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La verdad tiene un precio

San Juan Crisóstomo (347-407)


San Juan Crisóstomo y Santos, de Sebastiano del Piombo, 1509. Fuente: Attilios.

La situación económica de su madre, Anthusa, permitió a Juan codearse con lo más granado de la clase pudiente, asistiendo a los mejores centros de formación y educándose en gramática latina y griega, declamación, escritura, filosofía, cálculo, historia natural y medicina. Deslumbró en latín, siríaco y griego. Esto último enorgullecía a su progenitora, de antecesores helenos. Aprendió desde joven a manejar la diversidad como realidad connatural, tal como aconsejaría en el siglo XX Roosevelt Thomas Jr. en From affirmative action to affirming diversity.

Juan vio la luz en torno al 347 en Antioquía, segunda ciudad de Oriente tras Constantinopla. Contaba entonces con ciento cincuenta mil habitantes, la mayoría cristianos. Entre ellos Anthusa. Estudió con Diodoro de Tarso (+390), uno de los más doctos profesores de Teología, quien lo encauzó hacia la fe cuando contaba veinte años. Juan sería bautizado por el obispo Melecio el Sábado Santo del 367. Recordaría con agradecimiento a Libanios, catedrático de Oratoria en Antioquía, por las técnicas que le transmitió, aunque Crisóstomo mencionaba con rachas de desánimo su increencia.

Secundus, el progenitor, era de origen latino y había desarrollado una rutilante carrera militar culminada como general de Caballería. Dirigía las tropas imperiales en Siria. Juan aspiraba a desenvolverse como abogado, pero al palpar el sórdido ambiente que imperaba en esa profesión optó por convertirse en ermitaño según la regla de Pacomio. Como tal viviría hasta que en el 378 regresó a Antioquía por problemas de salud derivados del inclemente estilo de vida. Un trienio más tarde, en el 381, recibió la ordenación de diácono y en el 386 llegó al sacerdocio. Comenzó a ser conocido como Juan de Antioquía. Más adelante, y como consecuencia de su pericia oratoria, le calificarían como «el Crisóstomo» (boca de oro, en griego).

Aspiraba al recogimiento, pero fue ensalzado contra su criterio como patriarca de Constantinopla en el 389. Se habían confabulado los obispos, el emperador y algunos fieles, aunque no todos con idéntico entusiasmo. Se cumpliría el principio universal de que nunca escasean los contratiempos. Sin ellos no se precisan soluciones. Y sin estas no sería imperioso implementar energías para encontrar salidas. Por paradójico que parezca, ¡vivan las complejidades! No existen organizaciones sin enredos. Si una cree que no las tiene, está muerta. Toda vida es, en mayor o menor medida, conflicto.

Juan fue consagrado por el patriarca de Alejandría, Teófilo, quien, pese a las apariencias, cebaba rencor contra el presbítero ascendido. Nectario, predecesor en el cargo que ahora ocuparía Juan, no había sido ejemplar. Y Eudoxia, la emperatriz, hacinaba dilatada impudicia. La predicación del recién coronado provocó que los fieles abandonasen a mansalva la asistencia a los esparcimientos con la consiguiente repercusión negativa en la recaudación. Su predisposición para erigir hospitales, entregar limosna a los necesitados y promover la elevación del nivel cultural y ético del clero resonaron como guantazos para quienes hozaban en el lenocinio.

Sermoneaba sin pelos en la lengua. Se comprende que los poderosos, seglares o eclesiásticos, acusaran los incisivos dardos: «La Iglesia de Dios no se diferencia nada de los hombres del mundo. ¿No habéis oído que los apóstoles se negaron a administrar el dinero recogido sin trabajo alguno? Ahora nuestros obispos andan más metidos en preocupaciones que los tutores, los administradores y los tenderos. Su preocupación única debiera ser vuestras almas y vuestros intereses, y ahora se rompen la cabeza por los mismos asuntos que los recaudadores, los agentes del fisco, los contadores y los despenseros. No lo digo por ganas de lamentarme, sino porque se ponga algún remedio». Si los sacerdotes se preocupaban de las realidades temporales, ¿quién lo haría de los derechos de Dios? Algunos obispos y sacerdotes –demonizaba– se centraban en lo material. Sus predicaciones hacían rechinar dientes: «Debemos imitar a Dios en su comportamiento con la Iglesia a la que no abandona. Portémonos nosotros así con el cónyuge». Añadía que si el hombre vive con templanza tendrá a su esposa por la realidad más amable del mundo, la mirará con afecto y procurará la concordia. Con paz y armonía los bienes se multiplicarían en el hogar.

