es en el fondo una eficaz herramienta evolutiva. Entre otros aspectos, sirve para fortalecer una comunidad o para proporcionar consuelo y guía al individuo en momentos de zozobra. La ciencia es una herramienta necesaria y extraordinaria –pensemos en los avances médicos y tecnológicos–, pero no sustituye a la religión y viceversa. Sus propósitos son distintos. Están condenadas a convivir sin remisión, mostrando las contradicciones humanas en una dialéctica trabucada pero beneficiosa cuando la habilidad comportamental de la humildad está presente.
Este libro no es de historia, aunque acumule mucha en sus páginas. Tampoco es de filosofía, aunque hormiguee el pensamiento y la reflexión. No es un texto de religión ni de teología. Es fundamentalmente un análisis de estilos de gestión de personas y organizaciones (management). Se trata de un análisis científico en el ámbito de las ciencias sociales.
Laicismo no es objetividad. Esa aproximación implica parcialidad con frecuencia sectaria. Conviene desmontar ese extendido cliché, dada su bobería categórica. Yerran quienes afirman que la Iglesia católica es una institución inmovilista. El mensaje que predica trata de identificarse con Jesucristo, el mayor y más auténtico revolucionario que ha existido, y con maneras inagotablemente innovadoras. Por eso, y porque los hombres que a ella pertenecen han de esforzarse una y otra vez por otear el cielo para no quedar apoltronados, anclados en lo tangible, se ha reiterado una y mil veces que Ecclesia semper reformanda, la Iglesia ha de permanecer siempre abierta al cambio, que no significa destrucción, a diferencia de lo que sostienen quienes quieren ver el mundo arder solo por el placer de contemplar las llamas. Resulta donosa la metáfora del árbol de hoja caduca que cada primavera es otro sin dejar de ser el mismo. Parafraseando a Chesterton, en el corazón de todo aparente conservador anida un rebelde.
La mezcolanza de bien y mal en los directivos de la Iglesia ha sido una constante. Escribía Amiano Marcelino (330-395), historiador de la época del papa Dámaso I (366-384): «No es extraño que para obtener un premio tan importante como es el obispado de Roma, los hombres compitan con tanto ímpetu y obstinación. Recibir los espléndidos donativos de las principales mujeres de la ciudad; viajar en carrozas majestuosas y vestidos espléndidamente; sentarse ante una mesa más abundante y lujosa que una imperial, estas son las recompensas de una ambición triunfante». También sobre vidas no ejemplares leemos en san Pedro Damián (1007-1072) las frases con las que fustigaba al clero y sus meretrices: «Me dirijo a ustedes, queridas de los sacerdotes, pedazos del diablo, veneno de la mente, dagas del alma, hierbas venenosas para los bebedores, muerte para los que comen, pecados personificados, ocasiones para la destrucción. A ustedes me dirijo, y digo, rameras del enemigo de antaño, aves de rapiña, vampiros, murciélagos, sanguijuelas, lobas indecentes. Vengan a oírme, rameras, camas en que se revuelcan los cerdos, alcobas de sucios espíritus, ninfas, sirenas, arpías, Dianas, tigresas malvadas, víboras furiosas…».
Frente a casos tétricos tendremos ocasión de visualizar a innumerables personas –¡la mayoría!– que han encontrado en la antropología y los mensajes católicos motores que les han impulsado a desarrollar existencias plenas con entrega, excelencia y heroísmo, y alentado de ese sublime modo un retorno a la metafísica, huyendo de la superficialidad conductista. Nos escabulliremos, por innecesario, del afán malsano de explorar vidas ajenas sin respeto ni discernimiento. Hablamos de una institución compleja, cobijo de corrientes diversas, incluso enfrentadas, que pulveriza la atolondrada imagen de la Iglesia como realidad monolítica. La Iglesia ha sido motor; solo en momentos puntuales ha ido a remolque.
Ha sido preciso realizar un punzante esfuerzo de criba para espigar individuos e instituciones que han realizado aportaciones de calado a la ciencia artística que consiste en gestionar personas y organizaciones. Esto no supone necesariamente desinterés por los no citados. Lo mismo puede decirse sobre los papas elegidos. Muchos podrían haber sido objeto de investigación, pero ha resultado inevitable optar. El criterio ha sido recoger aportaciones significativas desde el punto de vista de la gestión.
