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INTRODUCCIÓN A

LA FORMA DEL DERECHO

Roberto Gargarella

SUMARIO: I. Estructura y objetivos del libro. II. Primera parte: teoría del derecho y positivismo. III. Segunda parte: Estado y jurisdicción constitucional. IV. Tercera parte: teología política.

La Forma del Derecho, escrito por Fernando Atria, es posiblemente el libro más importante publicado en América Latina, en el área de la filosofía del derecho, desde la aparición de Ética y derechos humanos, de Carlos Nino, en 1984. Así como el libro de Nino se erigió sobre una tradición a la que su autor leía de modo sistemáticamente crítico —hasta abarcar cuestiones de ética y metaética, filosofía política, teoría de la democracia y derecho constitucional—, el de Atria implica también una relectura muy crítica de la tradición en la que se apoya, que le sirve para internarse luego en cuestiones vinculadas a la filosofía del derecho, la teoría y la historia constitucional, la filosofía política, y la más cruda política contemporánea. Sobre todas estas regiones del conocimiento, el libro de Atria —como el de Nino— ofrece un repaso detallado, opiniones propias y una mirada renovada, comprometida, viva.

En tal sentido, y retomando el “lenguaje negativo” que es frecuente en el texto de Atria, podría decirse que la aparición de libros como los citados dicen bastante sobre lo que aparece ausente en la teoría jurídica latinoamericana, esto es, autores dispuestos a poner en juego la capacidad, el tiempo y el estudio que son necesarios, para pensar con distancia, críticamente, sobre lo que se ha escrito en la región, en el amplio campo por el que transitan. Obras como las mencionadas dejan en evidencia entonces, y, primeramente, la pobreza general que domina el territorio, que incluye a autores inteligentes y a otros con menos talento que, por distintas razones (condiciones institucionales de producción inapropiadas, sobreocupación, ambición de mayores recursos, etc.), no estudian, no escriben, o no están dispuestos a dedicarle a la reflexión jurídica el tiempo que dicho análisis exige.

El texto de Atria es, en este sentido, erudito, exhaustivo, cáustico, profundo, crítico, irreverente, iconoclasta, arrogante, en ocasiones innecesariamente oscuro, pero en todo caso, y por lo dicho, más que bienvenido. A lo largo de esta reseña voy a mostrar acuerdos y discrepancias con la obra, pero, en primer lugar, me interesa —como he dejado en claro— subrayar su valor e importancia: se trata de un texto que demuestra que, a pesar de los temores, la teoría jurídica latinoamericana todavía tiene cosas relevantes por decir. Se trata de una buena muestra de que aún contamos con autores y textos de referencia, capaces de iluminar territorios poco explorados, mostrar objeciones nuevas a problemas viejos, y definir horizontes que merecen ser recorridos y examinados.

LFD requiere tiempo y paciencia para su lectura (se decía que la lectura de Sovereign Virtue, de Ronald Dworkin, requería de varias tazas de café oscuro para acompañarlo), pero lo merece. Conviene, en todo caso, que el lector más cándido —el que busca, en textos como éste, un modo de refrendar sus previas lecturas— vaya advertido. A Atria le interesa demoler, hasta el ridículo muchas a veces, a varias de las certezas que hoy pretenden mostrarse como partes indispensables del derecho —latinoamericano en particular—. Por tomar solo unos pocos ejemplos, Atria considera al positivismo que estudiamos como una teoría “tan inobjetable como poco interesante” (LFD, p. 45); entiende que el “neo-constitucionalismo” (que examina con particular saña) es mero “canto de sirena” (LFD, p. 344), que expresa poco más que un “derecho pre-moderno” (LFD, p. 67); caracteriza a reputados autores como Bruce Ackerman como “caza-nazis” (LFD, p. 431); de otros, como Luigi Ferrajoli, entiende que han desarrollado algunas de sus ideas fundamentales (i.e. en relación con la democracia) de modo simplemente incomprensible (LFD, p. 186); y de otros más, como en el caso del célebre Joseph Raz, nos dice que han ignorado “todo lo que es importante e interesante” en relación —vaya detalle— con preguntas básicas como la de qué es el derecho. En todo caso, el intento de Atria vale, por su espléndido esfuerzo por dotar de sentido y verdad a un modo de pensar el derecho anquilosado, que se repite inercialmente, y que sobre todo olvida o descuida las razones que motivaron su surgimiento, las razones que tornaban inteligibles su desarrollo: vivimos hoy —insiste Atria, con acierto— bajo el imperio de “ideas muertas”.

