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EN DEFENSA DEL

POSITIVISMO CONCEPTUAL

Jorge L. Rodríguez

SUMARIO: I. Introducción. II. Positivismo excluyente y sistemas constitucionales. III. Positivismo incluyente y remisiones convencionales a la moral. IV. Consecuencias normativas del positivismo conceptual y presupuestos conceptuales del positivismo normativo.

I. INTRODUCCIÓN

La lectura de los trabajos de Fernando Atria constituye siempre una experiencia enriquecedora, porque con independencia de que se las comparta o no, sus ideas resultan atractivas y sugerentes, y los argumentos que utiliza para defenderlas son, a la vez, finos y robustos. En este sentido, su reciente libro LFD no ha resultado para mí una excepción a tales consideraciones.

En esta contribución no voy a emprender la tarea de discutir las tesis centrales del libro que, diría, comparto en una medida importante. Mi cometido será más modesto y acotado: me detendré exclusivamente en la primera parte del libro, en la que Atria desarrolla una crítica profunda al positivismo en su “versión actual”, esto es, entendida como una familia de teorías acerca del concepto de derecho, y trataré de responder a esa crítica para elaborar una defensa del positivismo conceptual.

Atria considera, por una parte, que el positivismo conceptual —tanto en su versión excluyente como en su versión incluyente— es incapaz de dar cuenta de las características distintivas de los sistemas jurídicos realmente existentes, del derecho tal como lo conocemos, por lo que resultaría una trivialización de la tradición positivista que le diera origen y, para colmo, una que se “jacta de su propia esterilidad” o superficialidad (LFD, p. 90). Pero, además, la pretensión del positivismo contemporáneo de mantener sus tesis en un plano puramente conceptual resultaría ilusoria, ya que, como el derecho no sería “algo que puede ser descrito sin que la descripción cambie el objeto descrito” (LFD, p. 27), resultaría posible mostrar que las tesis supuestamente conceptuales del positivismo conllevan en verdad consecuencias normativas. Al estar concentrados en estériles disputas pretendidamente circunscriptas al plano conceptual, los positivistas actuales se verían impedidos de identificar al verdadero enemigo de la tradición positivista, representado para Atria por el neoconstitucionalismo, con su involución a formas jurídicas premodernas.

Para ilustrar su crítica Atria evoca una escena cinematográfica tomada de Life of Brian (1979): la sátira de los Monty Python sobre la vida de Jesús: diferentes facciones hebreas se pelean torpemente entre sí, sin advertir que su verdadero enemigo es el yugo opresor romano.

A primera vista las críticas de Atria parecen demoledoras. Sin embargo, la sintética presentación que he efectuado permite ya apreciar que ellas resultan internamente inconsistentes. Si el positivismo es exitoso en su pretensión de limitar sus tesis al plano conceptual, podrá cuestionársele que esas tesis resulten triviales o superficiales en el plano normativo, pero entonces no podría a la vez ser correcto que posean inadvertidas consecuencias normativas. Si, en cambio, el positivismo fracasa en su autolimitación al plano conceptual, podrá quizás mostrarse que en realidad conlleva consecuencias normativas, pero en tal caso no podría impugnárselo por trivial o estéril en tal dominio. Ahora bien, afirmar conjuntamente que el positivismo conceptual es normativamente estéril y, además, que posee consecuencias normativas, resulta contradictorio1.

De todos modos, no tengo la intención de profundizar aquí esta línea de respuesta porque, aunque ella resultaría suficiente para mostrar que Atria está equivocado, no alcanzaría para dejar a salvo al positivismo, dado que quedaría abierta la posibilidad de que una de las dos impugnaciones esbozadas (aunque no ambas) sea acertada, y podría igualmente reformularse la conjunción de ambas objeciones en la forma de un dilema.

El camino que seguiré será, en cambio, el siguiente. En primer lugar, trataré de mostrar que, más allá de mi inclinación por el positivismo excluyente, tanto éste como el incluyente resultan perfectamente aptos para dar cuenta de las características distintivas de los sistemas jurídicos contemporáneos y, en este sentido, que las objeciones de Atria en este punto resultan equivocadas. Una vez hecho esto, trataré de justificar lo que a mi juicio constituye mi discrepancia más profunda con Atria. Para presentarla aquí en forma breve recurriré, al igual que Atria, a una imagen cinematográfica. En Citizen Kane (1941), Orson Wells narra de modo magistral la vida de Charles Foster Kane, personaje inspirado en el magnate periodístico W.R. Hearst. La trama de la película se desenvuelve siguiendo la investigación de un periodista que trata de develar el misterio encerrado en la última palabra pronunciada por Kane antes de morir en la suntuosa mansión en la que acopiaba sus incontables bienes: “Rosebud”. El periodista descubre muchas cosas sobre la vida de Kane y sobre el modo en que construyó su majestuoso imperio, pero no logra resolver el enigma. No obstante, en la escena final de la película Wells le hace saber al espectador que “Rosebud” era el nombre de un modesto trineo que Kane tenía en su niñez. De modo que, aunque vivió creyendo que para alcanzar la felicidad debía acumular riquezas y poder, Kane comprendió antes de morir no solamente que eso era un error, sino que, muy por el contrario, el único momento en el que había sido feliz fue cuando, de niño, no tenía nada más valioso que un trineo.

Cito la moraleja de Citizen Kane porque sobre el final de mi trabajo intentaré mostrar no solamente que cualquier intento por atribuir al positivismo conceptual consecuencias normativas está destinado al fracaso, sino que, muy por el contrario, cualquier versión normativa del positivismo que pretenda cuestionar en el plano normativo/ideológico/político al neoconstitucionalismo, requiere necesariamente comprometerse con una cierta posición positivista conceptual.

II. POSITIVISMO EXCLUYENTE Y SISTEMAS CONSTITUCIONALES

Para Atria, el positivismo excluyente sostendría una versión fuerte de la tesis de las fuentes sociales del derecho, de acuerdo con la cual solo las normas que pueden identificarse, y cuyo contenido puede ser determinado, descansando solo en hechos sociales pueden ser propiamente llamadas normas “jurídicas”2. Dos son las objeciones principales que dirige contra esta posición3. En primer lugar, esta versión fuerte de la tesis de las fuentes sociales conduciría a conclusiones absurdas. En particular, una consecuencia que se derivaría de ella es que la mayor parte de las normas que conforman cualquier sistema constitucional contemporáneo no calificarían como normas jurídicas, puesto que en las democracias constitucionales la validez del derecho legislado estaría sujeta a la condición de que su contenido no viole ciertas disposiciones constitucionales que tutelan derechos básicos, las cuales poseerían una redacción amplia y moralmente cargada. Por consiguiente, de acuerdo con la caracterización del derecho que ofrece el positivismo excluyente, la categoría de las normas jurídicas resultaría casi vacía, porque en sentido estricto solo incluiría a las normas particulares cuya validez pudiera fundarse en el hecho de haber sido dictadas por un juez y que hayan adquirido autoridad de cosa juzgada4.

La segunda objeción de Atria contra el positivismo excluyente, subordinada a la anterior, consiste en sostener que dicha posición conduce al escepticismo radical. Simplificando su argumento5, la idea básica sería que, si en la mayoría de los países occidentales la validez de las normas jurídicas depende de su conformidad con las exigencias morales incorporadas en el nivel constitucional, y como para el positivismo excluyente cualquier remisión a la moral equivaldría a conferir discrecionalidad al juzgador, al menos en los sistemas constitucionales contemporáneos los jueces no estarían jurídicamente vinculados al derecho legislado6.

Ninguna de estas dos objeciones me parece admisible. Comencemos por la primera. Como cuestión preliminar diría que la argumentación de Atria es aquí innecesariamente compleja. Para tratar de justificar que el positivismo excluyente llevaría a negarle el carácter de jurídicas a una importante cantidad de normas a las que naturalmente calificaríamos como tales no se requiere tomar en consideración la necesaria compatibilidad de las normas de rango legal con la constitución. Alcanzaría con sostener que las normas constitucionales que tutelan derechos fundamentales contienen términos moralmente cargados y que para determinar su sentido se necesita de una evaluación moral, a fin de concluir que para el positivismo excluyente las disposiciones constitucionales no serían normas jurídicas, lo cual parece ya suficientemente problemático. ¿Para qué complicar el argumento introduciendo como variable el control de constitucionalidad? Creo que la razón a que ello obedece es que bajo esta presentación más simple y natural resulta también más sencillo advertir la debilidad de la crítica. Porque es obvio que las disposiciones constitucionales son identificables como jurídicas en virtud de su fuente social, por haber sido promulgadas por el constituyente. Y si ahora se dijera que aunque las disposiciones constitucionales, esto es, los textos contenidos en el documento llamado “Constitución”, son identificables por su fuente social, sus significados, esto es, las normas expresadas por ellos obligan a recurrir a la moral, el resultado no sería más que un caso particular del conocido argumento de Fuller de que la interpretación de las normas jurídicas obliga a identificar su finalidad, y que esa tarea conduce en última instancia a una evaluación moral, argumento al que Hart respondiera satisfactoriamente mucho tiempo atrás7.

