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ОглавлениеEL CICLO DEL MÉTODO JURÍDICO.
DEL POSITIVISMO AL ANTI-POSITIVISMO METODOLÓGICO
María Cristina Redondo
SUMARIO: I. Introducción. II. Algunas premisas comunes. III. El anti-positivismo metodológico de Atria. lV. Conclusión.
I. INTRODUCCIÓN
En su nuevo libro, Fernando Atria presenta un conjunto de ideas altamente estimulantes, defendidas en modo elocuente y brillante. A mi juicio, su trabajo merece detallada atención no solo por el contenido de las tesis sustanciales que defiende sino también por el método con el que procede su argumentación. Mi comentario se basará exclusivamente en este último punto.
En la filosofía jurídica contemporánea existe una clara oposición entre dos métodos de aproximación al derecho, en mi opinión igualmente implausibles. Por una parte, un método asociado al positivismo jurídico, cuyos presupuestos conceptuales hacen imposible sostener un debate teórico o un desacuerdo racional cuando nuestro discurso: (i) o bien pretenda referirse directamente al contenido normativo/valorativo de las instituciones jurídicas, i.e. cuando sea un ‘discurso interno’; (ii) o bien esté comprometido con ciertos valores que las instituciones estudiadas tienen, o deberían tener, i.e. cuando se plantee ‘desde un punto de vista interno’. Por otra parte, un método asociado a la visión anti-positivista dworkiniana, cuyos presupuestos conceptuales hacen imposible sostener un debate teórico o un desacuerdo racional cuando nuestro discurso (i) o bien pretenda referirse a conceptos jurídicos generales, definidos en modo autónomo respecto del contenido o la función normativo/valorativa de las instituciones a las que ellos se aplican, i.e. cuando sea un “discurso externo”; (ii) o bien pretenda no comprometerse con aquellos valores o funciones que tales instituciones tienen, o deberían tener, i.e. se plantee “desde un punto de vista externo” respecto de las instituciones en cuestión. La primera propuesta torna conceptualmente necesario el carácter puramente descriptivo y empírico de todo discurso teórico sobre el derecho. La segunda torna conceptualmente necesario su carácter parroquial y normativo. Ambas posiciones aceptan la misma premisa según la cual todo discurso normativo/justificativo tiene en última instancia carácter moral. Pero, ciertamente, lo que las distancia definitivamente es que, mientras la primera es escéptica respecto de la posibilidad de una racionalidad práctica, concebida como aquella que gobierna el discurso normativo/moral, la segunda no lo es.
A diferencia de Atria, entiendo que el positivismo jurídico no está necesariamente asociado a la primera propuesta y que, en lugar de adherir al cuerno dworkiniano de este aparente dilema metodológico, cabría intentar mostrar la falsedad de la disyuntiva que él plantea. Ciertamente, no será eso lo que intentaré hacer aquí. Me limitaré, en primer lugar, a presentar algunas tesis con las que el trabajo de Atria se compromete y que, a mi entender, el positivismo jurídico no tendría dificultad en aceptar. En segundo lugar, me concentraré sobre tres discusiones en las que se exhibe claramente el enfoque anti-positivista de Atria y trataré de mostrar algunas de las dificultades que este plantea.
II. ALGUNAS PREMISAS COMUNES
En primer lugar, Atria parece compartir con al menos una parte del positivismo jurídico algunas tesis acerca del concepto de derecho. Claro está, del ‘concepto’ en el sentido en que el positivismo entiende esta noción, es decir, como un conjunto de proposiciones acerca de algunas propiedades necesariamente presentes en todo derecho (o en sus casos paradigmáticos) y que permiten distinguir aquello que es derecho de aquello que no lo es.1 Una de estas propiedades es que el derecho es una construcción humana. Todo ejemplo de derecho existente es parte de la realidad social, i.e. su existencia es un hecho institucional. Un tipo de objeto como éste es auto-referente, existe solo si, en un grupo social tomado como referencia, un conjunto relevante de personas cree que existe y lo acepta.2 Esto no significa que el derecho exista solo en relación con quien lo acepta, significa solo que esta actitud por parte de un grupo relevante es una condición sine qua non respecto de la efectiva existencia de un orden jurídico en un lugar y tiempo determinados. No es este el lugar para profundizar sobre esta idea, sin embargo, es importante mencionarla explícitamente ya que es una tesis grávida de consecuencias importantes. Entre estas consecuencias me interesa señalar la siguiente. Una vez que se admite que el derecho es una entidad no natural sino institucional se admite también que es una entidad deóntica. En esta visión, el derecho es un dato normativo, no reducible a un fenómeno puramente empírico y, menos aún, natural. Esto, a su vez, implica que quien ve el derecho desde esta óptica rechaza una posición escéptica respecto de la existencia de normas. Como sabemos, existen posiciones positivistas escépticas y reduccionistas respecto de la existencia de normas, pero este no es un rasgo común a todo el positivismo jurídico. En este sentido, puede decirse que Atria comparte con el positivismo normativista la idea de que el derecho es una entidad institucional, normativa.
Por otra parte, Atria pareciera compartir con el positivismo jurídico otra idea importante. Según nuestro autor, una teoría jurídica no necesariamente se compromete con los valores o normas que de hecho forman parte de su objeto de estudio. Ciertamente, en la visión de Atria, toda teoría sobre un objeto social —en nuestro caso la teoría del derecho— es un discurso necesariamente comprometido con ciertos ideales o valores. Sin embargo, ello no significa que la teoría adhiera o haga suyos los valores efectivamente vigentes en el derecho tal cual existe. Prueba de esta posibilidad es, por ejemplo, el tipo de positivismo ético que Atria reconstruye en otro de sus trabajos.3 Este tipo de teoría defiende un conjunto de tesis positivistas sobre el derecho, y lo hace a partir de una serie de asunciones valorativas. El positivismo ético, ciertamente, no es una teoría neutral y, en algún sentido, es ideológico. Sin embargo, no cabe confundirlo con aquella posición que, siguiendo a Norberto Bobbio ha de calificarse como “positivismo ideológico” y cuya particularidad es justamente el hecho de, en alguna medida, justificar y atribuir valor al derecho por el solo hecho de ser tal.4 El positivismo ético que Atria presenta no es equiparable al positivismo entendido como ideología, ni siquiera en la más moderada de sus versiones. Es decir, no atribuye necesariamente al derecho ningún tipo de mérito, ni justifica necesariamente un deber de obediencia frente a él.
Según Atria: “El positivismo ético […] no necesita sostener ninguna de estas tesis. No afirma que el derecho sea valioso por el solo hecho de existir, sino porque (y cuando) permite al autogobierno democrático”.5 En otras palabras, una teoría jurídica no tiene por qué asumir que el derecho, por el hecho de existir, o tal como existe, es valioso o digno de obediencia. Lo será solo si satisface los ideales que la teoría normativa considera deben satisfacerse para tener valor y merecer obediencia. Esta idea es relevante puesto que implica la admisión de una distinción, si bien parcial, muy precisa entre la actitud que caracteriza a los aceptantes de un derecho que, por hipótesis, son aquellos que avalan y justifican las instituciones existentes, y la actitud que caracteriza al teórico del derecho que, como parecería admitir Atria, no es necesariamente la de un aceptante del derecho existente. Un modo en el que se podría expresar esta distinción es a través de otra tesis típica del positivismo jurídico. Es decir, advirtiendo que el derecho es un objeto dotado de valor desde el punto de vista de quienes lo aceptan, pero que ello no significa que esté dotado de valor o sea meritorio de respeto, desde el punto de vista de la teoría que lo estudia. No quisiera introducir aquí la ambigua distinción entre un punto de vista interno de los participantes y un punto de vista externo de un teórico observador. Solo quiero destacar que, según Atria, el punto de vista de la teoría puede ser, en un sentido muy preciso, “externo” respecto de los valores efectivamente vigentes en el objeto de estudio, y que esto en ningún caso significa que el punto de vista teórico sea neutral o no-comprometido respecto de otros valores. Significa sí que, para conocer/identificar o explicar el derecho no es preciso compartir las mismas creencias o valores de quienes lo sustentan y sin las cuales, por hipótesis, la institución en cuestión no existiría. Si esto es así, y si teorías como el positivismo ético son posibles, como parece pensar Atria, entonces cabe admitir una clara distinción entre el contenido del compromiso y el tipo de relación que con el derecho guardan los aceptantes del derecho existente y el contenido del compromiso y el tipo de relación que con el derecho guardan quienes teorizan sobre él.