I. ESTRUCTURA Y OBJETIVOS DEL LIBRO

Tres partes. LFD está estructurado en tres grandes partes, cada una de las cuales se articula en “círculos concéntricos” que van de menor a mayor. En cada una de las partes, nos adelanta el autor, “el tema es el mismo” y lo que cambia “es el nivel de referencia”. A Atria le interesa mostrar que “para vivir juntos necesitamos formas, pero las formas tienden a volverse contra ellas mismas y a negar las condiciones de su propia inteligibilidad” (LFD, p. 20). Se trata de una reivindicación de las formas del derecho, que se realiza en un “ambiente intelectual especialmente hostil al formalismo” (LFD, p. 19). La revisión la realiza en tres niveles diferentes, el primero (del que Atria se ocupa en la primera parte del libro) tiene que ver con la teoría del derecho; el segundo (del que se ocupa en la segunda parte) tiene que ver con la estructura del derecho moderno; y el tercero (objeto de la tercera y última parte) tiene que ver con lo político.

La primera discusión (la más breve del libro), sobre la teoría del derecho, se vincula con los debates que hoy se suceden en torno al contenido y alcances del positivismo jurídico. Se trata de una discusión que hoy aparece estancada en una estéril polémica sobre la relación entre derecho y moral, que ha perdido su norte; es un debate, nos dice, que “ha perdido completamente conciencia de por qué ese punto —la relación entre derecho y moral— es, para la propia tradición positivista, importante” (LFD, p. 21). El segundo debate (el más extenso del libro), se refiere a la forma del Estado moderno, que aparece dominado hoy por una polémica en torno al control de constitucionalidad —una polémica que no le presta la atención que merece a los aspectos de la actividad del Estado vinculados con la creación de la legislación y la administración—. Otra vez, la disputa aparece estancada y presa de “ideas muertas”, y pasa por alto la reflexión que subyace en, y le da sentido, el debate sobre el control de constitucionalidad. Finalmente, la teoría del derecho también aparece dominada por “ideas muertas” en lo que hace a la disputa sobre el último de los temas que aquí se tratan, esto es, la cuestión de lo político: se ha perdido de vista, igualmente en este caso, la reflexión sobre el derecho como producto de “la voluntad del pueblo”1.

La idea central. La idea central del trabajo, nos revela Atria, es “la recuperación de una concepción del derecho y de lo político distinta de la que subyace a las ideas hoy en boga sobre control de constitucionalidad” (LFD, p. 345). Tales ideas han surgido con “la promesa de sujetar la política al derecho”, asumiendo la fundamental irracionalidad de las decisiones del pueblo, y colocando por encima de ellas una razón dependiente de una idea pre-moderna del derecho (LFD, p. 347). Se trata de reivindicar, por tanto, y contra dicha postura, una concepción del derecho que tiene en su centro la idea de la ley como expresión de la voluntad del pueblo. Rechazar la comprensión del derecho dominante implica cambiar las funciones del derecho, reconociendo el modo en que las estructuras del mismo se han tornado irracionales. La función del derecho en la actualidad, sentencia, “es hacer probable la identificación de la voluntad del pueblo” (LFD, p. 345).

El punto de partida. De modo persistente, Atria subraya que la óptica de su libro es “institucional”, lo que quiere decir que el libro “pretende entender las instituciones que tenemos […] en un sentido más profundo que entender sus estructuras” (LFD, p. 345). Se trata de una perspectiva “institucional y no teórica, desde abajo y no desde arriba”, que arranca entonces desde el reconocimiento de las “instituciones realmente existentes, (y no desde) un conjunto de ideas apriorísticas o elaboraciones acerca de problemas interesantes que pueden surgir en contextos imaginables” (LFD, p. 174).