Este libro puede interesar tanto a quienes dirigen como a quienes son gobernados en cualquier organización financiera, mercantil, política, pública, no lucrativa y, ¿por qué no?, religiosa. Las claves son en buena medida las mismas, ya que trabajan con la misma materia: el ser humano. En las que hacen referencia a Dios la dificultad se incrementa. No se trata solo de pilotar equipos para un fin colectivo, sino que han de añadirse el respeto y preocupación por la evolución espiritual de los implicados. Ese anhelo de trascendencia ha sido imitado torticeramente por otras organizaciones que aspiran a la eternidad, ya fueran el Reich de los mil años o el Paraíso en la Tierra que proponía el comunismo. Sin olvidar que, como veremos reiteradamente, más allá de normas, leyes, reglamentos, constituciones, vademécums, praxis… lo que más motiva es el ejemplo.
Que son precisos directivos preparados lo explicaba santa Teresa de Jesús en una misiva del año 1563 al padre García de Toledo: «Deseo grandísimo (…) siento en mí de que tenga Dios personas que con radical desasimiento le sirvan (…); que como veo las grandes necesidades de la Iglesia (…), que me parece cosa de burla tener por otra cosa pena, y así no hago sino encomendarlos a Dios, porque veo yo que haría más provecho una persona del todo perfecta, con fervor verdadero de amor de Dios, que muchas con tibieza» (Relaciones espirituales, rel. 3, n. 7).
Quienes pertenezcan a la Iglesia de forma diocesana o a través de cualquiera de sus múltiples organizaciones comprenderán de manera especial la reflexión de Rahner: «Si hubiera solo un adoctrinamiento sobre Dios hecho desde fuera, igual que me cuentan que existe Australia, yo, a fin de cuentas, hoy no podría ser cristiano. Tengo que tener que ver con Dios, desde dentro, desde el centro de mi existencia; y debo obrar de forma que esta interioridad penetre cada vez más mi vida. En otras palabras –que corren el riesgo de resonar demasiado patéticas– se podría decir: ‘Hoy, si no se es místico, no se puede ser tampoco cristiano’» (Rahner, Confesare la fede).
Esta investigación, repito, puede atraer también a no creyentes. En el caso de Europa la historia de la Iglesia se encuentra engarzada en lo que somos, desde nuestros valores hasta la creación de las naciones históricas. Aunque, en sentido estricto, el increyente absoluto no existe, porque, como ironizaba Chesterton, quien no cree en Dios, al margen de una Iglesia específica, no es para no creer en nada, sino para creer en cualquier cosa. Sin Dios, la criatura deambula perdida, no logra entender quién es. Jesucristo lo explicitó: «Sin mí no podéis hacer nada».
La historia de la Iglesia se halla repleta de ejemplos de personas comprometidas, como las que Marc Raibert anhela para su Boston Dynamics en pleno siglo XXI. A la vez, zangolotean personajes o colectivos deleznables, que producen rechazo a cualquiera con un mínimo de sensibilidad. Estos no han captado en su correcto sentido la expresión de Raibert cuando señalaba que el éxito de su empresa consistía en aplicar el principio build it, break it, fix it (constrúyelo, rómpelo y arréglalo). Si existe buena disposición, los errores sirven para seguir avanzando. Pablo VI resumía la historia de la humanidad en dos palabras: miseria y misericordia, miseria del hombre y misericordia de Dios. La Iglesia, tantas veces al borde del colapso parcial o global, ha mostrado una resiliencia inigualable, gracias a esa necesidad espiritual que se antoja inagotable en el ser humano. Alguien con sentido del humor, cuando falleció el chalado autor alemán que había proclamado «Dios ha muerto. Firmado: Nietzsche», punzó: «Nietzsche ha muerto. Firmado: Dios». Quizá un héroe ciclópeo como Juan Pablo II (1920-2005) tenía en el trasfondo de su pensamiento esas reflexiones cuando se preguntaba retóricamente ante miles de jóvenes chilenos: «¿Es posible construir un mundo sin Dios?; ¡Sí!, pero solo haciéndolo contra el hombre».