En resumen, entonces, Atria acuerda con que es posible dar cuenta del derecho sin necesidad de adherir a los mismos valores que el derecho encarna ni sostener que él, tal como existe, merece deferencia. En otras palabras, es posible ofrecer una teoría del derecho sin necesidad de asumir la actitud que caracteriza al aceptante. Esta última afirmación puede ser engañosa porque, en un sentido, y tal como Atria la entiende, la teoría tiene el mismo tipo de dirección de ajuste que tienen las actitudes y los enunciados comprometidos del aceptante: ambas expresan una dirección de ajuste mundo-a-mente, de carácter práctico y normativo. Sin embargo, entre la actitud que expresan los enunciados comprometidos de los aceptantes y la que expresan los de la teoría existen al menos dos diferencias dignas de mención. En primer lugar, la actitud del teórico, según el mismo Atria, no es necesariamente una actitud de aceptación o justificación del derecho existente, mientras que la de los aceptantes de un derecho, por hipótesis, sí lo es.6 En segundo lugar, los enunciados de una teoría expresan un conjunto de contenidos (analíticos, descriptivos, valorativos, etc.) que se caracterizan por el hecho de ser justificados o racionalmente sostenidos. Sería altamente ingenuo sostener que las actitudes de los aceptantes comparten este rasgo, como también sería altamente exigente sostener que lo deberían compartir.7
Una teoría que ve esta diferencia entre la actitud del aceptante y la del teórico goza de varias ventajas. Ciertamente, es una teoría fina, en el sentido que es capaz de discernir los valores con los que se compromete el derecho existente (y sus aceptantes) de los valores con los que se compromete una empresa teórica. Ella evita el non sequitur que lleva desde la aserción de que toda teoría es en algún sentido normativa, comprometida y necesariamente guiada por un conjunto de valores, a la conclusión de que toda teoría necesariamente se compromete con, o acepta, aquellos valores que constituyen su actual objeto de indagación. Asimismo, si esta distinción decayese, es decir, si se asumiese que la teoría jurídica en alguna medida justifica el derecho existente, cabría concluir que toda teoría jurídica, en la misma medida, es una forma de positivismo Ideológico, tal como Bobbio lo concibió. Con el agravante de que, en una perspectiva como la de Atria no se trataría —como en cambio sí se trata en el caso de Bobbio— de una posición que el teórico puede o no adoptar, sino de una posición ineludible que, aún sin ser consciente de ella, toda empresa teórica sobre el derecho asume. Toda teoría que se refiera a ordenamientos jurídicos existentes sería una empresa justificativa de los mismos. Una ventaja adicional, derivada de la anterior, es que para un enfoque que reconoce esta distinción, el estudio del derecho extremadamente injusto o injustificable no representa una dificultad. Como sabemos, en cambio, ello sí constituye un problema para aquellas concepciones que ignoran la distinción entre los compromisos y valores asumidos por una teoría del derecho y aquellos asumidos por los aceptantes de los cuales el derecho existente depende.
Sobre estas bases asumiré que tanto Atria como el positivismo jurídico de corte normativista podrían acordar en las siguientes ideas muy generales, lo cual me permite no problematizarlas en este contexto: (a) El derecho es una entidad institucional, un objeto deóntico constituido mediante los comportamientos/actitudes de un grupo social, y cuya existencia y contenido depende de la existencia y contenidos de los comportamientos/actitudes que lo sustentan (los aceptantes). (b) El discurso de la teoría jurídica (que para Atria, y no para el positivismo jurídico, está necesariamente comprometido con valores morales) no está necesariamente comprometido con los valores aceptados en un ordenamiento jurídico existente.
III. EL ANTI-POSITIVISMO METODOLÓGICO DE ATRIA
En lo que sigue me concentraré en algunas de las críticas que Atria presenta al método del positivismo jurídico y en algunas de las tesis que, a partir de dichas críticas, él defiende. Las ideas a las que me referiré giran fundamentalmente en torno a tres temas: (1) La relación entre el discurso de la teoría y su objeto de estudio. (2) La relación entre las tesis conceptuales de una teoría y la identificación del contenido de un derecho, o de una específica institución jurídica. (3) La relación entre el carácter funcional de los conceptos jurídicos y las instituciones que los ejemplifican.
1. La relación entre el discurso de la teoría jurídica y el derecho
El método del positivismo jurídico sostiene la posibilidad y la plausibilidad de una teoría general del derecho que (a) defina su objeto de estudio en términos ‘neutrales’ (sin atribuirle valores morales que, en su perspectiva, podrían ser controvertidos); y (b) se limite a describir o informar sobre aquellas características que pueden considerarse esenciales, i.e. verdaderas respecto de todo derecho (o sus casos paradigmáticos), y que permiten distinguir lo que es derecho de aquello que no lo es. Por este motivo, y más allá de las particularidades de las distintas teorías pertenecientes a esta corriente de pensamiento, puede decirse que para el positivismo jurídico la teoría del derecho ha de realizar una tarea de carácter descriptivo y general.8
La aceptación de estas premisas metodológicas se hace evidente en aquellos casos en que la teoría jurídica se ve a sí misma, o bien como meta-jurisprudencia, o bien como una empresa de explicación conceptual. Si la teoría del derecho es vista como meta-jurisprudencia, ella consiste en un discurso de segundo, o de tercer nivel cuyo objeto, en la primera hipótesis, es el lenguaje del derecho y, en la segunda, el lenguaje de los dogmáticos y los jueces, el que, a su vez, se refiere al lenguaje-objeto del derecho.9 En contraste, si la teoría es vista como una empresa de explicación conceptual, su discurso no es necesariamente de un nivel diferente del de los juristas prácticos, pero se distingue de este último porque su objetivo es mejorar nuestra comprensión de los conceptos generales básicos del derecho, no identificar las condiciones de verdad de las proposiciones jurídicas. Es decir, es un discurso relativamente autónomo de aquel que se refiere al contenido de los específicos ordenamientos jurídicos.10 En todo caso, y aunque se refieran a lo mismo, entre el lenguaje de la teoría del derecho y el de los operadores del derecho (jueces, abogados, ciudadanos, etc.) existe una diferencia de dirección de ajuste respecto del objeto al cual se refieren. El discurso de los participantes en la práctica jurídica, en tanto discurso del derecho, tiene una dirección de ajuste mundo-a-mente y, en un determinado sentido, puede admitirse que guarde una relación constitutiva/interna respecto de aquello que es derecho en un determinado tiempo y lugar. El discurso teórico, en cambio, por hipótesis, es aquél que está guiado por el objetivo de conocer, analizar, o explicar el derecho en general y no por el de incidir en las específicas instituciones jurídicas. Tiene una dirección de ajuste mente-a-mundo y, si bien puede indirectamente contribuir a modelar las instituciones a las que se refiere, esa contribución es contingente. Se producirá solo si, y en la medida en que, los participantes relevantes lo acepten. En otras palabras, así concebidos, cabe observar una clara distinción entre el discurso de quienes con su actitud sostienen a las distintas instituciones jurídicas, o a un sistema jurídico en su conjunto, y el discurso de quienes hacen de estas instituciones su objeto de estudio o evaluación crítica y hablan acerca de ellas. El primero tiene ciertamente una relación interna o constitutiva con el derecho mientras que el segundo tiene una relación externa o predicativa respecto del mismo.
En contraste con esta visión metodológica, según Atria, la teoría no solo es un discurso comprometido con ideales o valores, sino que es un discurso que guarda una relación interna respecto de aquello que entendemos por derecho. El discurso de los teóricos y el de los operadores del derecho tiene la misma dirección de ajuste respecto del objeto al que se refieren: una dirección de ajuste mundo-palabra que no puede solo captar, analizar o explicar el objeto sin contribuir contemporáneamente a delinearlo a imagen de lo que el discurso propone (LFD, pp. 67-68, 82-85). En otras palabras, la teoría del derecho es un discurso normativo/constitutivo.