Pero obviemos el punto y supongamos que no controvertimos las premisas del argumento, esto es, que para el positivismo excluyente solo califican como normas jurídicas aquellas cuya existencia y contenido puede identificarse a partir de hechos sociales y sin recurrir a la moral; que en los sistemas constitucionales contemporáneos la validez de las normas infraconstitucionales depende de su conformidad con los derechos básicos tutelados en el nivel constitucional; que las normas constitucionales que los consagran contienen términos moralmente cargados y que, por ello, en sistemas jurídicos semejantes determinar si una norma infraconstitucional es o no compatible con la constitución requiere de una evaluación moral. ¿Fuerza esto a concluir que para el positivismo excluyente tales normas no podrían ser consideradas normas jurídicas? No, porque la conclusión no se sigue necesariamente de las premisas.

En la discusión de este tipo de argumentos resulta imprescindible precisar qué es lo que se entiende por “validez”, dado que se trata de una expresión que admite diversos sentidos. Me interesa por lo menos distinguir los dos siguientes:

1) “validez” como pertenencia a un sistema jurídico: se dice que una norma es válida en este sentido cuando ella pertenece o es miembro de un cierto sistema normativo. En otras palabras, afirmar que la norma N1 es válida bajo esta acepción significa que N1 pertenece al sistema jurídico Sj.

2) “validez” como aplicabilidad: se dice que una norma es válida en este sentido cuando los jueces tienen el deber jurídico de aplicarla. Así, una norma N1, que integra el sistema jurídico Sj, sería aplicable cuando existe otra norma N2 en Sj que impone a ciertos órganos la obligación de aplicar N1 respecto de ciertos casos8.

Como lo afirma Coleman, uno de los argumentos más fuertes que emplea Raz para defender su versión excluyente del positivismo se basa, justamente, en la distinción entre validez jurídica entendida como pertenencia y fuerza vinculante o aplicabilidad9. Desde esta concepción, no toda norma que pueda resultar vinculante para los jueces sería jurídicamente válida, en el sentido de ser parte del derecho. Del hecho de que ciertos principios morales puedan ser vinculantes para los jueces en determinadas ocasiones no se seguiría que esos principios sean parte del derecho. Según Coleman, toda norma que pertenece a un sistema jurídico es —al menos prima facie— obligatoria para los funcionarios, pero no toda norma que es obligatoria para los funcionarios pertenece al sistema jurídico en cuyo marco estos se desempeñan. En los casos de derecho internacional privado, por ejemplo, puede que se exija a un juez en Argentina aplicar el derecho de otro país, como el de Francia. Sin embargo, el hecho de que una norma francesa pueda ser obligatoria para un juez argentino no constituye una razón para sostener que las normas francesas son parte del derecho argentino, o que el derecho argentino incorpore al derecho de Francia. El hecho de que los jueces de un país puedan tener la obligación de aplicar las normas de otro país no elimina la distinción entre esos dos sistemas jurídicos. Exactamente lo mismo podría decirse respecto de las normas morales en los casos en los que los jueces apelan a ellas para justificar sus decisiones: el hecho de que tengan la obligación de aplicarlas a un caso no elimina la distinción entre normas jurídicas y normas morales.

Volviendo al argumento de Atria, el pronunciamiento que declara la inconstitucionalidad de una norma, cualquiera sea el sistema de control de constitucionalidad que se implemente, impacta de manera directa sobre su aplicabilidad, y solo contingentemente sobre su pertenencia al sistema. En efecto, si la declaración de inconstitucionalidad se da en el marco de un proceso judicial respecto de un caso individual y sus efectos se circunscriben al caso considerado, parece claro que tal declaración implica que la norma no ha de aplicarse a dicho caso, pero un pronunciamiento semejante no tiene influencia directa respecto de la pertenencia de la norma en cuestión al sistema, salvo que exista alguna otra norma que disponga, por ejemplo, que cuando se hubiesen dictado más de una sentencia declarativa de inconstitucionalidad ello obliga a los órganos productores de normas generales a derogarla. Pero, de todos modos, la existencia de una norma semejante sería igualmente contingente. Si en cambio la declaración posee efectos erga omnes, ella impondrá básicamente la obligación de no aplicarla respecto de otros órganos del Estado al menos para casos futuros, aunque también pueden asignarse efectos retroactivos a esa declaración. En estos casos la declaración de inconstitucionalidad puede tener incidencia respecto de la pertenencia de la norma al sistema, en el sentido que el pronunciamiento traiga aparejada como consecuencia la derogación de la norma inconstitucional. Pero esa conexión entre declaración de inconstitucionalidad y derogación sigue siendo contingente: depende de lo que disponga otra norma del sistema, existiendo al respecto muy diversos sistemas implementados en la práctica10.

Por consiguiente, incluso aceptando que la determinación de la constitucionalidad de las normas infraconstitucionales exige una evaluación moral, de eso solo se seguiría que su aplicabilidad requiere de un juicio moral, no su pertenencia al sistema de que se trate. Y como la versión fuerte de la tesis de las fuentes sociales que defiende el positivismo excluyente sostiene que las normas jurídicas pueden identificarse como pertenecientes al sistema sobre la base de su fuente social y no de una evaluación moral, el argumento presentado por Atria es inocuo para atribuirle al positivismo excluyente la inaceptable consecuencia de que la casi totalidad de las normas que conforman cualquier sistema constitucional contemporáneo no podrían calificar como jurídicas.

Contra lo sostenido aquí podría quizás replicarse que si bien las declaraciones de inconstitucionalidad impactan sobre la aplicabilidad de las normas y no sobre su pertenencia, una cosa es que una norma sea inconstitucional y otra diferente es que sea declarada tal por un órgano del Estado11. Desde este enfoque sería posible afirmar que una norma puede ser inconstitucional aun cuando se la declare compatible con la constitución, y puede ser constitucional aunque sea declarada contraria a la constitución. Y como en el marco de esta discusión lo relevante no serían los mecanismos institucionales de control de constitucionalidad (cuyos órganos podrían equivocarse) sino la efectiva compatibilidad o no de las normas infraconstitucionales con los derechos salvaguardados en la Constitución a fin de determinar si ellas pertenecen o no al sistema jurídico de que se trate, la circunstancia de que los pronunciamientos sobre la constitucionalidad impacten sobre la aplicabilidad y no sobre la pertenencia no rescataría al positivismo excluyente de la objeción.

Sin embargo, esta línea de ataque tampoco resulta eficaz. Ocurre que desde un punto de vista dinámico las preferencias entre normas para resolver posibles conflictos entre ellas pueden operar de dos maneras distintas: ex ante, preservando la consistencia e impidiendo que el acto de promulgación de una norma produzca un nuevo sistema estático en la secuencia que conforma un mismo orden jurídico dinámico si esa norma es lógicamente incompatible con alguna de las preexistentes, o ex post, restableciendo la consistencia una vez que se ha admitido el ingreso de un sistema inconsistente en el orden jurídico12. El criterio de lex superior, una de cuyas aplicaciones consiste en resguardar la supremacía material de la Constitución, puede ser interpretado de ambas formas, esto es, como operando ex ante o ex post, y cada una de esas interpretaciones da lugar a una diferente concepción del orden jurídico, a las que se ha propuesto denominar, respectivamente, modelo del orden jurídico depurado y modelo del orden jurídico no depurado13. De acuerdo con el modelo del orden jurídico depurado, una de las condiciones de legalidad que debe satisfacer un acto de promulgación para permitir asociar un nuevo sistema estático al orden dinámico es que la norma o conjunto de normas promulgadas no resulten incompatibles con otras emanadas de un órgano jerárquicamente superior, de manera que el criterio de lex superior funciona ex ante, preservando la consistencia. De acuerdo con el modelo del orden jurídico no depurado, todo acto de promulgación de una norma produce el ingreso de un nuevo sistema estático en la secuencia dinámica siempre que se satisfagan las condiciones formales relativas al órgano competente y al procedimiento debido, de manera que, si se promulga una norma inconstitucional, se integrará de todos modos un nuevo sistema en la secuencia, solo que ese sistema resultará inconsistente por contener al menos dos normas en conflicto. El criterio de lex superior funcionaría aquí ex post, operando para restablecer la consistencia una vez que el conflicto se ha producido, en la forma de una directiva dirigida a los jueces sobre qué norma deben aplicar en caso de que se genere un conflicto semejante.

Solo bajo la reconstrucción del orden jurídico depurado las normas materialmente inconstitucionales, en la medida de su incompatibilidad con normas constitucionales, no pertenecerían a ningún sistema estático del orden dinámico, no serían parte del derecho (lo que no obstaría a que puedan producir ciertos efectos jurídicos). En el modelo del orden jurídico no depurado, en cambio, las normas materialmente inconstitucionales pasarían a formar parte del sistema que se integre al orden jurídico como resultado de su promulgación, serían en este sentido parte del derecho no obstante el vicio que poseen, solo que los jueces tendrían el deber de no aplicarlas. Se trata de dos reconstrucciones teóricas igualmente plausibles, y no hay nada que fuerce al positivismo excluyente a tener que comprometerse con una o la otra. En consecuencia, alcanzaría con que el partidario de esta versión del positivismo optara por el modelo del orden jurídico no depurado para eludir la objeción bajo consideración.