San Juan XXIII escribió en Mater et Magistra algo que podría haber sido refrendado por cualquiera de los responsables de organizaciones de la Iglesia en cualquier momento histórico: «Nuestra época es recorrida y penetrada por errores radicales, está angustiada, removida por desórdenes profundos; es, sin embargo, una época en la que se abre al impulso de la Iglesia una posibilidad inmensa de fe». Anticipando turbulencias tras el Concilio Vaticano II por él convocado, añadía algo también universalmente válido: «No escuchemos a los pájaros de mal agüero. No vamos a tener miedo. El miedo no puede venir más que de una falta de fe». Pueden observarse los paralelismos con estas reflexiones de Rodolfo Glaber (980-1047) a comienzos del siglo XI: «Mientras la irreligiosidad aumenta en el clero, así también crecen en el pueblo los deseos procaces e incontenibles. Después, las argucias y mentiras, los fraudes y homicidios contagiaron a casi todos, arrastrándolos a la perdición. Puesto que las tinieblas de la ceguera han invadido de la peor manera el ojo de la fe católica, es decir los más elevados cargos de la Iglesia, por eso su pueblo, que desconoce el camino de la salvación, se lanza hacia el desastre de su perdición. Con razón sucede que los mismos prelados son abatidos por aquellos a quienes debieron tener sometidos y ven que se rebelan aquellos a quienes desviaron del camino de la justicia con su ejemplo. Y no es extraño además si, al encontrarse en ciertas situaciones difíciles, no son escuchados mientras gritan, puesto que ellos a causa del exceso de avaricia se cerraron a sí mismos la puerta a la misericordia (…). Cada vez que deja de existir la religiosidad de los pontífices y se flexibiliza el rigor en la observancia de las reglas por parte de los abades, y al mismo tiempo se debilita la disciplina de los monasterios, y, siguiendo su ejemplo, el resto del pueblo se vuelve transgresor de los mandamientos de Dios, ¿qué otra cosa queda excepto que todo el género humano al mismo tiempo, por su voluntad de perdición, se lance al antiguo precipicio y al caos?».
La vida es componer rompecabezas. Propuestas de reforma, de cambio de estilo de dirección, de renovación de la cultura organizativa, de gestión del compromiso, de aprovechamiento del tiempo y muchas otras cuestiones desfilan en las siguientes páginas. Todas esas aportaciones son fácilmente aplicables. Cuánta sabiduría referente, por ejemplo, a la gestión del tiempo muestra santa Teresita de Lisieux cuando afirma: «No sufro sino de instante en instante. Es porque se piensa en el pasado y en el porvenir por lo que uno se desalienta y desespera».
Más clichés absurdos: una supuesta estructura asamblearia. Desde el principio se explicitó un sistema jerárquico. San Ignacio de Antioquía (35-108) enardecía a los fieles para que se mantuviesen leales a los obispos y daba por ejercidos tres niveles: obispos, presbíteros y diáconos. A mediados del siglo II hay obispos «monárquicos» al frente de numerosas Iglesias, tanto en Roma como en Antioquía, Alejandría, Esmirna, Éfeso, Corinto, Lyon o Atenas. En algunos lugares se estableció un colegio de presbíteros, a imagen de los consejos de ancianos del pueblo judío, pero en cuanto fue posible se sustituyó por prelados.
Los obispos eran seleccionados por los jerarcas de las diócesis colindantes. En los concilios de Arlés (314) y de Nicea (325) se especificó que en la elección debían participar al menos tres candidatos y recabar la explícita aprobación del metropolitano. Dentro del proceso organizativo inicial se definieron fórmulas para la admisión a las órdenes. Se excluía a los casados en segundas nupcias, a los neófitos, los epilépticos, los locos, los eunucos voluntarios o los reos de crímenes.
Para la cobertura de las necesidades económicas de quienes iban a gobernar y a servir a los demás con la administración de sacramentos, pronto detalló la política fiscal de los diezmos. Se estableció también la delegación en los denominados obispos de campaña o auxiliares, en la actualidad conocidos como vicarios. Ejercían específicas funciones episcopales como conferir órdenes menores o administrar la confirmación. Cada diócesis quedaba ligada a una sede más importante, la metropolitana, y así fueron constituyéndose provincias eclesiásticas.