Atria critica al positivismo jurídico por no advertir este rol normativo/constitutivo que la teoría del derecho tiene respecto de aquello que entendemos por derecho. El punto crucial al respecto radica en que el derecho es un objeto social que, a diferencia de un objeto natural, no es independiente de las creencias de un grupo social y, entre ellas, del modo en el que las teorías lo conciben. Consecuentemente, es imposible que la teoría jurídica sea, como el método positivista propone, una empresa descriptiva o puramente predicativa con relación a un objeto que se presume existente independientemente de ella. En opinión de Atria: “La proposición conceptual del positivista analítico de hecho no deja las cosas tal como estaban” (LFD, pp. 67-68). Y no podría hacerlo aún si honestamente se lo propusiese ya que, en la visión de Atria, “[l]os conceptos institucionales son dependientes de las teorías” (LFD, p. 141).
Es posible conjeturar que estas aserciones solo pretenden poner énfasis sobre la necesidad de desprenderse de una concepción naturalista del derecho que lo concibe como un dato dado, independiente de creencias y actitudes humanas. En efecto, si la tesis de la imposibilidad de una teoría descriptiva del derecho solo quisiese decir esto no habría ningún problema, más allá de la necesaria corrección de la formulación exagerada que resulta engañosa. Sin embargo, la insistencia explícita de Atria sugiere que no se trata de una afirmación puramente enfática y que debemos tomarla en serio.
Claramente, el motivo por el cual Atria piensa que la relación entre la teoría y su objeto es constitutiva está relacionado, al menos en parte, con el hecho de que el derecho no es un objeto natural sino institucional, constituido mediante las creencias de un grupo social. Esta tesis es totalmente plausible y es la que hemos asumido ab initio. Sin embargo, lo que no parece igualmente plausible es pensar que las teorías jurídicas puedan ser entendidas como parte del conjunto de creencias relevantes. En primer lugar, las tesis teóricas son conjuntos de enunciados racionalmente sustentados y su estatus teórico no depende del hecho de formar parte de las creencias de ningún grupo social, ni siquiera del conjunto de creencias de los teóricos que las sostienen. De hecho, una determinada tesis es parte de una teoría si se sigue de ella, aun cuando el teórico que propone dicha teoría no sea consciente de la tesis en cuestión, o inclusive si la rechaza explícitamente. En segundo lugar, aun si en modo superficial definiésemos a las teorías como el conjunto de creencias de los teóricos, sería falaz inferir a partir de allí que, dado que el derecho está constituido por las creencias de la sociedad y las creencias de los teóricos forman parte de las creencias de la sociedad, entonces el derecho está constituido mediante las creencias de los teóricos. La tesis según la cual objetos como el derecho dependen de las creencias de un grupo social, al igual que, por ejemplo, la tesis de que las reglas consuetudinarias dependen de las creencias de un grupo de referencia, son enunciados generales, no universales en sentido estricto. Es decir, no dicen que necesariamente todas y cada una de las creencias del grupo social de referencia contribuyan, o sean relevantes. En otras palabras, del hecho que las teorías sean entendidas como parte de las creencias del grupo social no se sigue en absoluto que sean necesariamente ellas las que configuran nuestra forma de entender a las instituciones jurídicas. Por último, suponiendo que no cometemos esta falacia argumental, es decir, dando por sentado que el hecho de que el derecho sea una entidad dependiente de las creencias de un grupo social nada dice acerca del rol (constitutivo o no) de la teoría jurídica, lo más importante es relevar lo siguiente. La tesis según la cual, en alguna medida, la teoría jurídica necesariamente constituye aquello que es derecho, equivale a sostener que, en idéntica medida, el derecho es necesariamente una entidad teórica. En este caso, una entidad constituida específicamente por la teoría jurídica. Ahora bien, esta conclusión, i.e. que el derecho es, en la medida en que depende de la teoría, una entidad teórica, no es ya solo una conclusión optimista respecto de las potencialidades de la teoría jurídica, es una idea que contradice la premisa de la que partimos originariamente. Aquella según la cual el derecho es una entidad social, institucional.
Una entidad constituida por una teoría es una entidad postulada y delineada por ella, es decir, una cuya función y características son aquellas que la teoría le atribuye. Su ‘existencia’ es interna a, y depende de, la teoría que la postula y no de la aceptación de un grupo social. Consecuentemente, una entidad de este tipo puede reducirse o eliminarse mediante la reducción o eliminación de la teoría que la introduce, sin que la realidad física o social sufra ninguna variación significativa: habría solo una teoría y una entidad teórica menos. En otras palabras, sostener que al menos algunos rasgos del derecho son constituidos por la teoría jurídica, implica que ellos no dependen de condiciones adicionales independientes de la teoría (por ejemplo, de la aceptación social), y que dichos rasgos podrían ser reducibles o modificables mediante una diversa configuración teórica. Sin embargo, y no obstante las convicciones de Atria, esto no sucede respecto del derecho, ya que, como él mismo presupone por otra parte, el derecho es una institución cuya existencia, contenido y demás características están determinadas por aquello que de hecho logra aceptación dentro del grupo social; lo cual puede o no coincidir con lo que las teorías proponen. Como sabemos, las propuestas teóricas pueden ser totalmente ignoradas o escasamente influyentes respecto de los conceptos, las prácticas, creencias y actitudes de los grupos sociales relevantes para la existencia/subsistencia del derecho.
En suma, no es compatible sostener que el derecho es parte de la realidad institucional, es decir, que es el producto de las actitudes y conductas del grupo social y, al mismo tiempo, que las teorías jurídicas necesariamente lo constituyen. Ello por la sencilla razón de que, en la medida en que sea verdadera la segunda parte de la conjunción será necesariamente falsa la primera, y viceversa. Obsérvese adicionalmente que esto no vale solo con respecto a las tesis teóricas, vale también respecto de las tesis de los jueces, de los legisladores, o las de cualquier otro potencial contribuyente a la conformación del objeto social del que estamos hablando. En otras palabras, en una perspectiva conforme a la cual el derecho es un objeto creado por, y atribuible a, un grupo social, por hipótesis, el derecho no es lo que la teoría dice que es, ni lo que los jueces dicen que es, ni lo que el legislador dice que es.
Por último, no querría dejar de expresar mi perplejidad frente a la idea de que una teoría pueda ser concebida como un conjunto de enunciados exclusivamente normativos, o analítico/constitutivos. Sostener que una teoría en ningún caso es descriptiva parece conducir a un absurdo. En la medida en que una teoría contenga enunciados que, por ejemplo, critican algo, o comparan algo con otra cosa, ella usa enunciados y/o expresiones que identifican descriptivamente el algo o la cosa a los que se refieren. La tesis según la cual no hay posibilidad de descripción con relación a objetos sociales, o bien es una estipulación que tiene consecuencias auto-frustrantes (en ningún caso la teoría podría realizar predicaciones, incluyendo aquellas críticas o comparativas), o bien es ya, y paradójicamente, una descripción de segundo nivel. Como acabamos de ver, esta última meta-descripción parece falsa. Toda vez que una teoría predica algo sobre algo usa necesariamente enunciados o expresiones descriptivas de aquello a lo que se refiere. Tal vez, después de todo, el mejor modo de interpretar la tesis de Atria es como una exageración poco rigurosa que busca poner énfasis en el rol fundamental que tienen los enunciados normativo/constitutivos, entre los distintos tipos de enunciados que componen una teoría jurídica. Sin embargo, entre los diferentes tipos de enunciados que conforman una teoría de este tipo, algunos necesariamente son descriptivos.11
2. La relación entre las tesis conceptuales y el contenido del derecho
Hasta aquí, al hablar sobre la relación entre la teoría del derecho y el derecho he optado deliberadamente por usar la palabra “derecho” sin aclarar si ella se refiere al concepto general de derecho o al conjunto de instituciones consideradas jurídicamente válidas en un tiempo y lugar determinados (i.e. los sistemas jurídicos existentes). Estos dos sentidos en los que las teorías jurídicas estudian aquello que es derecho pueden verse sin dificultad desde la perspectiva del positivismo jurídico. De hecho, la distinción corresponde a aquella que es posible trazar entre aquello que estudia la teoría general o filosofía del derecho (el conjunto de propiedades que hacen que algo sea derecho y no otra cosa) y aquello de lo que se ocupan las dogmáticas jurídicas (el contenido de las instituciones válidas o existentes).12 Como ya se hizo notar, el positivismo jurídico sostiene que existe una relativa autonomía entre el discurso que identifica el concepto general de derecho y aquel que identifica el contenido de lo que se debe o está permitido hacer conforme a un determinado ordenamiento jurídico. En LFD se rechaza también esta tesis del positivismo jurídico, y este apartado estará dedicado a mostrar por qué esta crítica no funciona.