II. PRIMERA PARTE: TEORÍA DEL DERECHO Y POSITIVISMO

La primera sección del libro discurre en torno al positivismo jurídico, una visión del derecho que nació, nos dice Atria, “como una comprensión del derecho funcional al autogobierno democrático”, esto es decir, como una concepción del derecho fundamentalmente política y reivindicativa de lo principal de la política —el lugar central de la comunidad en la creación del derecho—. El positivismo, como se lo entiende en la actualidad, en cambio, devino en una concepción que terminó “muerta” o enajenada: una teoría acerca del concepto del derecho, desentendida de los “sistemas jurídicos realmente existentes”, y preocupada por los sistemas jurídicos meramente “posibles o concebibles” (LFD, p. 27). De este modo, el positivismo jurídico se convirtió en una teoría que “reniega de lo que le dio originalmente sentido” (LFD, p. 28). Se trata, por ello, de una tradición que “debe ser rescatada” del lugar en que hoy ha quedado fija.

La discusión que ofrece Atria en esta primera sección resulta especialmente iluminadora y valiosa. Es iluminadora, porque se muestra capaz de volver sobre caminos muy transitados (hace décadas que la teoría del derecho dedica —asombrosamente— energías que parecen inagotables, sobre una polémica —la relación entre derecho y moral— que hace décadas ya parecía agotada) con autoridad y libre de ataduras. Su análisis resulta, en tal sentido, lúcido y provechoso. Pero, además, el examen que lleva a cabo resulta particularmente valioso, en su intento por volver a dotar de vida y sentido a una discusión fatigada. Su estudio —en esta sección, mejor que en ninguna otra— procura siempre mantener firme el norte buscado: nunca abandona las preguntas fundamentales sobre el propósito de una teoría del derecho, que no puede ser, meramente, el de dar una discusión “conceptual”, independiente de las prácticas circundantes, o simplemente desentendido frente al componente democrático del derecho.

Positivismos “duro” y “suave”. En su examen del positivismo hoy dominante, Atria comienza distinguiendo entre positivistas “duros” y “suaves”: dos concepciones que examina con detalle y cierta exhaustividad, en una discusión que aquí no pretendo sino resumir de modo grueso.

Los positivistas “duros” (defensores del llamado “positivismo excluyente”) reivindican sin matices la famosa “tesis de las fuentes sociales”, que dice —junto con Joseph Raz— que las normas pueden identificarse, y su contenido puede ser determinado, presentando atención, exclusivamente, a ciertos hechos sociales, y sin hacer referencia alguna a argumentos morales (LFD, p. 31). El problema del positivismo “duro” aparece cada vez que se enfrenta —como frecuente e inevitablemente le ocurre— a normas como la octava enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, que prohíbe las penas “crueles e inusuales”. Dice Atria: “si determinar qué es la crueldad o qué castigos son crueles es una cuestión moral, la pregunta por el contenido de la octava enmienda no puede ser contestada sin atender a criterios morales. Pero por supuesto, si la octava enmienda no es una norma jurídica (no satisface la tesis de las fuentes) entonces las potestades que ella confiere no pueden ser potestades jurídicas, y las limitaciones que ella impone a esas potestades no pueden ser limitaciones jurídicas” (LFD, p. 36). Resulta difícil, entonces, determinar qué es lo que hacen los jueces cuando “ejercen sus potestades”, porque la norma que les confiere esa potestad no sería una norma jurídica, y los estándares que usarían para determinar la crueldad o no de la pena serían criterios morales. Todo esto, nos dice Atria, lleva al positivismo duro al lugar que quería evitar, esto es, a una postura de escepticismo ante las reglas (LFD, p. 37). Por más que se esfuerce en evitarlo, resulta inescapable para el positivismo duro la conclusión de que “en los sistemas jurídicos contemporáneos los jueces no están vinculados al derecho legislado” (LFD, p. 38). El positivista duro, entonces, parece entrar en una deriva hacia formas que son propias del realismo jurídico: para dar cuenta de las decisiones judiciales, cada vez más, él necesita recurrir, como el realista o los escépticos radicales, al estudio de “los intereses, las ideas políticas, la estructura de personalidad, la proveniencia social del juez”, etc. (LFD, p. 39).