Hasta aquí he señalado las razones por las cuales, en el primer argumento de Atria contra el positivismo excluyente, la conclusión no se sigue necesariamente de las premisas. Pero además el positivista excluyente no tiene porqué aceptar dócilmente todas las premisas del argumento. Aunque es correcto que en los sistemas constitucionales contemporáneos la validez de las normas infraconstitucionales requiere evaluar su compatibilidad con los derechos tutelados en las normas constitucionales, la idea de que estas últimas se expresan mediante términos “moralmente cargados”, o que son tales que la determinación de su significado obliga a adentrarse en argumentos morales resulta controvertible. Desde luego que las disposiciones de la parte dogmática de cualquier constitución contienen términos valorativos, pero nada obsta a que existan convenciones interpretativas específicas en los sistemas jurídicos que les acuerden un sentido propio, quizás no enteramente equivalente al significado que pudieran tener de acuerdo con un cierto sistema moral. Para decirlo de un modo simple, las expresiones valorativas contenidas en las constituciones pueden expresar valores jurídicos, no necesariamente valores morales.

Es más, en su intento de impugnación al positivismo incluyente, el propio Atria reconoce que no resulta pacífico ni convencionalmente aceptado que la interpretación de las cláusulas constitucionales remita a la moral y no a las creencias al respecto de los padres fundadores14. Yo generalizaría esto diciendo que no constituye una afirmación puramente descriptiva, sino una cierta reconstrucción teórica de nuestras prácticas jurídicas, el que la interpretación de las cláusulas constitucionales remita a la moral ideal y no a la moral positiva, ya sea a la moral positiva de los constituyentes o a la hoy vigente. Y la moral positiva no es más que un conjunto de creencias y convicciones de ciertas personas, esto es, hechos sociales. Como el positivista excluyente tiene a su disposición esta reconstrucción alternativa, el argumento considerado no es concluyente como objeción en su contra.

En lo que respecta al segundo argumento de Atria contra el positivismo excluyente, dado que como indiqué, él está subordinado al primero pues depende igualmente de aceptar que la interpretación de la constitución implica en última instancia una evaluación moral, solo agregaré aquí que es incorrecto atribuir al positivismo excluyente la idea de que toda remisión a la moral equivale a discrecionalidad total. Pese a inclinarse por el positivismo incluyente, Jules Coleman apunta acertadamente que las dos versiones del positivismo ofrecen una respuesta plausible al desafío planteado por Dworkin15. Coleman sostiene que desde la crítica de Dworkin, aquello de lo que debe dar cuenta el positivismo es un hecho, y no una cierta interpretación de ese hecho. El hecho relevante que debe ser explicado o interpretado es que las normas morales muchas veces aparecen como pautas a las que los jueces apelan para resolver disputas jurídicas. La interpretación de ese hecho que ofrece Dworkin —entre otros autores— es que, cuando los jueces apelan a normas morales lo hacen porque ellas son obligatorias como derecho, y que son parte del derecho en razón de su valor moral. En otras palabras, porque ellas expresan una dimensión adecuada de justicia o equidad. Coleman sostiene que el positivismo no necesita dar cuenta de ese hecho con la interpretación que Dworkin le atribuye. Lo que debe ofrecer es una explicación en términos de sus propios compromisos básicos del simple hecho de que las normas morales efectivamente cumplen un papel importante en la toma de las decisiones judiciales. Y a su juicio el positivismo tiene a su disposición diversas explicaciones de este hecho. Desde esta concepción, puede sostenerse que los argumentos morales son empleados en el razonamiento jurídico:

1) como pautas discrecionales;

2) como pautas vinculantes que no son parte del derecho;

3) como pautas vinculantes que son parte del derecho en virtud de la posesión de una fuente social, y

4 como pautas vinculantes que son parte del derecho en virtud de su valor moral.

Mientras 4) solo estaría disponible para el positivismo incluyente, 1), 2) y 3) serían explicaciones comunes tanto al positivismo incluyente como al excluyente. Atria, en cambio, parece interpretar que el positivismo excluyente solo podría sostener 1), lo cual resulta injustificado.

III. POSITIVISMO INCLUYENTE Y REMISIONES CONVENCIONALES A LA MORAL

Siguiendo a Atria, el positivismo incluyente se caracterizaría por considerar que si bien es posible que normas no basadas en fuentes sociales formen parte del derecho, eso no alcanzaría para refutar al positivismo, pues si bien sistemas jurídicos, como las democracias constitucionales, estarían “conectados” con la moral, esa conexión sería meramente contingente. En otras palabras, el positivismo incluyente defendería una versión débil de la tesis de la separación entre el derecho y la moral, de conformidad con la cual contingentemente en un sistema jurídico la validez de una norma puede depender de su valor moral16.

Contra esta versión del positivismo, la primera reflexión de Atria es que ella centraría su atención en los sistemas jurídicos posibles o imaginables, lo cual no podría enseñarnos nada sobre los sistemas jurídicos realmente existentes, con lo que la versión suave de la tesis de la separación defendida por los positivistas incluyentes devendría en una definición puramente estipulativa y, como tal, tan inobjetable como poco interesante17.

Esto no califica a mi juicio como un genuino argumento de crítica. La configuración de los sistemas constitucionales contemporáneos es, precisamente, una de las preocupaciones centrales de los positivistas incluyentes. Así, por ejemplo, una de las principales razones esgrimidas por Waluchow en favor del positivismo incluyente consiste en afirmar que este modelo es el único capaz de explicar de qué modo funciona el derecho en las democracias modernas que se basan en el principio del estado de derecho18. A su juicio el positivismo incluyente sería la postura más satisfactoria para explicar el carácter y la dinámica del control de constitucionalidad vigente en los estados constitucionales. Para Waluchow, los conflictos en torno a la constitucionalidad de una norma no podrían ser explicados sino como intentos por demostrar, o bien que los criterios de validez jurídica no han sido satisfechos y que, por lo tanto, lo que parecía ser derecho válido no lo es en absoluto, o bien que una norma debe ser entendida o interpretada de manera tal que no infrinja un derecho moral tutelado por la Constitución. En el primer caso, la moral aparecería en aquellos razonamientos tendientes a objetar la existencia de derecho válido. En el segundo, aparecería en los argumentos tendientes a determinar el contenido del derecho válido. De aceptarse estos supuestos, concluye Waluchow, la existencia y contenido del derecho dependería, al menos en ciertas ocasiones, de factores morales19.

Es con tal preocupación en mente que los positivistas incluyentes consideran que contingentemente, la regla de reconocimiento de ciertos sistemas jurídicos puede remitir a la moral para la identificación de la validez jurídica de ciertas normas. De modo que la única ‘preocupación’ de los positivistas incluyentes por los sistemas jurídicos posibles o imaginables deriva de que alcanza con imaginar un sistema jurídico que no remita a la moral como condición de la validez jurídica para rechazar la tesis de la conexión necesaria entre derecho y moral. Esto, por cierto, no significa en modo alguno que la caracterización del derecho que ofrecen los positivistas incluyentes solo concierna a sistemas jurídicos imaginables o posibles.

La segunda observación crítica de Atria, a la que ya he hecho referencia, consiste en sostener que no es pacífico afirmar la existencia de convenciones que remitan a la moral. Hablando de la octava enmienda a la Constitución norteamericana que proscribe los castigos crueles o inusuales, afirma que resultaría controvertido sostener que en la práctica norteamericana exista una convención en cuya virtud la mentada cláusula deba ser entendida por referencia a la moral, puesto que, por ejemplo, hay teóricos que estiman que ella hace referencia a las intenciones de los padres fundadores (LFD, p. 45).

A diferencia de la primera observación, aquí hay al menos un germen para desarrollar un argumento de crítica al positivismo incluyente, pero de todas formas en la presentación que ofrece Atria tampoco resulta concluyente. Imagino a un positivista incluyente respondiendo algo parecido a lo siguiente: “Mire Atria, puede ser que en EEUU resulte materia de controversia el que las cláusulas constitucionales deban leerse de acuerdo con la moral o de acuerdo con la interpretación que les habrían asignado los constituyentes. Pero eso en todo caso lo que mostraría es que en EEUU no existe una convención que remita a la moral como condición de la validez jurídica. En otras palabras, si los originalistas están en lo cierto, entonces en EEUU la regla de reconocimiento no remite a la moral. Pero eso no obsta a que en otros sistemas jurídicos ello pueda ocurrir. Y, como positivista incluyente, lo único que yo sostengo es que en ciertos sistemas jurídicos la moral puede contar como condición de la validez jurídica y en otros no, no que en todo sistema jurídico y, en particular, en el de EEUU, exista una convención que remita a la moral como condición de la validez jurídica”.