Paralelamente, y abriendo un paréntesis, cabe notar que la propuesta de Atria es en algún sentido desconcertante porque, si bien sostiene que a partir de las tesis conceptuales de teorías como las de Hart y Dworkin se siguen inexorablemente ciertas conclusiones al momento de la identificación del contenido concreto de un derecho, por otra parte sostiene que no podemos usar sus propias tesis conceptuales (específicamente aquellas sobre la naturaleza funcional de los conceptos jurídicos) al momento de identificar el contenido de las instituciones a las que ellos se aplican. Es decir, en un caso sostiene que es imposible bloquear las implicaciones que las tesis conceptuales tienen sobre la identificación del contenido del derecho, pero, por otro, entiende que sí es posible y debemos hacerlo. En el apartado (3) me referiré a esta última cuestión.
Conforme a la visión de Atria, las tesis conceptuales de una teoría del derecho se comprometen con conclusiones sustanciales acerca del contenido de las instituciones jurídicas existentes. Es decir, la teoría no solo moldea el concepto general de derecho sino también las condiciones de verdad de las proposiciones acerca de lo que está permitido o prohibido en un momento y lugar determinados.
Atria cree mostrar la verdad de esta afirmación a partir de un ejemplo concreto que es el siguiente (LFD, pp. 86-87). Conforme al derecho positivo chileno (el código Procesal Civil en su art. 767), es posible presentar un recurso denominado “de casación en el fondo” contra algunas sentencias definitivas. En esta hipótesis, la competencia de la Corte Suprema para corregir dichas sentencias queda habilitada solo en el caso en que el tribunal que las dictó haya actuado “con infracción de ley”. Ahora bien, aplicando las ideas sostenidas en el capítulo VII de El Concepto de derecho de Hart, según Atria, una ley que contiene un término ambiguo (en el ejemplo, el artículo 4 de la ley chilena de Matrimonio Civil, ya derogada) debe entenderse como autorizando al juez a decidir en modo totalmente discrecional. Es decir, cualquiera sea su pronunciamiento será indiferente, puesto que en este tipo de situaciones “no hay ley que infringir”, y “no hay espacio conceptual para sostener que ha habido infracción de ley” (LFD, pp. 90-91).13 Por consiguiente, aplicando la propuesta de Hart —y esta es la tesis sustancial con la que en definitiva esta teoría estaría comprometida—, en todo caso de ambigüedad (como el que se presenta en el artículo 4 de la ley de Matrimonio Civil ya derogada), la Corte Suprema chilena carecerá de competencia para conocer sobre el recurso de casación y deberá rechazarlo.
Ciertamente, las tesis conceptuales de otras teorías jurídicas no están menos comprometidas que las de Hart. Por ejemplo, si asumimos la propuesta de Dworkin, las cosas cambian notablemente. Dado que en este enfoque debemos presuponer que hay siempre una respuesta correcta. Dice Atria: “Es en principio posible que la Corte de Apelaciones haya infringido la ley al acoger la demanda; por consiguiente, la Corte Suprema tendría competencia para conocer del recurso de casación en el fondo interpuesto en contra de esa sentencia” (LFD, p. 88).
No es oportuno detenerse aquí en las específicas teorías de Hart o de Dworkin. Sin embargo, es sí importante mostrar por qué el ejemplo dado no solo no es exitoso en el caso particular, sino que, con relación a la teoría de Hart, no podría serlo en ningún caso. Es decir, el ejemplo no demuestra que la teoría general de Hart efectivamente implique o se comprometa con la conclusión sustancial a la que, después de varias suposiciones adicionales, Atria llega. Y ello es así, porque tal como Hart entiende los conceptos y las tesis conceptuales, en ningún caso podría ofrecerse tal demostración.
Las siguientes consideraciones ofrecen sostén a lo que acabo de decir. Para poder llegar a la conclusión de Atria es necesario suponer hechos que no dependen y no podrían depender de la teoría de Hart. Concretamente: la existencia/inexistencia de una específica convención lingüística y/o acuerdo respecto de la interpretación de la disposición en discusión (o, dicho en otros términos, el hecho de que la legislación existente utilice o no una expresión ambigua). La teoría de Hart se comprometería con la conclusión sustantiva señalada por Atria (el enunciado jurídico aplicado según el cual la Corte Suprema no tiene competencia) solo si sostuviese, como lo hace el escepticismo, que todo lenguaje está radicalmente indeterminado. En efecto, solo en esta hipótesis deberíamos admitir que su teoría se compromete con la conclusión de que nunca hay infracción de ley y que, por tanto, la Corte Suprema no tendrá competencia.
En realidad, si razonamos a partir de las tesis que Atria atribuye a Hart, podemos llegar a tres conclusiones diferentes: (a) Que la Corte Suprema no tiene competencia (cuando no existiendo convenciones, no hay infracción de ley); (b) Que la Corte suprema sí tiene competencia (cuando existiendo convenciones, la Corte de Apelaciones las infringe); y (c) Que la Corte Suprema no tiene competencia (cuando existiendo convenciones, la Corte de Apelaciones las aplica correctamente). En tal sentido, puestos a ensayar este tipo llamativo de razonamiento, es incorrecto afirmar que la teoría de Hart se compromete solo con una de las eventuales conclusiones que podríamos obtener a partir de ella, según sean las premisas que añadamos. En realidad, conforme a lo que contingentemente diga el derecho existente (siempre que en efecto exista), y conforme a lo que contingentemente haga la Corte de Apelaciones, las premisas hartianas justifican distintas conclusiones. Lo mismo cabe decir de la teoría de Dworkin, aunque ésta permite inferir solo dos tipos de enunciados jurídicos aplicados: si la Corte de Apelaciones infringió el derecho, entonces la Corte Suprema es competente, si la Corte de Apelación aplicó correctamente el derecho, entonces la Corte Suprema no es competente. Pues bien, ¿Qué hemos mostrado con esto? Diría que varias cosas ampliamente compartidas. Entre ellas: (i) Que las tesis sobre el concepto de derecho —a diferencia de aquellas sobre cómo se usa la palabra “derecho”— pueden ser relevantes en el razonamiento práctico de los jueces; (ii) Que conforme a la teoría de Hart hay más escenarios conceptualmente posibles de los que hay conforme a la teoría de Dworkin; (iii) Que según sean las circunstancias de hecho (las contingentes premisas que añadamos) llegaremos a enunciados jurídicos aplicados incompatibles entre sí. Y esta última conclusión muestra por qué, en un sentido relevante, carece de sentido decir que una teoría jurídica se compromete con los enunciados aplicados que se podrían obtener a partir de ella, puesto que ello implica sostener que toda teoría jurídica se compromete con enunciados contradictorios.
Está claro que podríamos explicitar ulteriores conclusiones, pero lo que interesa destacar es que en ningún caso podemos considerar que este ejemplo y esta forma de argumentación demuestren que las tesis conceptuales, tal como Hart las entiende, son (a un nivel muy abstracto) o implican (a un nivel más concreto) tesis sobre los contenidos considerados válidos en un momento y lugar determinados. Dado el método positivista de aproximación al derecho asumido por Hart, sus tesis conceptuales no se expiden, o nada dicen, sobre el contenido sustancial de un derecho y son compatibles con enunciados aplicados contradictorios entre sí. En otras palabras, puede sostenerse que las tesis hartianas son neutrales respecto de sus consecuencias aplicativas (las conclusiones (i), (ii) y (iii) del ejemplo anterior). Y esto porque, como se mostró, tales tesis no prejuzgan a favor de ninguna de ellas.