Clemente Romano (35-97), que llegó a conocer a los apóstoles y fue tercer sucesor de Pedro, escribió en el año 96 una carta a los de Corinto para hacerles entrar en razón en torno a desacuerdos con las autoridades. Lo hacía perentoriamente, consciente de su jurisdicción. Fue aceptado su criterio. Igual sucedió con Víctor I (189-199), Esteban I (200-257) o Dionisio (+268). Gelasio I (492-496) ejercía pacíficamente autoridad judicial y jurisdiccional. Se afirmó entonces que el romano pontífice no podía ser juzgado por nadie: prima sedes a nemine iudicatur; nadie puede juzgar a la sede primacial de Pedro, al papa, a la Santa Sede.
Diógenes Laercio (180-240) aseguraba en defensa de los cristianos: «Son de carne, pero no actúan según la carne». Ojalá hubiera sido siempre así, porque habrían sido menos los problemas que sucesivamente tendrían que afrontar. Contradicciones surgieron desde los inicios. Lo expresaba el tunecino obispo de Cartago, san Cipriano (210-258), al detallar que algunos obispos se habían convertido en administradores de grandes haciendas. Pablo de Samosata (+272), luego hereje, siendo aún obispo vivía de forma mundana. Por comportamientos como el suyo, el Concilio de Elvira notificó excesos que debían ser evitados. Las incomprensiones se multiplican a lo largo de los más de veinte siglos que vamos a destilar, también, aunque no solo, porque no hay vidas lineales, ni siquiera en dirigentes que creen en la vida futura. Sin ir más lejos, Constantino (272-337) ordenó asesinar a su hijo Crispo y a su esposa Fausta. Irascible, trataba con formas nada cabales a sus subordinados. A la vez era hombre de Estado que favoreció la libertad de la Iglesia tras las persecuciones promovidas por emperadores previos. Rara vez algo humano es rectilíneo, más bien suele adoptar forma de rizoma.
En innumerables ocasiones se ha empleado con desfachatez la calumnia o las medias verdades, que son en realidad falsedades, para lacerar la imagen de la Iglesia. Prisciliano (+385) no fue condenado a muerte por herejía, sino por el delito de maleficio y prácticas de magia, rigurosamente hostigado por las leyes romanas. Ni la Iglesia le condenó por hereje. ¡Tanto san Martín de Tours como san Ambrosio protestaron por su condena! El responsable de aquellas actuaciones fue el gobierno de Magno Clemente Máximo.
En medio de las contradicciones brillan quienes han superado indecibles dificultades, como Dídimo el Ciego (+398). Nacido en Alejandría quedó invidente con cuatro años. A base de intrepidez llegó a ser intelectual de referencia. La causa de numerosos yerros se encuentra en la impericia tanto de directivos como de fieles, deficiencia que la Iglesia intentó paliar con la erección de escuelas catedralicias y monásticas. Pasma que, en el 802, en Aquisgrán se especifique que los ordenandos debían conocer al menos los salmos del Breviario, el Credo y el Padrenuestro, y saber explicarlo mínimamente. Además, debían estar en condiciones de aplicar el ritual de los sacramentos.
San Felipe Neri predicó en el siglo XVI que para cambiar el mundo le bastarían cincuenta jóvenes castos y cincuenta adultos no avariciosos, casi un imposible. Y subrayo ese casi porque, década tras década, proyecto tras proyecto, a lo largo de los siglos se han buscado perfiles de líderes de fuste capaces de mejorar a la humanidad. En medio de ejemplos heroicos y vidas inconsistentes, la Iglesia ha sabido reinventarse de forma ininterrumpida. Así, para luchar contra la usura surgieron en Italia en el siglo XV los Montes de Piedad. También en España hubo quienes procuraron encontrar solución a esa lacra. La primera iniciativa fue promovida por fray Ludovico de Camerino en las Marcas, en 1428. En Castilla es paradigmática la iniciativa de las Arcas de Limosnas establecidas en 1432 por el conde de Haro en templos parroquiales de su territorio bajo inspiración franciscana. También en Italia, de 1462 a 1496 se fundaron casi cien Montes de Piedad. Uno de los más eficaces promotores fue el franciscano, luego beato, Bernardino de Feltre (1439-94). El cardenal Cisneros promovió la creación en Castilla de pósitos –almacenes para el aprovisionamiento de la población–, comenzando por Toledo y Alcalá de Henares. En sus primicias, solo por excepción gestionaban préstamos. Con el paso del tiempo se abrirían a esa actividad. El crédito era habitualmente sin interés. De haberlo era irrisorio. Se empleaban con frecuencia prendas o garantías. El fin social prevalecía sobre los beneficios económicos.