La tercera observación crítica de Atria contra el positivismo incluyente es la que me parece más seria, si bien también puede ser respondida satisfactoriamente por los defensores de esta posición. Atria sostiene que frente a un problema como el puntualizado en el argumento anterior, el positivista incluyente podría aducir que existe incerteza sobre los alcances de la regla de reconocimiento. No obstante, señala que una teoría convencionalista del derecho solo podría aceptar la incerteza en la regla de reconocimiento cuando ella es marginal. Pero aquí el problema se extendería a todo el ordenamiento jurídico, en tanto la constitución haga depender la validez de las leyes de su respeto por las disposiciones constitucionales, por lo que el derecho que es ya no determinaría las decisiones judiciales. En síntesis, cualquier teoría que sostenga que el derecho es reducible a convenciones debería concluir que, cuando la convención es incierta o inexistente —como sería el caso de la interpretación de las cláusulas constitucionales—, no hay convención, y el juez encargado de la aplicación de las disposiciones constitucionales tendría discrecionalidad20.

Una crítica similar a esta fue presentada por Bayón pero en la forma de un dilema. Veamos como construye Bayón este argumento:

Para que exista una regla convencional es necesaria una práctica social convergente y, por tanto, algún grado de acuerdo. Pero si hay acuerdo acerca del contenido de los criterios a los que la presunta convención se remite —y se entiende que la extensión de ese acuerdo define la extensión de la convención—, entonces no es cierto que dichos criterios sean no convencionales; y si dicho acuerdo no existe, entonces no hay práctica social convergente alguna y por tanto no hay en realidad regla convencional. En suma, una presunta convención de seguir criterios no convencionales o bien es una convención solo aparente, o bien su contenido no es en realidad seguir los criterios no convencionales. Así que el incorporacionismo queda expuesto al dilema apuntado: o bien abandona el convencionalismo, o bien acaba siendo indistinguible del positivismo excluyente21.

Por ejemplo, considérese el caso de una norma jurídica que en Argentina estableciera como condición para ejercer la docencia universitaria el tener más de 40 años. Supóngase que un positivista incluyente sostiene que dicha norma es inválida de conformidad con lo prescripto por el artículo 16 de la Constitución Nacional, que establece que “todos sus habitantes son iguales ante la ley, y admisibles en los empleos sin otra condición que la idoneidad”. Esta norma, en la interpretación del positivista incluyente, consagraría el principio de igualdad como condición de validez de las normas dictadas por órganos inferiores, principio cuyo contenido dependería de una evaluación moral. Ahora, o bien existe un acuerdo social respecto del contenido del principio de igualdad tutelado por la Constitución argentina, en cuyo caso la determinación de si la norma bajo análisis es o no compatible con la Constitución argentina dependería exclusivamente de ese acuerdo social, con lo que la postura del positivista incluyente no diferiría en nada de la del positivista excluyente —quien sostiene que los criterios para la determinación de la validez de una norma dependen siempre de hechos sociales—, o bien no existe tal acuerdo. Pero en este último caso, decir que la validez de las normas jurídicas en Argentina depende en parte de que no vulneren el principio de igualdad, cuando no existe acuerdo respecto de lo que tal cosa significa, resultaría una fórmula vacía. En otras palabras, no podría decirse que la regla de reconocimiento del sistema jurídico argentino determina que la conformidad con un principio moral (el principio de igualdad) es una condición de validez de las normas del sistema. El positivismo incluyente o bien es una forma de convencionalismo pero entonces colapsa con el positivismo excluyente, o bien se distingue del positivismo excluyente pero entonces no es una forma de convencionalismo.

Como cuestión preliminar es importante señalar que para el positivismo incluyente la remisión a la moral que podrían implicar ciertos criterios de validez contingentes es una remisión a la moral ideal o crítica, a cuyo respecto se asume cierto grado de objetividad22. Pero entonces, que exista o no acuerdo respecto de su contenido debería resultar completamente irrelevante: si estamos de acuerdo con que la moral objetiva exige x, pero en realidad la moral objetiva no lo hace, el contenido del derecho dependerá de lo que diga la moral, no de lo que nosotros creamos al respecto, sea que exista o no acuerdo. La idea de objetividad en moral puede ser entendida de diferentes modos, pero en cualquiera de ellos aceptar objetividad sobre x implica aceptar que nuestras creencias acerca de la verdad de x no pueden confundirse con la verdad de x.

Hecha esta salvedad, examinemos cada uno de los dos cuernos que plantea el dilema. De conformidad con el primero, para que exista una regla convencional se requiere cierto grado de acuerdo, pero si existe ese acuerdo respecto de los criterios a los que la convención remite, y la extensión del acuerdo define la extensión de la convención, tales criterios serían convencionales. Aquí existe a mi juicio una notoria confusión entre dos sentidos en los que puede decirse que una regla es convencional. En crítica a la concepción práctica de las reglas defendida por Hart, Dworkin sostuvo que ella desconocería una distinción importante: aquella que mediaría entre consensos por convención y consensos por convicción23. Los primeros se manifestarían en las reglas convencionales que un grupo social acepta, en aquellos casos en los que el que todos acepten la regla es lo que constituye la razón para hacer lo que ella dispone. Los segundos, en cambio, se darían cuando existe en un grupo social una práctica concurrente, pero los individuos adhieren a la regla por sus convicciones personales (cuando comparten los mismos principios morales, por ejemplo), no porque los demás la sigan. Lo que me interesa destacar al respecto es que una cosa es decir que una regla es convencional en el sentido de que su aceptación depende de la existencia de una práctica social compleja, de acuerdo con la cual que cierta persona acepte la regla depende en parte de que otros la acepten y la empleen como pauta de evaluación de la conducta, y otra cosa es decir que una regla es convencional simplemente porque estamos de acuerdo con lo que ella exige. Este segundo sentido, más débil, comprende muchos casos de reglas que no son convencionales en el primer sentido, en el que la regla se acepta por convicción, tal como lo diría Dworkin.

El primer cuerno del dilema sostiene que para que exista una regla convencional se requiere cierto grado de acuerdo, pero si existe ese acuerdo respecto de los criterios a los que la convención remite, tales criterios serían entonces convencionales. Como se dijo, los criterios en cuestión, en el caso del positivismo incluyente, serían los criterios de una moral objetiva. Ahora bien, tomando en cuenta la distinción postulada entre los dos sentidos de “convencional”, el primer cuerno del dilema admite dos lecturas. De conformidad con la primera, si existe acuerdo respecto de los criterios de validez a los que la convención remite, tales criterios serían convencionales en sentido débil, lo que equivaldría a decir que existe acuerdo a su respecto. En esta intelección, el argumento sería completamente trivial por tautológico, y no tendría consecuencia crítica alguna respecto del positivismo incluyente. Como alternativa, podría entenderse que lo que se sostiene es que, si existe acuerdo respecto de los criterios de validez a los que la convención remite, tales criterios serían convencionales en sentido fuerte, esto es, su existencia dependería de una práctica social compleja como la indicada. Pero en esta lectura la afirmación resultaría sencillamente falsa: el acuerdo respecto de los criterios a los que la convención remite, por sí solo, no garantiza en absoluto que tales criterios sean convencionales en el sentido más fuerte de esta expresión. De hecho, si se trata de pautas de una moral objetiva, parece evidente que la existencia de acuerdo no revelará otra cosa que un consenso por convicción.

Pasemos ahora al segundo cuerno del dilema, según el cual, si no hay acuerdo respecto del contenido de los criterios a los que la convención remite, no existiría práctica social convergente y, por ende, no habría sino una convención meramente aparente pero vacía. Para examinar esta idea resulta crucial otra distinción: la que media entre la falta de acuerdo respecto de lo que exige una regla y su indeterminación. El primero es un problema epistémico; el segundo, según cómo se lo presente, es un problema ontológico o semántico. Si la remisión que postula el positivismo incluyente para determinar qué es derecho en cierta comunidad es a una pauta completamente indeterminada, entonces será correcto que tal convención resultará meramente aparente, esto es, vacía de contenido. Por ejemplo, supóngase que debe resolverse el problema del horario de inicio de cierto seminario, y todos los potenciales asistentes acuerdan en que comenzará un cierto día “por la tarde”. Semejante acuerdo sería un acuerdo meramente aparente, dado que la vaguedad de la indicación temporal tornaría inviable dicha pauta como solución al problema. Pero si la remisión que postula el positivismo incluyente para determinar qué es derecho en cierta comunidad es a una pauta a cuyo respecto no hay acuerdo, de esto no se sigue en absoluto que no pueda haber una convención genuina y no meramente aparente, siempre que el dominio de la remisión sea objetivo. Supóngase que, frente al problema anterior de la determinación del horario de inicio de un seminario, se acuerda que este comenzará cierto día “cuando caiga el sol”. La caída del sol en un lugar determinado es un hecho objetivo sobre el cual podemos o no estar de acuerdo acerca de cuándo acontece, pero en este caso la convención no es vacía o aparente por el mero hecho de que tengamos discrepancias sobre lo que ella exige. Y ello porque en este caso existe una pauta objetiva de corrección que es independiente de nuestros acuerdos o desacuerdos: incluso podría acontecer que todos estuviésemos de acuerdo en que el sol cae a cierta hora y, no obstante, todos estar equivocados en ello.