Frente a la variante “dura”, los positivistas “suaves” (como Paolo Comanducci, Jules Coleman o José Juan Moreso, entre muchos otros) admiten que los sistemas jurídicos pueden incorporar estándares morales a su regla de reconocimiento (LFD, p. 39). Ello, en la medida en que dicha inclusión sea contingente, esto es, por caso, que la Constitución haga referencia explícita a estándares morales de identificación del derecho (LFD, p. 40).

Para los “duros”, cuando un juez apela, como regularmente lo hace, a criterios de semejante tipo, actúa discrecionalmente. Para los “suaves,” en cambio, dicha apelación a la moral forma parte del derecho, pero ello no refuta al positivismo porque dicha conexión es contingente y no necesaria. Para este positivista suave la plausibilidad del positivismo pasa a depender del hecho de que sea “concebible una práctica jurídica sin remisión a la argumentación moral en el momento de su aplicación” (LFD, p. 43). La situación resulta curiosa: parece que lo que ahora le importa al positivista es que una práctica jurídica de ese tipo sea meramente imaginable. Lo más irónico, nos dice Atria, es que de este modo los positivistas transforman su programa en la presentación de una teoría del derecho meramente “posible, imaginable” y no posible “empírica o sociológicamente”. Lo relevante es que la no remisión a la moral resulte conceptualmente posible, lo que parece particularmente irónico para una tradición jurídica “que se preciaba de entender el derecho tal como es, esto es, el derecho encarnado en prácticas sociales” (LFD, p. 45).

La reivindicación del positivismo de Bentham. Ante a este enfoque conceptual y vaciado de sentido del positivismo, Atria contrapone al positivismo originario y originado en Jeremy Bentham con su crítica al common law. Se trata, nos dice Atria, de un positivismo que debe entenderse como teoría del derecho moderno. Bentham tenía una mirada crítica (moderna) del common law, al que veía como una forma primitiva o pre-moderna del derecho (LFD, p. 49). La distinción entre lo moderno y lo pre-moderno juega aquí el papel clave: el derecho pre-moderno es el que se entiende a sí mismo como razón, y no como voluntad; el derecho moderno es el que se reconoce como producto de una voluntad, y por lo tanto, como artificial antes que natural. De allí que el derecho moderno afirme la naturaleza positiva del derecho, “el hecho de que la ley debía ser obedecida no porque fuera intrínsecamente razonable […] sino porque descansaba en la autoridad del soberano” (LFD, p. 55).

Más específicamente, nos dice Atria, el positivismo de Bentham nació oponiéndose a la “falta de certeza y la arbitrariedad” propia del common law, que otorgaba por tanto una extraordinaria discrecionalidad a los jueces, haciendo imposible “el ideal moderno de autogobierno”, de modo tal de afirmar el (inaceptable) dominio de la profesión legal, el dominio de aquello que Bentham llamaba, irónicamente, “judge & co.” (LFD, p. 64). Para Bentham, por tanto, el common law aparecía como “la enfermedad” y el positivismo como “la cura” (LFD, p. 65). El rechazo de Bentham hacia la existencia de una “razón artificial”, en control preferencial de los jueces y abogados, implicaba una reivindicación de la autoridad del derecho legislado, en tanto tal, esto es, una reivindicación política del derecho, contrapuesta a “una tradición que se jacta de su propia esterilidad” (LFD, p. 66).

A la luz de un panorama como el anterior, se entiende mejor lo que será una crítica sistemática de Atria hacia el “neo-constitucionalismo”, al que entenderá como una forma de (o una vuelta al) “derecho pre-moderno” (LFD, p. 67). El neo-constitucionalismo es pre-moderno porque “se niega a aceptar la idea moderna de que el derecho es voluntad, y por tanto busca limitar el espacio dentro del cual el soberano […] puede declarar algo como obligatorio, prohibido o permitido” (LFD, p. 67). Para ello, el neo-constitucionalismo necesita enfatizar la irracionalidad propia de los procedimientos de formación de voluntad política, a los que contrasta con la superior racionalidad del derecho. De allí, por tanto, la relación incómoda, tensa y reactiva de los autores centrales del neo-constitucionalismo —como Luigi Ferrajoli— frente a la democracia, y la defensa que hacen, a su pesar y contra su retórica, de lo que no es sino el “viejo paradigma pre-moderno”.