Sobre cómo elegir al CEO, la evolución fue profunda, desde la aclamación a la elección en el colegio cardenalicio. También fue cambiando la composición de este. Gregorio X, fallecido de fiebres en 1276, dejó establecida la norma Ubi periculum, en la que se impone el cónclave. Los cardenales serían encerrados bajo llave, incomunicados del mundo exterior. Si se demoraban se les iría dosificando el alimento para estimular la decisión.
En casi todos los temas se han alternado idas y venidas. El II Concilio de Lyon (1274) estableció la disolución de las órdenes ulteriores al Concilio IV de Letrán, a excepción de franciscanos y dominicos. Carmelitas y agustinos, que deberían haber desaparecido, fueron indultados. Luego se abrirá la mano a otros. En esos años, el laico había cedido el puesto al clérigo; el yermo, al convento; la soledad, a la ciudad; y una devoción sencilla al apostolado y al estudio.
Casi toda institución católica se ha identificado con el colegio apostólico pregonando que ellos sí que vivían como los primeros cristianos. En Roma se cobijó, en 1653, la Escuela de Cristo, congregación de sacerdotes y laicos españoles que aspiraban a la santidad a través del cumplimento de los deberes de su estado, la práctica de la oración mental, la mortificación, la fraternidad y la devoción a la Virgen. El padre Eugenio de San Nicolás (1617-1677) sería el propagador de esta asociación desde los conventos recoletos de Toledo y Trujillo. El padre Poveda retomaba idéntica idea el 13 de diciembre de 1932: «¿Sabéis con quién está entroncada nuestra institución? Con la más antigua, con los primeros cristianos (…); nuestra primitiva raíz fueron los primeros cristianos (…) que en razón del tiempo, ni tenían hábito, ni grandes viviendas, ni numerosas comunidades».
Siempre ha estado presente la necesidad de evolución, especialmente en períodos de acerada incertidumbre. Entre otros, Gregorio VII (1073-1085) había centrado el énfasis en la renovación de la Iglesia con ocasión del conflicto de las investiduras. Lo haría igualmente Inocencio III a través de los concilios de París (1212) y IV de Letrán (1215). También el Concilio de Viena (1311), aunque quedó desnortado por la injusta disolución de los templarios promovida por Felipe IV el Hermoso. En Constanza (1414-1418) volvió a plantearse para extinguir el Cisma de Occidente. También el Concilio de Basilea (1431), aunque no se llevaron a la práctica las decisiones. Trento (1545-1563), ante la amenaza de la mal llamada Reforma luterana, supondría un relevante impulso para esa transformación constante, como de otro modo lo sería siglos más tarde el Concilio Vaticano II.
No han faltado situaciones peculiares. Calixto nació en Roma en el 155 d. C. y fue esclavo de un cristiano de nombre Marco Aurelio Carpoforo. Fungió de banquero, aceptando depósitos de cristianos y asumiendo operaciones arriesgadas, culminadas en chasco. Su amo le perdonó a solicitud de los propios fieles estafados. Condenado a trabajos forzados en las minas de Cerdeña huyó gracias a la ayuda de una cristiana llamada Marcia, con la que se magreaba el emperador Cómodo. Ya libre, tres décadas más tarde fue elegido papa en el año 217 con el nombre de Calixto I. Fue el número XVII. Falleció mártir al ser lanzado a un pozo en una revuelta popular el 14 de octubre de 222.
En la selección realizada, he tenido que dejar a incalculables personas y organizaciones fuera del texto. No trato, entre otros muchos, de los silvestrinos fundados por san Silvestre Guzzolini (+1267) en el monte Fano, bendecidos por Inocencio IV en 1242. Unían a la vida austera actividades como la predicación y la confesión. Tampoco de los olivetanos, fundados por san Bernardo Tolomei (1272-1348), que asimilaron elementos eremíticos siguiendo la regla de san Benito e introdujeron aspectos de la legislación mendicante. Ni de otros promotores: santa María Soledad Torres Acosta, fundadora de las Siervas de María Visitadoras de Enfermos (1826-87); santa Vicenta María López y Vicuña (1847-1890), fundadora de un instituto para la formación cristiana de las jóvenes del servicio doméstico; o santa María Teresa Jornet (1843-99), fundadora de las Hermanas de los Ancianos Desamparados. A la Compañía de Jesús solo haré referencias tangenciales. A su management le he dedicado un libro específico: Jesuitas, liderar talento libre (LID Editorial).