Parece claro que si una convención remite a criterios absolutamente indeterminados el acuerdo es solo aparente; pero conviene tener presente que, en la medida en que los acuerdos recurran al lenguaje natural para su formulación, la indeterminación de una convención es una cuestión de grado. De esta forma, en el ejemplo antes examinado, el carácter aparente o genuino del acuerdo expresado por el artículo 16 de la Constitución argentina dependerá de la posibilidad de atribuirle a tal formulación normativa un significado con cierto grado de determinación. Para realizar esta tarea puede recurrirse a criterios convencionales: legislación, jurisprudencia, costumbre, moral social, etc; o, como podría sostener un positivista incluyente, a un criterio no convencional: la moral crítica o ideal.

La “dirección” de la remisión no define per se el carácter genuino o aparente de la convención. Dicho carácter dependerá en cambio del grado de determinación de los criterios a los que se remita. Si se interpreta que la remisión es a criterios convencionales y, luego de investigar las fuentes sociales, se llega a la conclusión de que no existe un acuerdo acerca del contenido del principio de igualdad, entonces deberíamos concluir que el artículo 16 expresa una convención aparente. En caso contrario, el alcance del acuerdo expresado en tal formulación coincidirá con el grado de acuerdo que surja de las fuentes sociales y, con esos límites, podremos afirmar que nos encontramos en presencia de una convención genuina. En cambio, si se interpreta que la remisión es a la moral ideal, solo se precisa asumir alguna forma de objetivismo moral para poder afirmar que el artículo 16 expresa una convención genuina que remite a una pauta determinada por esa moral objetiva. En definitiva, la idea de una convención que remite a criterios no convencionales cobra perfecto sentido si se dispone de un criterio objetivo para determinar el alcance del acuerdo, es decir, en la medida en que se presuponga alguna forma de objetivismo en materia metaética.

De lo expuesto puede concluirse que este es un falso dilema, dado que cada una de sus alternativas se apoya en una falacia de equívoco y, por ello, ninguna supone un obstáculo para la posibilidad conceptual del positivismo incluyente. Del hecho de que exista acuerdo respecto de los criterios de validez a los que remite una regla de reconocimiento compleja como la que imaginan los positivistas incluyentes no se sigue que esos criterios sean convencionales en el sentido de que se los acepta porque existe una práctica social consistente en aceptarlos. Y del hecho de que no exista acuerdo respecto de lo que exigen tales criterios tampoco se sigue que la convención a la que apelan los positivistas incluyentes sea una convención vacía de contenido.

Sin perjuicio de lo señalado hasta aquí, me gustaría al menos esbozar brevemente las razones por las que no comparto la reconstrucción del derecho que ofrece el positivismo incluyente. En primer lugar, como he tratado de justificar, creo que el positivismo incluyente está comprometido con la aceptación de una postura objetivista en metaética. El punto es que, si bien hoy día circulan muchas elaboradas defensas del objetivismo moral desde diferentes puntos de vista, ninguna de ellas me resulta completamente convincente. De todos modos, no ahondaré aquí esta cuestión. La segunda razón está dada porque la reconstrucción que efectúa el positivismo incluyente de los criterios de validez me parece innecesariamente compleja. Si Coleman está en lo cierto cuando sostiene que el positivismo puede dar cuenta del modo en el que los argumentos morales se emplean en el razonamiento jurídico ya sea como pautas discrecionales, como pautas vinculantes que no son parte del derecho o como pautas vinculantes que son parte del derecho en virtud de la posesión de una fuente social, ¿para qué dar el salto adicional de considerar que pueden también ser pautas vinculantes que son parte del derecho en virtud de su valor moral?

No encuentro nada conceptualmente objetable en sostener que la regla de reconocimiento de un cierto sistema jurídico podría tener cualquier contenido y, por consiguiente, que podría ocurrir que en un cierto sistema jurídico ella remita a la moral —a una moral objetiva, se entiende— para determinar al menos en parte si cierta norma integra o no el derecho. No obstante, no creo que, sobre tales bases, esto es, apelando al contenido contingente de nuestras prácticas sociales, pueda justificarse la posición del positivismo incluyente. Pues si bien desde el punto de vista positivista los criterios de pertenencia de normas a un sistema jurídico dependen de prácticas sociales, no dependen solo de ellas. También dependen de cómo se reconstruyan o expliquen tales prácticas. Si un positivista incluyente afirma “en el país P existe una práctica contingente de acuerdo con la cual la validez de ciertas normas depende de sus méritos morales”, ¿de qué dependerá la verdad o falsedad de esta afirmación? ¿Solo de una constatación empírica? A mi juicio no: dependerá de ciertas constataciones empíricas y de elucidar el significado de “validez”. Puede que sea cierto que los funcionarios y los ciudadanos de P consideran que ciertas normas deben ser cumplidas y aplicadas en virtud de sus méritos morales, pero esto todavía no demuestra que sea cierto que esas normas forman parte del derecho de P por esa razón. Puede ser que no sean parte del derecho de P, aunque se las considere obligatorias, y puede ser que sean parte del derecho de P, pero no por sus méritos morales. El argumento de las prácticas contingentes encubre que en realidad la conclusión que de él pretende extraerse no se sigue de la existencia de prácticas contingentes sino de cierta estipulación conceptual. La pregunta pertinente sería entonces si hay o no razones para aceptar esta estipulación conceptual. A mí no me lo parece, y ello debido a que, si existe una explicación más sencilla —que además no requiere comprometerse con el objetivismo en metaética—, prefiero esa explicación más sencilla. En un ejemplo, si por caso se admite que para ser parte del derecho argentino una norma debe, entre otras cosas, ser compatible con el principio de igualdad ante la ley establecido en el artículo 16 de la Constitución argentina, el positivismo incluyente nos obligaría a sostener que determinar el contenido de la exigencia que fija el artículo 16 requiere de una evaluación moral y que dicha evaluación debe hacerse desde el punto de vista de una moral objetiva. Yo ni siquiera estoy seguro de que sea necesario dar el primer paso, esto es, no veo claro sobre qué bases podría considerarse que las prácticas de reconocimiento en la República Argentina establecen que la determinación de si una norma es o no compatible con el principio de igualdad ante la ley obliga a efectuar una evaluación moral, pero incluso concediendo este punto, no me parece más que una complicación innecesaria interpretar que la remisión sería aquí a una moral objetiva y no, en todo caso, a nuestras creencias o convicciones sobre lo que la moral exige.

IV. CONSECUENCIAS NORMATIVAS DEL POSITIVISMO CONCEPTUAL Y PRESUPUESTOS CONCEPTUALES DEL POSITIVISMO NORMATIVO

Como lo adelanté en la introducción, pese a sostener que el positivismo conceptual trivializa la tradición positivista y hasta se jacta de su propia esterilidad, Atria considera en última instancia que el positivismo en su versión actual no podría limitar el alcance de sus tesis a un plano puramente conceptual pues sería imposible describir al derecho sin que la descripción altere el objeto de estudio. En otras palabras, aunque sus defensores no quieran reconocerlo, el positivismo analítico tendría consecuencias normativas.24

Esta idea no es original de Atria. Ya Dworkin en Justice in Robes acusaba igualmente al positivismo hartiano de tener consecuencias contraintuitivas en el plano normativo25. Como se recordará, Dworkin lo ejemplificaba con el caso imaginario de la señora Sorenson, quien había consumido durante muchos años un medicamento que era fabricado por distintas compañías farmacéuticas (inventum), el cual tenía graves efectos colaterales que no habían sido descubiertos debido a la negligencia de sus fabricantes, los que le provocaron a la señora Sorenson serios problemas cardíacos. La señora Sorenson no podía probar cuál o cuáles de todas las compañías que fabricaban inventum eran las que habían causado su padecimiento: sin duda tomó pastillas hechas por una o más de tales compañías, pero también indudablemente no consumió pastillas fabricadas por algunas de ellas. Los abogados de la señora Sorenson demandaron a todas las compañías farmacéuticas que fabricaron inventum durante el periodo en el que su clienta tomó la droga para que reparasen los daños provocados en proporción a la porción del mercado de ventas que poseía cada una durante los años relevantes.

Dworkin considera que desde una concepción positivista del derecho como la de Hart debería solucionarse este caso rechazando la demanda de la señora Sorenson. Debido al alcance de la tesis de las fuentes sociales, para los positivistas solo sería posible incorporar valores morales en la argumentación jurídica cuando ciertas fuentes sociales dispongan que ellos son parte del derecho. Como por hipótesis ninguna ley o decisión judicial anterior habría considerado pertinente a la moral en el caso de la señora Sorenson, Dworkin afirma que para la teoría de Hart ningún juicio moral o deliberación normativa debería participar en la evaluación de si la señora Sorenson tiene derecho a lo que reclama. En lo que le concierne al derecho, por lo tanto, Hart tendría que sostener que su demanda debería ser rechazada.