Volvemos entonces al comienzo: a Atria le interesa “formular una explicación teórica del derecho que no quede reducida a la esterilidad, que no consista en ofrecer definiciones y después defenderlas como si algo importante se siguiese de ellas” (LFD, p. 95). Sin embargo, la reflexión en torno al positivismo jurídico nos deja situados frente a fórmulas vacías (LFD, p. 21). Esa discusión ya no tiene sentido porque ha perdido completa conciencia acerca de cuál es la relevancia de pensar (en este caso) en torno a la relación entre derecho y moral. De allí que —para hacer inteligible aquella reflexión— pase a ser necesario “ampliar la mirada a la forma del Estado moderno y, en particular, a la articulación de sus potestades características” (LFD, p. 21). De eso se ocupa en la segunda parte del libro.

III. SEGUNDA PARTE: ESTADO Y JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL

En la segunda parte de su libro, Atria se propone “una reconstrucción de las potestades características del Estado moderno” (LFD, p. 99). Esta reconstrucción —aclara, para contrastarla con lo hecho en la primera parte— “no es pura reflexión conceptual”, entre otras razones, porque “las instituciones no fluyen de los conceptos, sino los conceptos de las instituciones” (LFD, p. 99).

Para llevar a cabo su análisis institucional, Atria emprende una “explicación de los sistemas jurídicos realmente existentes”, que lo lleva a adentrarse en una distinción que la teoría del derecho descuida, esto es, la distinción entre jurisdicción, legislación y administración (LFD, p. 96). El descuido de la teoría actual tiene que ver, sobre todo, con la obtusa obsesión que ella muestra con la primera de las funciones estatales citadas, esto es, la jurisdicción —y así, con ella, la consiguiente obsesión por la tarea de los jueces, el control de constitucionalidad, las teorías interpretativas, etc.—. Se trata de un descuido generalizado, más allá de que en los últimos tiempos hayan surgido reacciones relevantes frente al mismo (la reivindicación que Jeremy Waldron llevara a cabo de la “dignidad de la legislación” sería una buena muestra de estas excepciones recientes)2.

Estructura y función. En su embate contra la jurisdicción constitucional y la inercia teórica en la materia, Atria arremete contra una nueva forma de formalismo y nominalismo, que consiste en defender la jurisdicción constitucional tomando como decisivo el hecho de que un determinado órgano se encuentre estructurado como tribunal, dejando de lado la reflexión sobre la función que cumple. Para él, el tribunal constitucional “es un caso especialmente claro de contradicción entre forma y sustancia, entre estructura y función” (LFD, p. 252)3. Se suele partir entonces —nos dice— de “un concepto estructural (nominal) de jurisdicción, conforme al cual es jurisdicción todo lo que hace un órgano denominado ‘tribunal’” (LFD, p. 252). Esto es lo que llama un “giro nominalista”: “tribunal es todo lo que la ley llama tribunal, o lo que tiene conforme a la ley forma de tribunal, con independencia de la función que desempeña” (LFD, p. 253).