Delataba gráficamente el efecto afrodisíaco del poder: «Quien goza de autoridad es como quien tuviera que vivir en compañía de una muchacha joven y hermosa con orden de no mirarla jamás con ojos lascivos. Tal es la autoridad. Por eso a muchos les ha precipitado a la soberbia, los ha incitado a la ira, les ha hecho soltar el freno de la lengua, les ha abierto la puerta de la boca». Incitaba al cambio efectivo: «No son palmoteos lo que necesito. Solo una cosa quiero: que cumpláis lo que os digo. Este es mi mejor aplauso. No estáis aquí en ningún teatro, no os habéis sentado para ver la representación de una tragedia y contentaros con palmear». Las ínfulas parasitarias denunciadas por Juan Crisóstomo se encuentran en los cimientos de una cuestión reiteradamente planteada: ¿Cómo algunos sacerdotes o religiosos, intermediarios entre Dios y los hombres, cuando disparatan se conviertan en gañanes de la peor calaña, tremebundos ceporros de izquierdas o de derechas, nacionalistas viscerales, con ojeriza a cualquier sistema racional? La respuesta antropológica es sencilla. Al perder la referencia del Sumo Hacedor tienden a ocupar su solio. Antes perdonaban los pecados en nombre del Creador, luego lo suplantan y se atribuyen la capacidad de decidir quién ha de vivir o no, y en su caso cómo ha de hacerlo. Eso explica que parte de los grupúsculos terroristas de larga carrera asesina como Sendero Luminoso (Perú), las Brigadas Rojas (Italia), las FARC (Colombia) o la ETA (sicarios en el País Vasco, en España) estuviese formada por ex-curas, ex-religiosos o ex-seminaristas.

Corría el 403 cuando Eudoxia y Teófilo aglutinaron fuerzas para expulsar al Crisóstomo. Convocaron un sínodo en Calcedonia al que asistieron cuatro decenas de obispos de diócesis orientales. Juan había sido advertido sobre las inicuas maniobras de aquellas personas y no asistió. Juzgó que su mansedumbre era fortaleza.

Los tres puntos en los que cuajó la querella fueron un presunto apoyo a la herejía origenista (que afirma que las almas son eternas, previas y no creadas), permitir comer en las iglesias y difamar a la emperatriz por su mal comportamiento. El emperador Arcadio dio por buenos los chivatazos y lo destituyó del patriarcado de Constantinopla, exiliándolo a Bitinia, en las proximidades de Antioquía. ¿De dónde procedían las embestidas? «A esta nave de la Iglesia la combaten también de todos los lados tormentas continuas –desovilló–. Tormentas, por cierto, que no se desencadenan solo de fuera, sino que se levantan también dentro de ella. De ahí la necesidad de gran condescendencia a la vez que no menos diligencia y rigor. Y todo ello mirando a un mismo blanco: la gloria de Dios y la edificación de la Iglesia».

A causa del terror que provocó un seísmo que bastantes tildaron de castigo del Cielo por el desconsiderado trato infligido a Juan, se le permitió retornar. Sin embargo, sus enemigos promovieron un segundo destierro del que no se libraría, ni siquiera cuando Inocencio I levantó su voz para condenar el despropósito. Triunfaba una visceralidad afanosa por acallar aquella voz que espoleaba la conciencia de los malhadados. Arcadio lo deportó a la ciudad de Cucusa, en Armenia, junto al Cáucaso. Desde allí fue trasladado a Pitio, en el mar Negro. En medio de las penalidades recibió como bálsamo una misiva del papa Inocencio descalificando las ilegítimas imposiciones. Juan fallecería el 14 de septiembre del 407 a los sesenta años, obligado a marchar descalzo sobre la tierra helada, camino de la ciudad de Comana. Teodosio, hijo de Arcadio y Eudoxia, disgustado con el proceder de sus progenitores, ordenaría el traslado de los restos a Constantinopla.

De Juan, trabajador incansable, se conservan más de cien extensas homilías sobre el Antiguo Testamento, otras noventa sobre el evangelio de San Mateo, siete tratados de ascética y más de doscientas cartas. No pretendió ser autor sistemático; fue pastor que defendía a sus seguidores de herejías y errores prácticos. El prestigio de su liderazgo se cimienta en su personal exigencia. Cuando reprochaba en otros codicia o portes estirados, la palabra llegaba avalada por una existencia ejemplar. Predicaba de forma directa, sin ditirambos para los poderosos, desprovisto de barroquismo. Consideraba que si alguien se ofendía quizá se apresurase a expiar.