Obviamente, las tesis conceptuales de Hart no son vacuas y sí se comprometen con lo que su contenido implica. Es decir, ellas de hecho descartan ciertas conclusiones como imposibles o inadmisibles y asumen otras como necesariamente verdaderas; pero ninguna de ellas se refiere al contenido de las instituciones jurídicas. A título de ejemplo, las tesis de Hart tornan imposibles conclusiones tales como “el contenido de las instituciones jurídicas depende de la teoría”. O bien, “existe para cada caso concreto una única respuesta correcta”. Esto porque, como es sabido, para Hart el derecho no depende de la teoría, sino de una práctica social. Además, porque en su visión no siempre hay una respuesta correcta, ya que el contenido del derecho puede estar parcialmente indeterminado.
Para el positivismo jurídico, entonces, hay una neta distinción entre el contenido de los conceptos generales, en el que está interesada la teoría jurídica, y el contenido de las instituciones jurídicas en el que están interesados los participantes de una específica práctica. Los criterios conceptuales que propone el positivismo jurídico buscan ciertamente mejorar nuestra comprensión y nos permiten identificar ejemplos de derecho. Sin embargo, no nos permiten identificar los múltiples contenidos que en distintos lugares y momentos históricos las instituciones jurídicas pueden tener. Estos últimos, para el positivismo jurídico, dependen de cuál sea el contingente conjunto de criterios de validez que acepte cada grupo social.14
Es interesante advertir que el contenido de una institución (por ejemplo: la familia, el matrimonio, la propiedad) existente en un lugar y tiempo determinados (por ejemplo, hoy en Chile, China o Arabia Saudita) —o, si se quiere, el contenido de la concepción de familia, matrimonio o propiedad existente hoy en Chile, China o Arabia Saudita— es analizable en los mismos términos en los que Alf Ross propusiera analizar el ‘concepto’ jurídico de propiedad.15 Es decir, explicitando el conjunto de consecuencias normativas que se siguen ante un cierto conjunto de hechos condicionantes. Y, ciertamente, esto vale para cualquier otro ‘concepto’ institucional, por más complejo que sea. Ahora bien, la existencia de estas específicas instituciones como la familia, el matrimonio, la propiedad, o un sistema jurídico en su conjunto, suele justificar el interés en reflexionar sobre el concepto general de familia, matrimonio, propiedad, sistema jurídico, etc. En la perspectiva del positivismo jurídico, la pregunta por el concepto general que las diversas instituciones ejemplifican no se refiere a los cambiantes contenidos que dichas instituciones pueden tener, o a las múltiples funciones que ellas satisfacen. Es una la pregunta por aquellas características que hacen que algo sea un ejemplo de ellas y no de otra cosa. Ahora bien, los conceptos generales así entendidos, no hacen referencia a ninguna institución en particular, y sería insensato intentar identificarlos en el modo en que Alf Ross identifica el ‘concepto’ de propiedad. Ello es así porque no existe y nunca ha existido algo así como la institución general de la familia, el matrimonio o la propiedad. Lo que existe son específicos conjuntos de normas, prácticas, concepciones o formas de entender la familia, el matrimonio o la propiedad en distintas épocas y culturas. ¿Cuál sería la institución general a la cual el concepto general de derecho o sistema jurídico hace referencia? ¿Cuáles serían las normas y prácticas en las que consiste esa institución? ¿Serían las normas (necesariamente contradictorias entre sí) de todos los sistemas jurídicos que han existido, que existen y que existirán? Entender que el concepto general de derecho que identifica la teoría de Hart (y, en rigor, cualquier concepto general aplicable a una institución) es un ‘concepto’ institucional en este sentido es un absurdo. Lo que Alf Ross identifica como el ‘concepto’ de propiedad, en realidad, no es otra cosa que el contenido de una determinada concepción o institución que ejemplifica el concepto general de propiedad. Si esto se ve, es fácil acordar que el concepto general de derecho del que se ocupa una teoría como la de Hart no identifica ninguna específica institución y, consecuentemente, no se refiere a, ni se compromete con, ningún específico contenido que las instituciones que lo instancian puedan tener.
3. Sobre el carácter funcional de los conceptos jurídicos y las instituciones que los ejemplifican
En relación con este tema es útil recordar la reflexión que presenta Atria acerca de qué tipo de conceptos son los conceptos institucionales, especialmente aquellos jurídicos. En su opinión cabe distinguir entre (a) conceptos que delimitan una clase dotada de una determinada naturaleza y (b) conceptos que designan clases nominales, que “carecen, por definición, de naturaleza: no hay nada interno a ellas en virtud de lo cual la clase sea una clase” (LFD, p. 137). Respecto del primer tipo de conceptos cabe notar que la naturaleza o esencia de la clase que ellos definen puede ser, o bien formal/estructural, o bien funcional. Respecto del segundo tipo cabe notar que atribuir carácter nominal a un concepto significa sostener una tesis negativa: equivale a decir que no hay una explicación teórica que pueda dar cuenta de la clase o categoría que dicho concepto delimita. Sin pretender analizar en profundidad este punto, creo que es importante subrayar la diferencia que existe entre estos dos tipos de conceptos. Una vez que admitimos que un concepto no es meramente nominal, sino que designa una clase dotada de una determinada naturaleza, estamos diciendo que existen criterios para individuar cuáles son, o no son, ejemplos o instancias de ese concepto, con independencia de las convenciones lingüísticas existentes. Es decir, como señala el mismo Atria cuando comenta las tesis de Cappelletti respecto del concepto de juez, si algo no satisface las características internas que definen a la clase: ”Podrá llamarse juez, pero ya no es juez. Esta posibilidad de que algo sea llamado X, pero no sea en rigor X, es lo que marca las clases definidas por una naturaleza (estructural o funcional) y las distingue de las clases nominales, en las que una oposición tal (entre ser llamado X y ser X) es contradictoria” (LFD, p. 138). Más adelante volveré sobre esta cuestión.
En la literatura sobre los conceptos jurídicos encontramos posiciones de los tres tipos. Así, hay quienes entienden que los conceptos jurídicos son nominales y, en este caso, algo es derecho, por ejemplo, no porque tenga una específica esencia sino porque, y solo porque, satisface ciertos criterios contingentemente compartidos en un grupo social para aplicar la palabra ‘derecho’.16 Otros autores parecen entender que los conceptos jurídicos tienen una naturaleza de carácter puramente formal. En este caso, algo es derecho no porque así sea denominado por una comunidad lingüística, sino porque posee ciertas características estructurales o modales.17 Por último, algunos autores comparten la idea de Atria, según la cual los conceptos jurídicos aluden a una clase funcional.18 Algo es derecho solo si, por ejemplo, promueve la paz, justifica el uso de la fuerza, permite el autogobierno democrático, etc.
A este respecto, en primer lugar, creo oportuno traer a colación una clasificación de los conceptos jurídicos que, si bien se distingue de la propuesta por Atria, es totalmente compatible con ella y permite subrayar algunos puntos de interés. Conforme a esta clasificación, cabe distinguir dos corrientes de pensamiento sobre los conceptos jurídicos: la formalista y la sustancialista. Así, tomando como ejemplo a Luigi Ferrajoli respecto del concepto de delito, una posición formalista defiende una tesis negativa: el concepto de delito no ha de hacer alusión a ninguna característica relativa al contenido de aquello que una ley válida pueda o no considerar delito.19 Ahora bien, no obstante esto, sería un grave error pensar que una posición formalista es puramente nominalista y no asume compromisos sustanciales. En concreto, conforme a esta posición son delitos todos y solo aquellos comportamientos previstos en una ley válida como presupuesto de una pena según los clásicos principios nulla poena sine crimine, nullum crimen sine lege, y nulla poena sine lege. En otros términos, el formalista hace depender el hecho de que algo sea delito de la validez de una ley y, por supuesto, para que algo sea una ley válida deben satisfacerse diversas condiciones, entre las cuales existen exigencias procedimentales y sustanciales. El punto es que una definición formalista, si bien asume compromisos sustanciales, es relativamente neutral respecto del contenido de aquello que pueda ser considerado delito y no permite individuar directamente un delito. Para ello, nos remite a lo que diga una ley válida. Por su parte, en cambio, dentro del filón sustancialista existen distintas variantes, pero todas ellas apelan a una exigencia extrajurídica que condiciona directamente el contenido de aquello que puede o no puede ser considerado delito. Esta exigencia puede ser de tipo moral, social o natural. Solo por mencionar algunos ejemplos de las diversas corrientes sustancialistas, entre aquellos que adoptan una base moral están quienes definen el delito como una ofensa al ‘equilibrio ético-jurídico’, al ‘mínimo ético’, o directamente como un ‘vicio’ o un ‘pecado’. Y entre los sustancialistas de base social, están aquellos que lo definen por su propiedad de generar ‘un peligro para la sociedad’, o directamente como una acción ‘anti-social’ o contraria a la ‘moralidad media’.20 En suma, hay distintos tipos de sustancialismo, pero el común denominador de todas estas posiciones es que no son neutrales respecto del contenido de aquello que ha de identificarse como delito y, sobre todo, establecen directamente las condiciones necesarias (y en algunos casos también suficientes) para individuar un delito.