Inmediatamente, Atria descarta tres modos distintos en que se pretende realizar el tránsito desde “una constitución semántica o nominal,” a una constitución “normativa” (LFD, p. 254): i) la idea de la supremacía de la constitución, explorada desde el famoso caso Marbury v. Madison; ii) la idea de que los derechos son límites a las decisiones mayoritarias; y iii) la reductio at hitlerum, esto es, la idea de que las mayorías pueden violar derechos, o cometer tremendas atrocidades, como las que se verificaran en la Alemania nazi. Su rechazo a los tres argumentos tiene la misma base anunciada: en primer lugar, los tres argumentos asumen que “para justificar la jurisdicción constitucional es suficiente identificar una función que ella debe cumplir”. Luego, la estrategia es siempre idéntica, y consiste en fundar alguna forma de dualismo (como lo hiciera célebremente Bruce Ackerman, por citar otra referencia notable) es decir “identificar, en adición al nivel de las cuestiones políticas ‘ordinarias’, una cuestión distinta y superior (la constitución, los derechos, la promesa de nunca más) y anunciar que las decisiones sobre cuestiones pertenecientes a este segundo nivel no pueden quedar entregadas a los órganos competentes para tomar decisiones respecto de cuestiones pertenecientes al primer nivel” (LFD, p. 262)4. En ningún caso, agrega, se da el paso necesario de mostrar la conexión existente entre la función que cumple la Corte, y la estructura de la institución, y sin ese paso, cualquiera de las distinciones que propone el dualismo resultan insuficientes (LFD, p. 263). La “sola identificación de una función ‘no política’ para un tribunal constitucional no resuelve nada, mientras esa función no encuentre la estructura capaz de mediarla” (LFD, p. 262). Por lo demás, “no hay ninguna razón para entender que las decisiones judiciales entenderán mejor que los ciudadanos, a través de la acción política” cuáles son sus propios compromisos constitutivos (LFD, p. 266). Por ello, la pregunta que queda es sobre las formas institucionales, esto es, “¿cómo han de organizarse las instituciones para que sea probable que haya algo como la biografía de nosotros?” (LFD, p. 266).

Conceptos polémicos e interpretación. Un paso clave en el razonamiento que avanza Atria en esta segunda parte del libro se encuentra en su análisis de las dificultades que son propias de la interpretación constitucional. Con acierto, nos muestra la esterilidad de buena parte de las discusiones contemporáneas en torno al tema, que se debaten entre posturas en apariencia dicotómicas (interpretación vs. construcción; originalismo vs. living constitutionalism; etc.), cerrando los ojos a la radical indeterminación de los conceptos, y —consiguientemente— al extraordinario riesgo de abrir la puerta a la arbitrariedad, abuso o manipulación del intérprete.

Atria se ocupa del tema, en particular, en el capítulo 13 de su obra, al tratar con un nombre nuevo un tema viejo: el de la radical indeterminación. Se refiere entonces a los conceptos constitucionales como “conceptos polémicos”, y a la interpretación constitucional como una tarea que no implica, en la práctica, “adjudicar imparcialmente,” sino “tomar partido” (LFD, p. 289). A través de una disputa en la que involucra a Robert Alexy, Jürgen Habermas y Ernest Böckenforde, él nos muestra los modos en que la Constitución puede ser entendida como significando una cosa o la contraria, como decidiendo todo o decidiendo nada (LFD, p. 292).

La lectura moral es política. Atria defiende en la materia una interesante y extrema postura según la cual, por un lado, la Constitución no excluye nada o prácticamente nada (casi cualquier interpretación es posible), y por otro, que dado el significado polémico —o “jurídicamente vacío” (LFD, p. 320)— de los conceptos de la Constitución, “en la interpretación constitucional no hay espacio para distinguir derecho de política” (LFD, p. 303). Para llegar a esta conclusión, Atria retoma y radicaliza las posturas de Ronald Dworkin sobre el tema.

En efecto, él sostiene, por un lado, que “la tesis dworkiniana de la lectura moral de la constitución debe ser aceptada porque ella es la única que se toma en serio el sentido político de la constitución” (LFD, p. 71). Citando a Dworkin, Atria resume la tesis de la “lectura moral” en la exigencia de que “todos —jueces, abogados y ciudadanos— interpretemos y apliquemos (las cláusulas abstractas de la constitución) en el entendido de que ellas invocan principios morales de decencia y justicia” (LFD, p. 318). La lectura moral, agrega, “disuelve el derecho constitucional en filosofía política” (y luego nos va a decir que reduce el derecho mismo a la política).