En las siguientes páginas el lector hallará cientos de aprendizajes aplicables al gobierno. Junto a reacciones cabales, reitero, encontraremos barrabasadas. Como cuando el recién nombrado director del equivalente a un convento, el mismo día en el que el responsable hasta el momento había sido trasladado por ascenso, encargó al ponente del primer medio de formación colectivo una feroz crítica de su predecesor. Al concluir, un asistente le manifestó en privado su pesadumbre. La reacción fue furibunda: «Demasiado poco ha dicho, ¡habría que haber echado a ese, no darle otro cargo!».
Solo un fanatismo inmisericorde explica que un profesor universitario, en otros aspectos más comedido, reaccione de esa manera.
El origen de mi añejo interés por los templarios se debe, por cierto, a que el fundador de una otrora afamada organización, que en la actualidad se encuentra en honda crisis por ausencia de humildad para asimilar un obvio y aplastantemente negativo feedback 360º, manifestó el temor de acabar como ellos.
Muchísimo más grave, fruto de homólogo menosprecio por las personas, es el caso de personajes como el jesuita Dragutin Kamber, que celebró en la revista Novi List de 16 de agosto de 1941 a los soldados nazis como luchadores «de la justicia política y social» y constructores de los fundamentos de un mundo feliz para las futuras generaciones; que fuese buque insignia de la Policía en Doboj (Bosnia) y responsable último del asesinato de serbios ortodoxos muestra con patética claridad que la cizaña y el trigo se encuentran mezclados hasta el final de los tiempos. Bien puede mencionarse aquí la reflexión de Karl Popper: «Ninguna ciencia puede, de hecho, responder a la pregunta de quién es el hombre. Nos arriesgamos a conocer hasta la última partícula del ser humano, pero nos arriesgamos a olvidar quién es el hombre». La persona es frágil y compleja, algo que siempre ha reconocido la Iglesia y que se halla inscrito con matices de admirable sutileza en su doctrina.
Es aplicable a algunos colectivos una inmemorial chanza referida originariamente a los mormones. Al llegar alguien al Cielo es agasajado por el mismísimo san Pedro. Visita maravillosos entornos. En todos, al preguntar el recién llegado por un alto muro, se le replica: «Detrás se encuentran los mormones».
Interrogado san Pedro por el motivo, fulminó: «Es que solo son felices si consideran que son los únicos que están en el Cielo…».
El farolero complejo de sentirse únicos genera hilaridad.
No queda –insisto– otro remedio que mencionar ludibrio. Entre los rayanos en el tiempo, patibularios nefandos como el mexicano Marcial Maciel, el chileno Fernando Karadima o los peruanos Luis Fernando Figari Rodrigo y Germán Doig Klinge. Sin embargo, los maledicentes de los excelsos cristianos que, al margen de estas y otras ovejas negras iremos evocando, no rozan siquiera la fimbria del hábito de los verdaderos protagonistas de este libro. No hay que obviar que gacetilleros impúdicos tratan de escudar la ausencia de control de sus pulsiones con críticas arteras y sesgadamente documentadas a la Iglesia. Con su corazón carcomido se convierten en sayones de baja estofa. De sus aquelarres poco queda salvo una desarbolada cacofonía de aullidos. A diferencia de ellos, vamos a adentrarnos con objetividad y respeto en el análisis de los estilos de gobierno de una pasmosa organización gobernada habitualmente por un anciano –la tendencia a contar con papas de transición es endémica, aunque con frecuencia haya sorpresas por la longevidad no esperada ni deseada–, elegido por un grupo, salvo excepciones, de septuagenarios. Los cardenales, ese peculiar grupo de provectos en ocasiones también sabios, recibieron el capelo rojo, su actual distintivo, en 1245 de manos de Inocencio IV. En 1630, Urbano VIII concedería carácter oficial al título de Eminencia.
Para controlar tan extensa organización, a mediados del siglo XIII Gregorio IX hizo obligatoria la visita ad limina apostolorum, que todos los obispos debían rendir a Roma. El juramento de realizar la primera personalmente y la segunda si era precisa mediante procurador se fue relegando. En 1585, Sixto V volvió a prescribir la obligatoriedad. Se amenazaba a los transgresores con penas tan relevantes como la suspensión de la administración espiritual y temporal de la diócesis, la no percepción de rentas y también la prohibición de entrar en la iglesia si no eran absueltos por el pontífice.