Señalo esta clasificación porque ella me permite destacar dos características de una propuesta como la de Atria. Esta, por una parte, es necesariamente sustancialista, como lo es toda posición funcionalista, y, por otra parte, dentro de esta corriente, se coloca entre aquellos que definen a las instituciones jurídicas sobre la base de una función siempre valorativa, de carácter ético o moral.
En rigor, el positivismo en ningún caso niega que las instituciones jurídicas desempeñen necesariamente alguna o varias funciones sociales, por ejemplo, regular el comportamiento. Y tampoco niega que a ellas se pueda atribuir un valor moral. Lo que sostiene es que aquellas funciones muy generales, como la recién mencionada, son también desempeñadas por otras instituciones normativas como la costumbre, la moralidad, o la religión; con lo cual no constituyen un rasgo distintivo del derecho (no permiten distinguir aquello que es derecho de aquello que no lo es). A su vez, otras funciones más específicas cambian de un derecho a otro, con lo cual tampoco pueden considerarse un rasgo común a todo derecho. En pocas palabras, lo definitorio o esencial del derecho no radica en la o las funciones que éste desempeña, sino en la específica forma o modo en que lo hace.21
Atria hace un esfuerzo argumentativo por mostrar que no hay conceptos formales o estructurales sobre la base de que todo concepto aparentemente definido en términos de ciertas características formales es en definitiva nominal o funcional. Según Atria “no hay conceptos jurídicos puramente estructurales” (LFD, p. 141). La pregunta sobre qué tipo de conceptos son los jurídicos “parece tener solo dos respuestas posibles, los conceptos o son nominales o son funcionales” (LFD, pp. 141-142). Y esto porque “las características estructurales elegidas se justifican por referencia a un hecho externo al objeto (como el hecho de que ellas han sido tradicionalmente utilizadas para identificar a ese objeto, y entonces será un concepto nominal) o por referencia a un hecho interno al objeto (su función, y entonces se tratará de un concepto funcional)” (LFD, p. 142).
Ahora bien, antes de presentar algunos comentarios a la tesis de Atria querría formular dos observaciones preliminares. En primer lugar, su argumentación es inestable; y con ello quiero decir que, si bien por una parte Atria rechaza contundentemente la categoría de concepto estructural —que el positivismo querría reivindicar—, por otra parte, la reclama como una noción necesaria de la cual no podemos prescindir si queremos dar cuenta de la naturaleza institucional del derecho. En segundo lugar, puede sostenerse que su argumentación acerca de la imposibilidad de los conceptos formales o estructurales es innecesaria para defender la tesis teórico/normativa que intenta defender.
Como vimos, según Atria, cuando se trata de conceptos aplicables a instituciones deberíamos concentrarnos en la función y abandonar definitivamente la categoría de concepto estructural. Sin embargo, contemporáneamente, él admite que no podemos hacerlo. En realidad, “estructura y función son necesarias” (LFD, p. 148), toda función está mediada por una estructura (LFD, p. 149). Así, por ejemplo, respecto del concepto de ley, admitiendo la categoría de concepto estructural que antes ha rechazado, sostiene que “la autonomía del concepto estructural, respecto del concepto funcional de ley es consecuencia de que el derecho no solo es un sistema normativo, sino un sistema normativo institucionalizado. Y la institucionalización supone conceptos formales (estructurales) y distribución de competencias” (LFD, pp. 147-148).22 En síntesis, a pesar de la aparente contundencia de los argumentos a favor de que los conceptos jurídicos no son estructurales sino funcionales, se llega a la conclusión de que un concepto jurídico en realidad no es “un concepto funcional simpliciter” sino “un concepto en definitiva funcional” (LFD, pp. 149-150) porque siempre está mediado por una estructura que, en manera opaca respecto de la función, es la que permite identificar a la institución.
Aunque no es este el lugar para profundizar sobre este tema, cabe poner de relieve que la defensa que hace Atria del carácter no-estructural y ‘en definitiva funcional’ de los conceptos jurídicos presupone y se apoya en que sea posible independizar la función, o el concepto “en definitiva funcional”, (cuya misión es hacer inteligible y explicar una institución), de los criterios de individuación de la institución a la que se refieren. Y esto es imprescindible porque de lo contrario, como el mismo Atria reconoce, si los conceptos se usan como criterio de individuación, no pueden ser funcionales ya que “esta comprensión de los conceptos jurídicos es incompatible con la naturaleza institucional del derecho” (LFD, p. 153). Y cabe subrayar que en este punto Atria está totalmente de acuerdo con lo que propone un positivista.
Vistas bien las cosas, la verdadera discrepancia de Atria con el positivismo jurídico (y con otros múltiples filósofos no positivistas) es acerca de qué ha de entenderse por concepto. Para el positivismo, tener un concepto, por ejemplo de derecho, no es tener una teoría que lo racionalice, lo explique o lo haga inteligible. Es disponer de un conjunto de criterios que nos permiten individuar ejemplos o instancias de derecho. En sentido contrario, para Atria, tener un concepto, de derecho en este caso, es disponer de una teoría que lo haga inteligible y explique, pero que (sorprendentemente) no puede usarse como criterio de individuación. Lo interesante es que, si dejamos de lado esta discrepancia acerca del concepto de concepto aplicable a instituciones, podemos ver que no parece haber un desacuerdo sustancial sobre este tema. Tanto Atria como el positivismo jurídico, aceptan un criterio de individuación de instituciones basado en la estructura (y a esto el positivismo, pero no Atria, le llama tener “un concepto estructural”). A la vez, ambos aceptan que para explicar y hacer inteligible una institución es oportuno apelar —entre otras cosas— a la función que ellas desempeñan (y a esto Atria, pero no el positivismo, le llama tener “un concepto funcional”).
Mi segunda observación preliminar se refiere, muy brevemente, a que no se ve la necesidad de presionar sobre la noción de concepto estructural que usa el positivismo para poder criticar las teorías sustanciales sobre la jurisdicción que Atria quiere criticar. A mi entender, él argumenta sólidamente a favor de una concepción o teoría de la jurisdicción que rechaza tanto una posición (formalista) según la cual para aplicar el derecho debemos decidir siguiendo estrictamente la letra de la ley, como aquellas posiciones (escépticas, moralistas o particularistas) según las cuales un juez, en cada ocasión de aplicación, está habilitado a realizar un balance de todas las razones aplicables al caso para decidir conforme a ellas. No es mi objetivo en este comentario metodológico analizar las ideas sustanciales que Atria propone. Solo me interesa destacar que sus tesis acerca de que una concepción adecuada de la jurisdicción debe rechazar ambos extremos no requiere comprometerse con la idea de que los conceptos institucionales son necesariamente funcionales. En suma, nada obsta a que podamos avalar una visión formalista sobre el concepto de jurisdicción y todavía defender una teoría o concepción normativa (no conceptual/constitutiva), como la que propone Atria acerca del modo adecuado en el que los jueces deben aplicar la ley.