Sus palabras son fáciles de entender: «No precisaron los apóstoles cavar una profunda fosa para edificar el edificio de la Iglesia. Para construir este magno edificio que se extiende por todas las partes de la Tierra no necesitaron abrir nuevas fosas; les bastó aprovechar el antiguo edificio de los profetas; sin cambiar nada el antiguo edificio de los profetas, sino dejándolo intacto, añadieron una nueva doctrina, una nueva fe, según proclama el apóstol san Pablo». Con sus amonestaciones promovía las segundas oportunidades. Explicaba que Pedro lavó su infame negación llorando con traslúcida amargura y fue constituido en el primero de los apóstoles, a quien se le encomendó el orbe. Predicó con frecuencia sobre la eficacia del liderazgo, lejano de la imposición engreída, tomando también a san Pedro como referente: «A la regia ciudad de Roma acuden a los sepulcros del pescador y del tejedor de tiendas de campaña, emperadores, cónsules y generales de los ejércitos. Reyes y emperadores construyeron ciudades y puertos, y les impusieron sus nombres, pero de nada les ha aprovechado, condenados ahora al silencio. Pedro, el pescador, que no hizo nada de esto, prosiguió la virtud y ocupó Roma y resplandece con más luz que el sol».

Especificaba la necesidad de que el liderazgo fuese desarrollándose a través de los abrojos. Aquel Pedro que no había afrontado la acusación de una vil doncella llegó a expresarse con audacia contra mefistofélicos que vociferaban contra él. Eso sí que fue, concluía, excelente prueba de la resurrección del Señor. Insistía en que recibimos en buena medida lo que damos. Si deseamos cambiar a los demás, empecemos por nosotros: «No necesitas muchos sermones, ni muchas leyes, ni mucha doctrina. Tu voluntad es la ley. ¿Quieres obtener beneficios? Hazlos tú a otro. ¿Quieres conseguir misericordia? Sé misericordioso. ¿Quieres ser alabado? Alaba tú. ¿Deseas ser amado? Ama. Da primero a los demás los premios que deseas recibir. Tú eres el juez y legislador de tu vida. No desees ningún mal a nadie».

Recordaba que aprender a dirigir es esencial. Anticipando expresiones que alcanzarían éxito en san Ignacio de Loyola, insistía en que quien asume el deber de corregir ha de discernir para aplicar bien el remedio con más delicadeza que un galeno. Sus recomendaciones apuntan a temas que jamás caducan: «Nos preocupamos de lo que van a poseer los hijos y no nos preocupamos de ellos mismos. ¡Qué insensatez! Forma el alma de tu hijo y todo lo demás le vendrá por sí mismo. Si el alma no es buena de nada le valen las riquezas; si el alma es recta nada puede dañarle la pobreza. Si quieres dejarle rico enséñale a ser bueno pues así reunirá riquezas y, si no las tiene, no será menos que los que las poseen. Pero si es malo, por mucho que herede no le has dejado un guardián de su riqueza y le has hecho peor que los más miserables». En el siglo XXI basta sustituir algunas de las palabras empleadas por el Crisóstomo por gadgets electrónicos o por superfluos privilegios y el mensaje resulta de rabiosa actualidad.

Quizá le faltó en alguna ocasión mano izquierda para fustigar sin enfurruñar a sus interlocutores: «Apenas nace el niño, el padre busca todos los medios imaginables, no para educarlo, sino para adornarlo y vestirlo con ropas de oro. ¿A qué fin le pones un adorno en torno al cuello? Lo que el niño necesita es un ayo escrupuloso que lo eduque, pero no entorchados de oro. Además, le dejas el cabello por detrás, con lo que ya desde el principio afeminas al niño con figura de niña. Infundiéndole desde que nace el amor a las riquezas, muchos les cuelgan pendientes de oro en las orejas. ¡Ojalá no los emplearan ni las niñas mismas! Y vosotros introducís esa peste entre los varones».

Eran frecuentes sus diatribas contra la petulancia: «nada bueno proviene de la vanagloria –peroraba– y quien se somete a ella sufre y hace sufrir, es dueña de quienes le abren sus puertas y se torna más inmisericorde que cualquier dictador». Entre los discípulos del Crisóstomo se contaron personajes relevantes como Isidoro, abad de Pelusium; Nilo el Viejo, primer prefecto de Constantinopla y luego monje en el Sinaí; o Palladio, obispo de Asia Menor.

Algunas enseñanzas

 La familia es entorno esencial para el desarrollo equilibrado de las nuevas generaciones

 Los maestros no se improvisan

 Es aconsejable alejarse de entornos donde la ética es difícilmente vivible

 Quienes llegan al gobierno probablemente lo harán mejor si no han estado obsesionados por lograrlo

 Horas non numero nisi serenas, o el tiempo valioso es aquel que deja un poso de paz

 El dinero es palanca que mueve el mundo

 Quienes han de atender a los demás no pueden estar centrados en sus riquezas

 Convivir implica ceder

 El poder es afrodisíaco difícil de domar

 Pares cum paribus facile congregantur, o se reúnen con facilidad quienes desarrollan expectativas símiles


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