Entre quienes intentaron realizar mejoras, Inocencio XI (1611-1689) es célebre por su rigor. Decidió acabar con lujos innecesarios y también con la lacra del nepotismo. En el cónclave más prolongado del siglo XVII se había incorporado como cardenal Antonio Pignatelli. Cinco meses más tarde emergía como papa. El 20 de junio de 1692 emitió la bula Romanum decet Pontificem, que hizo jurar a los treinta y cinco cardenales del sacro colegio. Prohibió a los papas conceder honores, cargos públicos, pensiones o propiedades de la Iglesia a hermanos, sobrinos u otros parientes. Suprimió el cargo de cardenal nepote. Para enviar mensajes diáfanos sobre sus propósitos ordenó encarcelar a cuatro mujeres nobles que habían jugado a las cartas durante una fiesta religiosa. Impulsó a los religiosos a ser decentes, cerró tabernas y prohibió que actuaran féminas en los teatros; debían ser sustituidas por castrati. Los romanos le calificaron como el «papa No». Falleció el 26 de septiembre de 1700 con ochenta y cinco años.
Sentiremos, en fin, admiración, veneración y a veces verecundia por el comportamiento de algunos que deberían haber obrado respetando creencias y personas, en vez de dejarse arrastrar por la tacañería, alborotadas experiencias sexuales o la ira. San Bernardo recordaba en De Consideratione que un papa que se enorgullece «no merece más respeto que un mono de cola larga en la copa de un árbol». ¡Cuántos, desafortunadamente, podrían ser calificados como tales! A san Bernardo le hubiera encantado la expresión de Bob Eccles y Nitin Nohria, que en su obra Beyond the Hype explicitan que gobernar es el arte de lograr que las metas se alcancen. Ese fue siempre el reto de san Bernardo, al igual que el de los emprendedores de los que vamos a tratar. Para ser imitadores de esos héroes bimilenarios hemos de enamorarnos de las jornadas de nuestra vida en las que solo espera el trabajo esforzado en servicio de los demás.
No pueden relegarse los componentes misteriosos de la organización que vamos a analizar partiendo de su estandarte, causa de contradicción: stat crux dum volvitur orbis; la cruz, escándalo para tantos, permanecerá mientras el mundo gire. San Juan Pablo II, en Ávila, en noviembre de 1982, resumía: «Las religiosas contemplativas son el honor de la Iglesia y hontanar de gracias celestes». Vamos a presentar, en fin, organizaciones y resultados de gestión, pero contando con claves trascendentes.
Ojalá en todos los casos se cumpliese el anhelo expresado por santa Teresa de Jesús: «Quienes de veras aman a Dios, todo lo bueno aman, todo lo bueno quieren, todo lo bueno favorecen, todo lo bueno loan, con los buenos se juntan siempre y los favorecen y defienden. No aman sino verdades y cosa que sea digna de amar. ¿Pensáis que es posible, quien muy de veras ama a Dios, amar vanidades? Ni puede; ni riquezas, ni cosas del mundo, de deleites, ni honras; ni tiene contiendas ni envidias. Todo porque no pretende otra cosa sino contemplar al Amado. Andan muriendo por que los ame, y así ponen la vida en entender cómo le agradarán más». (Camino de perfección, c. 40, n. 3).
Algunos han hecho carne de su carne esas indicaciones y otros se han dejado arrastrar por hábitos comportamentales mezquinos. En ciertos casos, quizá, por haber quedado prendidos de parafernalias lejanas de ese maravilloso oficio consistente en sacarle brillo a cada fantástico día gris mediante el cual la mayor parte de las existencias van configurándose.
Cierro esta introducción con una profunda y aplicable reflexión de Heidegger: «Das Vergangene geht. Das Gewesene kommt», lo que ha pasado se va. Lo que ha sido vuelve. Procuraré desgranar, no siempre explícitamente, lo que meramente ha pasado de lo que ha sido. De ambos rubros se aprende, sobre todo del segundo, porque mucho de lo que consideramos novedoso en management son reediciones de necesidades antropológicas del ser humano manifestadas de un modo solo en apariencia insólito.