Ahora bien, como vimos, el positivismo niega la naturaleza funcional/valorativa de los conceptos jurídicos y, al hacerlo, según Atria, cae necesariamente en una posición nominalista, es decir, niega que las instituciones jurídicas tengan algún tipo de naturaleza. Ello es así porque, aun cuando el positivismo se esfuerce en mostrar que estas instituciones tienen una naturaleza formal o estructural, esta alternativa no estaría disponible. Desde esta perspectiva, si no admitimos una concepción funcionalista/valorativa de los conceptos jurídicos, nos quedamos en una visión absolutamente superficial que no permite explicar o hacer inteligible a las instituciones jurídicas. En otras palabras, no estamos ofreciendo una teoría del derecho.
De este modo, Atria adopta una visión tal que deviene imposible que un discurso o tesis conceptual sobre el derecho sea neutral respecto del contenido de las instituciones y las funciones que, a través de dicho contenido, el derecho debería desempeñar. En efecto, si se asumen las premisas conceptuales de Atria, se sigue que es una ilusión pretender, como pretendió Hart, ofrecer una teoría general y descriptiva acerca del derecho. Lo que la filosofía jurídica hace, aun al identificar el concepto más abstracto de derecho, es identificar a) valores sustanciales, b) internos a, o constitutivos de, todo derecho. Cuando el filósofo positivista se niega a admitir una conexión constitutiva entre el objeto que estudia y alguna función valorativa cae necesariamente en una posición nominalista y no puede ofrecer una auténtica teoría del derecho, puesto que se limita a contarnos cómo, sobre la base de un acuerdo entre los hablantes, algunos datos son clasificados y etiquetados con la palabra ‘derecho’.
Ciertamente, esta conclusión se obtiene a partir de cómo han sido reconstruidos los conceptos. Si explicar o hacer inteligible un objeto social es, como propone Atria, establecer una relación interna entre el objeto y una función valorativa, el positivismo jurídico no explica ni ofrece una teoría del derecho. Cabría agregar: el positivismo rechaza que en eso consista ofrecer una explicación y una teoría del derecho.
Ahora bien, como ya mencioné anteriormente, la propuesta de Atria es a su vez desconcertante. Ello porque cualquier posición que se adopte respecto de los conceptos jurídicos se compromete con un corolario que Atria implícitamente acepta pero que en modo explícito sostiene que se debe rechazar. Me refiero a que tener un concepto es tener un criterio de individuación.
En efecto, según Atria, si bien el contenido del concepto aplicable a una institución jurídica es sensible y depende de cuál sea la función que da sentido a esa institución, el contenido de la institución debería ser identificado sin tener en cuenta esa función, i.e. sin tener en cuenta el concepto. Es decir, la identificación de una institución jurídica (lo que en el lenguaje de Atria es la estructura que hace probable la función) debería ser opaca respecto de la función que ellas intentan hacer probable.
Sin embargo, caber recordar lo que el mismo Atria ha dicho al referirse al concepto de juez. Cuando identificamos un concepto no-nominal, lo que tenemos es un conjunto de criterios que habilitan a afirmar que algo es un ejemplo o instancia de dicho concepto, independientemente de cuáles sean los acuerdos o convenciones lingüísticas (LFD, pp. 138-139). En este sentido, el concepto funciona como criterio de individuación. Así, por ejemplo, si fuese verdadero, como piensa Hart, que todo derecho es un conjunto de normas primarias y secundarias, ello significa que cualquier cosa que sea derecho será un conjunto de este tipo y que, si no lo es, no contará como un ejemplo de derecho (o al menos no como un ejemplo típico). Puede que Hart se equivoque y este no sea un rasgo esencial de todo derecho, pero si lo es, él constituye un criterio para individuar ejemplos de derecho. Del mismo modo, como sostiene Michael Moore —y como aceptan por lo general quienes sostienen el carácter funcional de los conceptos jurídicos—, una vez identificada la función que los define, esta ofrece un criterio de individuación. El hecho de que los criterios conceptuales que ofrece Hart no permitan identificar directamente el contenido de las distintas instituciones jurídicas y que para ello se requiera otro conjunto de criterios de identificación (los contingentes criterios de validez que conforman una regla de reconocimiento) no se debe a que el concepto hartiano no opere como un conjunto de criterios de individuación. Se debe al hecho que, en virtud del método positivista que Hart asume, dicho concepto (i.e. dicho conjunto de criterios de individuación) es de naturaleza formal y nada dice respecto de los posibles contenidos de las instancias de derecho. Exactamente lo contrario de lo que sucede con los conceptos sustanciales como los que ofrecen Dworkin, Moore, Finnis, etc. Estos, al indicar aquellos contenidos, si bien muy abstractos (que las instituciones jurídicas deben satisfacer o hacer probable), sí operan como criterios directos de individuación.
Sin ir más lejos, aunque Atria proponga ignorar la función que da sentido a las instituciones al momento de individuarlas, en realidad, no puede evitar que la función desempeñe este rol. Ello se ve claramente en su propio discurso sobre la institución del juez y la jurisdicción. Concretamente, para Atria, el concepto de juez está necesariamente unido a una determinada función: resolver los casos particulares aplicando —en el sentido por él propuesto— la ley, sin otro fin que el de dar a cada uno lo suyo. Quienes no satisfacen esta función, aunque sean llamados “jueces”, en realidad no lo son: o bien son “autómatas” o bien son “activistas disfrazados de jueces”.23 Esta conclusión de Atria es del todo coherente, y hace evidente que su concepto funcional de juez está siendo usado como criterio de individuación. En suma, sostener que un concepto es funcional equivale a admitir que la función que define a la clase en cuestión permite individuar aquello que es una instancia o un ejemplo de la misma. Del mismo modo que sostener que un concepto es formal o estructural equivale a decir que la estructura o forma que define a la clase en cuestión permite individuar aquello que es un ejemplo o instancia de la misma.
Por último, es interesante observar que, en la obra de Atria, la tesis esencialista que conecta intrínsecamente toda institución a una función que es la que verdaderamente le da sentido está llamada a desempeñar un rol crucial. Es ella la que da un anclaje a su teoría e impide que pueda ser leída como una posición radicalmente escéptica. Es decir, sin esta tesis deberíamos admitir que, siendo toda institución jurídica totalmente dependiente de la práctica interpretativa que la constituye (y de la cual la teoría jurídica es parte), dado que dicha práctica interpretativa se modifica constantemente, no habría ningún tipo de límite en la identificación de lo que dichas instituciones son. Tomando, por ejemplo, la institución de la familia, podemos ver que de hecho esta institución ha sido entendida y teorizada a lo largo de la historia —e incluso dentro de un mismo grupo social— en modos contradictorios entre sí. Habría que admitir entonces que cualquier cosa puede ser familia, o, en otros términos, que la familia es cualquier cosa que de hecho establezca la práctica interpretativa existente (y de la cual la teoría jurídica es parte). Para evitar esta conclusión Atria debe admitir que cada institución tiene una verdadera función.
No obstante su profunda vocación contraria al escepticismo, no es claro cómo Atria pueda escapar de él. En efecto, conforme a su concepción constitutiva de la teoría jurídica, no se ve el modo en el que pueda dirimirse un desacuerdo acerca de cuál es la verdadera función que hace inteligible a una institución cuando contamos con dos o más interpretaciones (teorizaciones) con igual o prácticamente idéntico soporte racional. El test de Atria conforme al cual las teorías responden a “la coacción de las mejores razones” no es suficiente para resolver una situación de virtual empate racional. No es ciertamente posible discutir aquí profundidad esta cuestión, pero sí me interesa señalar que la dificultad no es menor, y está conectada con otra ya mencionada en más arriba: cómo es posible sostener que no cualquier interpretación capta la verdadera función de una institución (aquella con la que guarda una relación interna), sin admitir el contraste enunciados que describen o reportan la función que dicha institución efectivamente hace probable, independientemente de la teoría (tal como ella existe, o tal como la entiende una teoría alternativa) y enunciados que identifican las funciones que ella verdaderamente debería hacer probable, según la teoría.