Para demostrar por qué la crítica Dworkin carece de asidero, Endicott26 propuso reconstruirla como un argumento con la siguiente estructura:

a) Hart sostiene que el contenido del derecho puede identificarse haciendo referencia a fuentes sociales.

b) No puede identificarse un derecho subjetivo de carácter jurídico de la señora Sorenson a la reparación de sus perjuicios haciendo referencia a fuentes sociales.

c) Por lo tanto, Hart tendría que decir que en lo que concierne al derecho, la demanda de la señora Sorenson debería ser rechazada.

Endicott afirma que la primera y más directa razón por la que este argumento carecería de solidez es porque la conclusión c) no se seguiría de las premisas a) y b). No se podría concluir sin más que en lo que concierne al derecho la demanda de la señora Sorenson debe ser rechazada, aunque se conceda que no existen fuentes sociales que respalden su reclamo, porque el derecho podría conferir competencia a los tribunales para crear nuevos derechos subjetivos. La posibilidad de que los jueces creen derecho no solo es tomada en cuenta por Hart, sino que es considerada como un rasgo central de la naturaleza del derecho. Endicott parece suponer aquí que si los jueces hacen uso de esa competencia, su decisión tiene como resultado la modificación del sistema jurídico, pero en realidad, aunque un sistema jurídico confiera a los jueces la potestad para colmar las lagunas del sistema, ello de por sí no significa que los autorice a modificar el derecho: para que su actividad tenga como resultado la modificación del sistema se requiere, además, que el alcance de su decisión no se restrinja al caso individual, lo que dependerá contingentemente de la configuración de las reglas secundarias del sistema.

Una segunda razón que aduce Endicott contra el argumento de Dworkin consistiría en que la premisa b) no se encontraría debidamente fundada. Desarrolla esta idea reconociendo que podría pensarse que Hart sostiene el punto de vista de que no existe un derecho subjetivo a la reparación en el caso de la señora Sorenson porque afirma que la existencia y el contenido del derecho pueden ser identificados por referencia a fuentes sociales. Sin embargo, la información que brinda Dworkin acerca del caso de la señora Sorenson no permitiría afirmar que no sea posible identificar un derecho subjetivo a la reparación en el caso analizado por referencia a fuentes sociales: todo dependería, por supuesto, del derecho de la jurisdicción de la señora Sorenson. Pero, aunque ninguna decisión haya sido tomada con anterioridad a favor o en contra de la demanda, cualquier abogado podría imaginar cómo construir argumentos en uno u otro sentido apoyados en fuentes sociales. En otras palabras, que ninguna decisión se haya tomado con anterioridad al respecto no significa que no puedan construirse argumentos que se apoyen en fuentes sociales. En síntesis, nada en la teoría de Hart apoyaría el punto de vista de que, de acuerdo con el derecho, la demanda de la señora Sorenson deba ser rechazada27.

El ejemplo que utiliza Atria para tratar de apoyar una conclusión similar es tan insatisfactorio como el de Dworkin. Veamos: el artículo 767 del Código de Procedimiento Civil chileno regula el denominado “recurso de casación en el fondo” ante la Corte Suprema, el que procedería respecto de las decisiones de las cortes de apelaciones “siempre que se hayan pronunciado con infracción de ley y esta infracción haya influido substancialmente en lo dispositivo de la sentencia”. Frente a este recurso, Atria propone imaginar un caso en el que se discute la correcta interpretación del antiguo artículo 4 de la ley de matrimonio civil chilena, que vedaba contraer matrimonio a quienes ‘sufrieran de impotencia perpetua e incurable’. Ahora bien, hay dos tipos de impotencia: para engendrar y para realizar el acto sexual. Supongamos que un impotente del primer tipo demanda la nulidad de su matrimonio. El juez de primera instancia hace lugar a la acción con fundamento en que “donde la ley no distingue, no le corresponde al intérprete distinguir”, y declara nulo al matrimonio. En segunda instancia la sentencia en cuestión es revocada por considerarse que la impotencia que inhabilita para contraer matrimonio es solo la que afecta la realización del acto sexual. En contra de esta sentencia el demandante recurre de casación en el fondo. Atria se pregunta si la Corte Suprema tiene competencia para conocer del recurso, y responde que asumiendo una concepción del derecho como la contenida en el capítulo VII de The Concept of Law28, el supuesto bajo consideración debería reputarse como un caso de textura abierta, frente al cual todo juez tendría discrecionalidad para escoger cualquiera de los sentidos lingüísticamente posibles, de manera que no podría decirse que al rechazar la acción la corte de apelaciones haya cometido una infracción de ley. En consecuencia, la Corte Suprema tendría el deber de declarar inadmisible el recurso

Mi primera observación sobre el ejemplo es que, en los términos en los que el propio Atria lo presenta, no sirve para atribuir al positivismo conceptual consecuencias normativas. Atria aclara que para poder considerar que el planteado sería un caso de textura abierta, un caso problemático frente al cual el derecho estaría indeterminado, se requiere asumir una concepción de la interpretación jurídica como la defendida por Hart en el capítulo VII de The Concept of Law. Pero el positivismo conceptual no está obligado a aceptar la concepción hartiana de la interpretación, esto es, la tesis de la indeterminación parcial. El positivismo conceptual, como tal, es compatible con cualquier concepción de la interpretación jurídica: tanto con la hartiana, como con una puramente adscriptiva o decisoria, esto es, radicalmente escéptica, como con una puramente cognoscitiva, esto es, partidaria de la existencia de una única respuesta correcta para cualquier caso. Por otra parte, no se necesita ser partidario del positivismo conceptual para poder sostener en el dominio interpretativo la tesis de la indeterminación parcial. En particular, no existe contradicción alguna en defender la tesis de la conexión necesaria entre el derecho y la moral y, al propio tiempo, admitir que puede haber casos problemáticos frente a los cuales el derecho está indeterminado. Por consiguiente, a lo sumo el ejemplo permitiría concluir que el partidario de la tesis de la indeterminación parcial (sea o no positivista conceptual) está comprometido a aceptar la consecuencia normativa que Atria señala, no el positivismo conceptual.

Pero en verdad tampoco sería correcto concluir tal cosa. El indeterminista parcial solo sostiene que, así como hay casos claros, también hay casos problemáticos de aplicación de las normas jurídicas, de forma tal que puede ser que frente a ciertos supuestos el derecho resulte indeterminado. No está, en cambio, forzado en modo alguno a aceptar ninguna tesis interpretativa concreta, por ejemplo, que el caso del impotente para engendrar sea un supuesto problemático de aplicación del artículo 4 de la ley de matrimonio civil chilena. La conclusión según la cual el recurso de casación en el fondo debería ser declarado inadmisible no solo resulta independiente de la aceptación o rechazo del positivismo conceptual, sino que, adicionalmente, la tesis de la indeterminación parcial resulta insuficiente para arribar a ella: se requiere además asumir la controvertible tesis interpretativa en concreto de que el planteado es un caso problemático, algo que no se deriva de manera automática de una cierta concepción general sobre la interpretación.

Y ni siquiera eso sería suficiente para justificar la conclusión indicada por Atria, puesto que además la cuestión dependerá de cómo se interprete el artículo 767 de Código de Procedimiento Civil chileno que establece los requisitos de admisibilidad del recurso de casación en el fondo. Podría ser, en primer lugar, que para la admisibilidad del recurso se estime suficiente que el recurrente cuestione las premisas normativas de la resolución que pretende impugnar, en el sentido de que solo quedarían excluidas las cuestiones de hecho y prueba. Si ello fuera así, que el caso sea o no problemático resultaría enteramente irrelevante para decidir sobre la admisibilidad del recurso. Debido a los términos en los que Atria plantea el ejemplo parecería que esta alternativa debería descartarse. Pero entonces habría que considerar que para la admisibilidad del recurso se requiere no solo un cuestionamiento a las premisas normativas sino además la demostración de que ha mediado un error en la aplicación del derecho. Bajo esta lectura, la Corte Suprema se reservaría la potestad de admitir solo aquellos recursos en los que estime que ha mediado un error y no una mera aplicación opinable de la ley. Pero si ello fuera así, contrariamente a lo que parece sostener Atria, sería el partidario de la tesis de la indeterminación parcial que considere que el caso analizado es problemático quien estaría en mejor posición que un dworkiniano para dar cuenta de manera satisfactoria del problema planteado. Porque si bien el primero diría que frente a este caso el recurso debería ser declarado inadmisible, consideraría igualmente que frente a casos claros el recurso debería admitirse. El dworkiniano, en cambio, debería afirmar que ningún recurso de este tipo podría ser declarado inadmisible, porque como frente a cualquier caso habría una única respuesta correcta y sería deber de los jueces encontrarla, la Corte Suprema nunca podría descartar por anticipado que haya existido un error de derecho por parte del a quo sin entrar a considerar el fondo de la cuestión, con lo cual resultaría imposible distinguir esta interpretación restrictiva de los supuestos de admisibilidad del recurso de la interpretación amplia considerada en primer lugar.