En suma, como intenté poner de manifiesto más arriba, si la teoría jurídica puede realizar evaluaciones críticas frente a las instituciones existentes, o bien frente al modo en el que las conciben otras teorías, necesariamente, ha de incluir enunciados con pretensión de identificar descriptivamente el modo en el que están configuradas dichas instituciones, independientemente de la propia teoría. El carácter normativo/constitutivo del discurso teórico al identificar la función que verdaderamente da sentido a una institución es inteligible solo en contraste con el carácter predicativo y descriptivo del discurso mediante el cual la misma teoría identifica las funciones que de hecho (i.e. independientemente de la teoría) las instituciones hacen probables en un momento y lugar determinados, o dentro de una concepción normativa diferente. Sin ir más lejos, no creo que sea otro el modo en que podemos entender las aserciones de Atria sobre, por ejemplo, el modo en el que es concebida la función de los jueces en una visión pre-moderna, o en una visión neo-constitucionalista. Si estas expresiones no son descripciones de datos externos a la teoría sino solo enunciados normativo/constitutivos racionalmente sustentados (donde, obviamente, las razones que los sustentan tampoco tendrán carácter descriptivo, sino normativo/constitutivo) entonces el resultado escéptico es inevitable: cada teoría ofrece una propia cosmovisión inconmensurable respecto de la que ofrecen otras. Y, ciertamente, cada una de ellas respondiendo, por igual, a la coacción de (lo que ellas configuran como) las mejores razones.
IV. CONCLUSIÓN
El propósito de los comentarios presentados ha sido, fundamentalmente, poner de relieve que el contraste entre la posición de Atria y aquella del positivismo jurídico es en parte un desacuerdo teórico acerca del método de aproximación a las instituciones sociales, o respecto del modo de entender los conceptos aplicables a ellas, especialmente al derecho.
Como elocuentemente Atria sugiere, sobre el método de la teoría jurídica puede proyectarse un diagnóstico similar al que Bentham hiciese sobre la jurisdicción. El ciclo del método de la teoría del derecho parece estar atrapado en un movimiento de “oscilación entre extremos” igualmente insatisfactorios. Lamentablemente, la propuesta de Atria no ha logrado sustraerse a la dicotomía entre los dos extremos planteada al inicio de este trabajo. Salir de ese falso dilema según el cual o bien es conceptualmente imposible el status teórico de los discursos internos y/o normativos, o bien es conceptualmente imposible el status teórico de los discursos externos y/o descriptivos es el desafío con el que aún están en deuda quienes reflexionan sobre el método a seguir en el intento de comprender e identificar el derecho.
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1 Como se verá más adelante, Atria y el positivismo jurídico están en claro desacuerdo respecto de aquello en lo que consisten los conceptos.
2 Hay una diferencia importante entre afirmar que el derecho depende de las creencias o de la aceptación de un grupo social, sin embargo, dado que lo que diré no depende de ella, en este contexto puedo pasarla por alto. Baste subrayar que el derecho entendido como parte de la realidad social depende de las actitudes que adopte un grupo social. En tal sentido, Hart, H.L.A., The Concept of Law, Oxford, Clarendon Press, 1961, pp. 110-114. También Searle, John, The Construction of Social Reality, Simon and Schuster, 1995, pp. 31-51, 99-112.
3 Véase Atria, Fernando, “Bobbio y el positivismo ético”, en Squella, Agustín (ed.) Norberto Bobbio: su pensamiento político y jurídico, Valparaíso, Edeval, 2005, pp. 212-132. En este trabajo Atria caracteriza cuál sería un modo adecuado de entender una teoría positivista del derecho.
4 Véase Bobbio, Norberto, El problema del positivismo jurídico, Ciudad de México, Fontamara, 1991, pp. 46-49. También, Bobbio, Norberto, El positivismo jurídico, Torino, Giappichelli Editore, 1996, pp. 245-249.
5 Atria, Fernando, op. cit., p. 125.
6 En este sentido, podría pensarse que, a su manera, la teoría de Atria admite o da sentido a la distinción defendida por el positivismo jurídico entre el derecho que es, el derecho existente (tal cual este se presenta en la práctica jurídica) y el derecho que debe ser (tal cual lo propone o reconstruye una propuesta teórica). Sin embargo, la posibilidad de este contraste es solo aparente ya que para poder establecerlo sería necesario poder describir o identificar el derecho existente, i.e. el derecho que ‘es’ y, como veremos más adelante, respecto de un objeto social como el derecho, según Atria, la descripción resulta conceptualmente imposible.
7 Quienes sostienen el derecho (los aceptantes) pueden asumir esta actitud por muchas razones, o por ninguna razón; simplemente porque imitan a otros o han internalizado las normas. Al respecto, Redondo, María Cristina, La noción de razón para la acción en el análisis jurídico, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1996, pp. 181-195.
8 Hart, H.L.A., “Postscript”, en The Concept of Law, 2a ed. Oxford, Clarendon Press, 1994.
9 Una concepción de la teoría del derecho como meta-lenguaje descriptivo de normas puede verse en Kelsen, Hans, Teoría pura del derecho, México, Universidad Nacional Autónoma, 1982, p. 93. También en Bulygin, Eugenio, “Sobre la estructura lógica de las proposiciones de la ciencia del derecho” en Análisis lógico y derecho, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1991, pp. 331-38. Una concepción según la cual la teoría jurídica es una meta jurisprudencia descriptiva del lenguaje de los estudiosos del derecho puede adscribirse la escuela italiana. Véase, Guastini, Riccardo, “Il realismo giuridico ridefinito”, Revus - European Constitutionality Review, 19, 2013, pp. 97-111.
10 Véase Raz, Joseph, “Two Views of the Nature of Theory of Law: A Partial Comparison”, Legal Theory 4, 1998, pp. 269-271 y 276-281.
11 No es posible entrar en este tema aquí, pero parece inadecuado entender que predicados tales como los que atribuyen a un discurso ‘carácter descriptivo’, ‘carácter normativo’, ‘carácter constitutivo’ sean atribuidos a las teorías consideradas como un todo y no a los enunciados que las componen.
12 Merecería hacerse una distinción entre validez y existencia. Sin embargo, dado que esta distinción no incide en modo decisivo en este contexto, hablaré indistintamente de instituciones jurídicas válidas o existentes.
13 Es llamativo el modo en el que Atria salta a esta conclusión ya que, en la teoría de Hart, decir que el juez tiene discreción, no significa automáticamente que no hay derecho a aplicar. En rigor, pueden todavía existir parámetros jurídicos que guíen la decisión del juez. Según Hart, la única situación en la que cabe sostener que la decisión judicial es necesariamente creativa porque no hay derecho preexistente que se pueda aplicar es en los casos de vaguedad de la regla de reconocimiento. Hart, H.L.A., “The Concept…”, cit., p. 150.
14 Respecto de la distinción entre criterios conceptuales y criterios de validez, Redondo, María Cristina, op. cit., pp. 274-276.
15 Ross, Alf, Tu-Tu (trad. de Genaro R. Carrió), Buenos Aires: Abeledo Perrot, 1976, pp. 27-28; Ross, Alf, On Law and Justice, London, Stevens and Sons (trad. de Genaro R. Carrió) Sobre el derecho y la justicia, 5ta ed. Buenos Aires: Eudeba, 1994, p. 165.
16 Esta es la posición muchos autores positivistas que abandonan la pregunta metafísica sobre qué es el derecho para analizar en cambio qué significa la palabra ‘derecho’.
17 Esta parece ser la posición de otros autores positivistas, y la del mismo Hart. Véase Green, Leslie, “Reconsiderando El Concepto de Derecho”, en Figueroa, Sebastián (ed.), Hart en la teoría del derecho contemporánea, A 50 años de El concepto de derecho, Santiago, Ediciones Universidad Diego Portales, 2014, pp. 19-60.
18 Por ejemplo, autores como Finnis, Dworkin, o M. Smith.
19 Véase Ferrajoli, Luigi, Diritto e Ragione, Teoria del garantismo penale, Roma, Laterza editore, 1989, pp. 365-367.
20 Ibidem, p. 367.
21 Véase, Green, Leslie, op. cit., p. 52.
22 Atria sostiene estas ideas siguiendo a Neil MacCormick. Véase la nota 13.
23 Véase LFD, pp. 84, 213-214, 240-241, 242-243, 238-239, 234, 258, 276-277, etc.