Más allá de esta última salvedad, creo que los argumentos expuestos permiten concluir que ejemplos de este tipo no son aptos para mostrar que el positivismo conceptual tenga consecuencias normativas. Podrá quizás estimarse insatisfactorio que una línea teórica sobre el derecho circunscriba sus tesis al plano conceptual, pero pretender atribuirles a sus defensores ideas que no solo no se siguen de sus compromisos básicos, sino que expresamente rechazan es, simplemente, no tomarlos en serio.

Para concluir, quisiera justificar brevemente, tal como anticipé, que aunque pueda parecer trivial, una cierta postura positivista conceptual está necesariamente presupuesta en cualquier versión normativa del positivismo29. En efecto, el positivismo ético o normativo, defendido por autores como Tom Campbell o Jeremy Waldron, se caracteriza por sostener una tesis de carácter prescriptivo que recomendaría que ningún sistema jurídico permita que se empleen estándares morales para determinar la existencia del derecho o sus consecuencias30. Su idea central sería que los valores de la seguridad jurídica y la certeza, que constituirían barreras contra la arbitrariedad, se verían amenazados al apelar a la moral en la toma de decisiones jurídicas31. Por ello, el positivismo normativo propugnaría que la distinción entre el derecho que es y el derecho que debe ser, propia de la tradición positivista, sea tenida especialmente en cuenta por los aplicadores del derecho, quienes deberían abstenerse de hacer juicios de valor, y por los creadores de normas generales, quienes deberían suministrarles a los primeros, normas que puedan ser aplicadas sin recurrir a valoraciones. En consecuencia, los criterios para identificar cuándo una norma pertenece o no a un sistema jurídico no deberían contener términos que remitan a la moral, ya que ellos generarían siempre discrepancias en torno a lo que es moralmente correcto y producirían indeterminaciones.

Tanto Campbell como Waldron dicen defender una suerte de “versión prescriptiva del positivismo excluyente”32, pero esto, así dicho, resulta un tanto oscuro. Por una parte, como he indicado, el positivismo excluyente no sostiene ninguna tesis de carácter prescriptivo. Por otra parte, si el positivista normativo aceptara la caracterización del derecho del positivismo excluyente, esto es, la versión fuerte de la tesis de la separación entre el derecho y la moral de acuerdo con la cual necesariamente en todo sistema jurídico la validez de una norma no depende de su valor moral, entonces carecería de todo sentido defender en el plano normativo la recomendación de que el derecho debería identificarse sin recurrir a la moral. Pues, ¿cómo podría no hacerlo si esa sería una característica necesaria de todo sistema jurídico? Esto significa que la referencia a una versión prescriptiva del positivismo excluyente debería entenderse como una sustitución de la necesidad conceptual de que la validez jurídica no dependa de la moral por una “necesidad normativa”, esto es, el positivismo normativo sostendría algo parecido a que la validez jurídica de una norma no debe depender del valor moral.

Pero ahora adviértase lo siguiente: el positivista normativo tampoco podría aceptar la tesis de la conexión necesaria entre el derecho y la moral, porque si la identificación de una norma como jurídica requiriese necesariamente de una evaluación moral, entonces tampoco tendría sentido alguno la prescripción de que no debe identificarse al derecho recurriendo a la moral, pero ahora no porque se estaría prescribiendo algo que no puede no ser el caso, sino, porque se estaría prescribiendo algo imposible.

Para decirlo de otro modo, una forma simplificada de presentar la tesis de la conexión necesaria entre el derecho y la moral sería la siguiente:

i) Necesariamente la validez jurídica de una norma depende de su valor moral.

Si se acepta esta presentación, el positivismo excluyente podría caracterizarse por la siguiente tesis:

ii) Necesariamente la validez jurídica de una norma no depende de su valor moral.

El positivismo incluyente, en cambio, sostendría:

iii) Contingentemente la validez jurídica de una norma puede depender de su valor moral33.

El positivismo normativo, por su parte, diría algo parecido a:

iv) La validez jurídica de una norma no debe depender de su valor moral.

Las tesis i), ii) y iii) resultan conjuntamente exhaustivas y mutuamente excluyentes, es decir, agotan el espacio lógico, de modo que si se rechazan dos de ellas se tiene que aceptar necesariamente la tercera. Si i) fuese correcta, iv) no tendría sentido porque establecería un deber de imposible cumplimiento. Si ii) fuese correcta, iv) no tendría sentido porque establecería el deber de llevar a cabo algo que necesariamente ocurre. En consecuencia, iv) presupone que es posible que la validez jurídica dependa de la moral y es posible que no dependa de la moral, esto es, exactamente lo que afirma iii)34. Entonces no hay ninguna alternativa: el positivismo normativo no puede sino presuponer la tesis conceptual del derecho del positivismo incluyente, algo que el propio Waldron reconoce expresamente35.

Espero que estas reflexiones sirvan para que, en lo que concierne a esta discusión, como Kane, Atria al menos reconsidere el orden de sus prioridades.

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1 Para una réplica similar dirigida contra objeciones de Atienza y Ruiz Manero al positivismo jurídico, véase Perot, Pablo Martín, “La actitud positivista de Carrió”, s.f.

2 El positivismo excluyente también se caracteriza por defender una versión fuerte de la tesis de la separación entre el derecho y la moral, de acuerdo con la cual necesariamente en todo sistema jurídico la validez jurídica de una norma no depende de su valor moral (cfr. Coleman, Jules, “Negative and Positive Positivism”, Journal of Legal Studies vol. 11, núm. 4, 1982, pp. 139-164; Coleman, Jules, “Second Thoughts and Other First Impressions”, en Bix, Brian (ed.), Analyzing Law. New Essays in Legal Theory, Oxford, Clarendon Press, 1998, pp. 258-278).

3 Cfr. LFD, pp. 31-37.

4 Esta última salvedad me parece enteramente injustificada. Las normas individuales dictadas por los jueces también pueden ser inconstitucionales, y aunque adquieran autoridad de cosa juzgada, eso no les conferiría corrección. De modo que, si el argumento funciona, debería concluirse que para los positivistas excluyentes los sistemas constitucionales contemporáneos serían conjuntos vacíos. Como veremos, no obstante, el argumento no funciona.

5 No creo que esta simplificación distorsione el pensamiento de Atria, puesto que me he limitado a obviar las posibles respuestas que Atria considera que un positivista excluyente podría ofrecer a su primera crítica, y el modo en que intenta justificar que en todos los casos la conclusión sería idéntica: que el positivismo excluyente conduce al escepticismo radical.

6 En este punto Atria señala en nota que parecería que yo comparto esta conclusión cuando, al discutir el ejemplo de Fuller de una regla que prohíbe bajo sanción de multa dormir en una estación de trenes, sostengo que de conformidad con el derecho argentino ella resultaría inconstitucional por contravenir el artículo 19 de la Constitución argentina, el cual establece que “Las acciones privadas de los hombres, que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están solo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados” (cfr. Rodríguez, Jorge Luis, “La imagen actual de las lagunas en el derecho”, en Atria, Fernando et. al., Lagunas en el derecho. Una controversia sobre el derecho y la función judicial, Madrid, Marcial Pons, 2005, pp. 127-157). Para Atria, habría que concluir entonces que en Argentina un juez no estaría obligado por la regla de Fuller, y como la inconstitucionalidad de las normas jurídicas legisladas dependería de interpretaciones discutibles de conceptos moralmente cargados, los jueces tendrían discrecionalidad para decidir qué reglas los obligan, lo cual llevaría al escepticismo radical (cfr. LFD, p. 38). Desde luego, ni Atria ni nadie está obligado a compartir mis interpretaciones, pero la argumentación que presento al respecto no deja dudas de que a mi juicio este sería un caso claro de inconstitucionalidad de acuerdo con el derecho argentino, de manera que mal puede sobre la base de esta afirmación atribuírseme, precisamente, un compromiso con el escepticismo radical. Por las razones que detallaré a continuación, no estoy de acuerdo con la afirmación de Atria de que la inconstitucionalidad de las normas legisladas dependa de interpretaciones discutibles de conceptos moralmente cargados, y si Atria lo cree, quien se encontraría comprometido con el escepticismo sería él y no yo.

7 Cfr. Fuller, Lon L., “Human Purpose and Natural Law”, The Journal of Philosophy, vol. 53, issue 22, 1956, pp. 697-705; Hart, H.L.A., “Positivism and the Separation of Law and Morals”, Harvard Law Review, vol. 71, núm. 4, 1958, pp. 593-629.

8 Cfr. Bulygin, Eugenio, “Time and Validity”, en Martino, Antonio A. (ed.), Deontic Logic, Computational Linguistics and Legal Information Systems, vol. II, North Holland, North Holland Publishing Company, 1982, pp. 51-63; y Bulygin, Eugenio, “An Antinomy in Kelsen’s Theory of Law”, Ratio Juris, vol. 3, núm. 1, 1990, pp. 29-45.

9 Cfr. Coleman, Jules, “Incorporationism, Conventionalism, and the Practical Difference Thesis”, Legal Theory, vol. 4, núm. 4, 1998, pp. 381-425.

10 Por ejemplo, la constitución austríaca establece que “el fallo del Tribunal Constitucional por el cual se anule una ley como anticonstitucional, obliga al canciller federal o al gobernador regional competente a publicar sin demora la derogación”. En este sistema, salvo que se disponga lo contrario, la declaración de inconstitucionalidad produce que “vuelvan a entrar en vigor [...] las disposiciones legales que hubiesen sido derogadas por la ley que el tribunal haya declarado inconstitucional”, con lo que no solo produce la eliminación de la norma cuestionada sino también la incorporación de las que hubiesen sido derogadas por ella. Igual derogación automática produce la declaración de inconstitucionalidad de acuerdo con lo prescripto por la Constitución griega de 1975. En cambio, la Constitución checoslovaca de 1968 establecía en su artículo 90 que “los órganos competentes estarán obligados, dentro de los seis meses contados desde el día de publicación del acuerdo del Tribunal Constitucional de la República Socialista Checoslovaca, a ajustar las disposiciones en cuestión a la Constitución de la República Socialista de Checoslovaquia […]. De no hacerse así, dichas disposiciones o la parte o precepto afectado perderán toda vigencia a los seis meses de la publicación del acuerdo”. De modo que aquí, la declaración de inconstitucionalidad de una norma no implica automáticamente su derogación, sino el deber para los órganos competentes de derogarla. Solo en caso de que no se cumpla con dicho imperativo en cierto tiempo, se considera eliminada la norma sin ese acto posterior de derogación, pero únicamente porque así lo establece otra norma del sistema. Véase sobre el punto Orunesu, Claudina. et. al., “Inconstitucionalidad y derogación”, Discusiones, núm. 2, 2001, pp. 11-58.

11 Las posturas escépticas en materia de interpretación rechazarían esta distinción. Véase, por ejemplo, Battista Ratti, Giovanni, “Un poco de realismo sobre inconstitucionalidad y derogación”, Discusiones, núm. 14, 2014, pp. 253-276.

12 Sobre la distinción entre sistema jurídico como unidad estática y orden jurídico como unidad dinámica, véase Alchourrón, Carlos y Bulygin, Eugenio, “Sobre el concepto de orden jurídico”, Crítica, vol. viii, núm. 23, 1976, pp. 3-23; también Moreso, José Juan y Navarro, Pablo, Orden jurídico y sistema jurídico. Una investigación sobre la identidad y la dinámica de los sistemas jurídicos, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1993; y Ferrer Beltrán, Jordi y Rodríguez, Jorge Luis, Jerarquías normativas y dinámica jurídica, Madrid, Marcial Pons, 2011.

13 Véase al respecto Orunesu, Claudina. et. al., “Inconstitucionalidad y …”, cit.

14 He aquí otra inconsistencia interna en las críticas de Atria: para atacar al positivismo excluyente asume como un hecho indisputable que la interpretación de las normas constitucionales fuerza a acudir a la moral ideal, pero para atacar al positivismo incluyente sostiene que ese hecho no está libre de controversia. Si esto último es correcto, la objeción al positivismo excluyente se desvanece (aunque, por lo que luego señalaré, eso está lejos de resultar fatal para el positivismo incluyente), y si es incorrecto, no hay por esta vía dificultad alguna para el positivismo incluyente.

15 Cfr. Coleman, Jules, “Constraints on the Criteria of Legal Validity”, Legal Theory, vol. 6, núm. 2, 2000, pp. 171-183.

16 Si bien la idea de distinguir una versión fuerte y una débil de la tesis de la separación es la sostenida por Jules Coleman en las obras citadas en la nota 3, me parece más adecuado considerar que el positivismo incluyente sostiene que contingentemente la validez jurídica puede depender de la moral (es decir, es posible que dependa y es posible que no dependa de ella) y no, como lo presenta Coleman, que no necesariamente la validez jurídica depende de la moral (es decir, es posible que no dependa de la moral). La versión de Coleman es más débil y, entre otros problemas, resultaría implicada por la versión fuerte de la tesis de la separación del positivismo excluyente (cfr. Orunesu, Claudina, Positivismo jurídico y sistemas constitucionales, Madrid, Marcial Pons, 2012, p. 223). El positivismo incluyente también se caracteriza por la defensa de una versión débil de la tesis de las fuentes sociales, de acuerdo con la cual la existencia y contenido del derecho en cierta sociedad dependen de un conjunto de hechos sociales, los que pueden contingentemente recurrir a consideraciones morales que, en tal caso, se tornarían jurídicamente válidas (cfr. Moreso, José Juan, “In Defense of Inclusive Legal Positivism”, en Chiassoni, Pierluigi (ed.), The Legal Ought, Torino, Giapichelli, 2001, pp. 37-64).

17 Cfr. LFD, pp. 43-44. Una crítica similar se encuentra en Atienza, Manuel y Ruiz Manero, Juan, “Dejemos atrás al positivismo jurídico”, Isonomía, núm. 27, 2007, pp. 7-28.

18 Cfr. Waluchow, Wilfrid J., Inclusive Legal Positivism, Oxford, Clarendon Press, 1994, pp. 142 y ss.

19 El hecho de que los positivistas incluyentes tengan en mente las características de los sistemas constitucionales es una cosa, y que les asista razón al esgrimir razones como las expuestas en apoyo de su posición es otra muy diferente. Para una crítica a esta lectura aparentemente descriptiva de las tesis centrales del positivismo incluyente, véase Orunesu, Claudina. et. al., Estudios sobre interpretación y dinámica de los sistemas constitucionales, México, Fontamara, 2005.

20 Cfr. LFD, pp. 46-47.

21 Bayón, Juan Carlos, “Derecho, convencionalismo y controversia”, en Navarro, Pablo y Redondo, María C. (eds.), La relevancia del derecho: Ensayos de filosofía jurídica, moral y política, Barcelona, Gedisa, 2002, pp. 57-92. En lo que sigue voy a responder a la objeción en la forma en la que la presenta Bayón, dado que ella me parece la más desafiante.

22 Así, por ejemplo, Coleman sostiene que su interpretación de la tesis de la separación consiste en el rechazo de una relación constitutiva entre el derecho y la moral crítica (cfr. Coleman, Jules, “Negative and Positive…”, cit.).

23 Dworkin, Ronald, Law’s Empire, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1986, pp. 135-137.

24 Cfr. LFD, pp. 85-89.

25 Cfr. Dworkin, Ronald, Justice in Robes, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 2006, pp. 143-145.

26 Endicott, Timothy, “Adjudication in the Law”, Oxford Journal of Legal Studies, 27, núm. 2, 2007, pp. 311-326.

27 Con Pablo Perot hemos considerado a esta reconstrucción de Endicott demasiado concesiva con Dworkin y hemos presentado otros argumentos para rechazar las tesis de este último que aquí no reproduciré. Véase Perot, Pablo Martín y Rodríguez, Jorge Luis, “Desacuerdos acerca del derecho”, Isonomía, núm. 32, 2010, pp.119-147.

28 Hart, H.L.A., The Concept of Law, Oxford, Oxford University Press, 1961.

29 Atria objeta a al positivismo normativo de Waldron y Campbell que, así como el positivismo conceptual llevaría al escepticismo, esta versión normativa del positivismo conduciría a proponer una adjudicación puramente formalista. No examinaré críticamente tal objeción.

30 Campbell, Tom, The Legal Theory of Ethical Positivism, Aldershot, Dartmouth, 1996, p. 71.

31 Waldron, Jeremy, Law and Disagreement, Oxford, Clarendon Press, 1999, pp. 180-186; Waldron, Jeremy, “Normative (or Ethical) Positivism”, en Coleman, Jules L. (ed.), Hart´s Postscript. Essays on the Postscript to the Concept of Law, Oxford, Oxford University Press, 2001, pp. 410-434.

32 Campbell, Tom, “The Point of Legal Positivism”, en Campbell, Tom (ed.), Legal Positivism, Asgate, Darmouth, 1999, p. 337; Waldron, Jeremy, “Normative (or Ethical) …”, cit., p. 414.

33 Sobre los alcances de la tesis de la separación defendida por el positivismo incluyente téngase en cuenta la salvedad formulada en la nota 19.

34 En sentido similar, pero con un cuestionamiento más profundo al positivismo normativo, véase Orunesu, Claudina, Positivismo jurídico y sistemas …, cit., p. 245.

35 Waldron, Jeremy, “Normative (or Ethical) …”, cit., p. 414.

El Derecho y sus construcciones

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