La referencia a Dworkin le permite entonces retomar y llevar más allá varias de las ideas centrales que desarrollara en las páginas anteriores. Dworkin le ayuda a dejar de lado las teorías “dualistas” de la constitución o de la interpretación de la constitución. Nos dice Atria, por un lado, que “no hay alternativa a la lectura moral, lo que quiere decir: solo reconociendo su carácter polémico se hace justicia a los conceptos constitucionales. Solo habiendo llegado a este punto puede discutirse el judicial review como lo que realmente es: un problema institucional” (LFD, p. 319). Y también: “las normas constitucionales son normas que cumplen una función constitutiva, por lo que especifican aquello que es común a todos los ciudadanos, y son por tanto polémicas (de lo que se sigue que) la determinación de su contenido concreto es siempre un juicio político […] un juicio sobre cómo deben desarrollarse en la historia esos principios fundacionales” (LFD, p. 319). De allí que las interpretaciones que se ofrezcan sobre tales conceptos no pueden reclamar para sí el ser correctas (LFD, p. 320).

Dworkin es llevado más allá de Dworkin (sobre todo, el Dworkin previo a Freedom’s Law), en la transformación de la “lectura moral” en una lectura meramente “política” o partisana. Para Atria, Dworkin se muestra incapaz de demostrar la diferencia que existe entre sus propias convicciones políticas, y su peculiar modo de interpretar la Constitución (LFD, p. 323). Para él, Dworkin no puede mostrar que “la opinión constitucional es no solo sensible (a las convicciones morales del intérprete) sino reducible” a sus convicciones políticas (LFD, p. 327). Su conclusión es que “la idea de la lectura moral” muestra, finalmente, que “tratándose de interpretación de la constitución, no hay espacio para la interpretación jurídica. Atribuir significado a los conceptos constitucionales es defender sentidos en que ellos deberían ser desarrollados, que es precisamente lo que define a la deliberación y al conflicto político” (LFD, p. 329).

Lo que está en juego, finalmente, es el carácter de la Constitución, y el lugar central que ella le abre al debate político. Por un lado: “la constitución tiene una dimensión constitutiva de la que la ley carece” (LFD, p. 310). Ella “hace posible la identidad de una comunidad política, haciendo posible de esa manera el autogobierno” (LFD, p. 320). Por lo mismo, merece ser entendida “no como límite, sino como condición de una práctica política democrática” (LFD, p. 320). Por otro lado, el punto es que, una vez que determinamos que lo que está en juego en la interpretación constitucional es una pregunta sobre qué es lo que conviene a cada fracción (cuál fracción es la mayoritaria), se torna indefendible la idea de que una Corte Suprema alberga “un grado de racionalidad superior al mostrado por la deliberación política” (LFD, p. 330). Contra Dworkin, aquí Atria invoca a Carl Schmitt, otro de los personajes centrales de su novela.

En efecto, nos dice Atria, la Corte no puede ser concebida —como lo hace Dworkin—como el gran “foro de los principios”. Y ello, porque no puede evitarse que dicho foro se transforme, él también, en un “nuevo campo de batalla” (LFD, p. 334). El punto en cuestión —que Atria subraya como de especial importancia para el ámbito latinoamericano— es de raíz netamente schmittiano: se trata de que una aproximación como la que ve en la Corte un “foro de principios” “ignora el punto schmittiano conforme al cual lo que caracteriza a lo político no es su contenido ni su locus institucional”, sino la intensidad del conflicto: “donde sea que se tomen las decisiones respecto de los conflictos susceptibles de alcanzar los grados más intensos, hasta allá llegará lo político, reinterpretando las instituciones que pretenden impedirlo” (LFD, p. 334).

De allí que merezca dejarse de lado la ilusión que impulsa el neo-constitucionalismo, o la última esperanza que encarnan aquellos que se aferran al tribunal constitucional, desencantados con las instituciones de la representación política, en tiempos de crisis de la democracia representativa (LFD, pp. 334-335). Otra vez: no puede suponerse que la racionalidad del proceso jurisdiccional sea “independiente de la función que desempeña” (LFD, p. 336). Allí reside “el fetichismo del neo-constitucionalismo,” la ilusión formalista/nominalista conforme a la cual “basta con que algo tenga forma de tribunal para que ejerza jurisdicción”, la vana expectativa de que el accionar de dicho tribunal se encuentre “por su propia naturaleza”, sujeto a “estándares de racionalidad más altos que los del proceso político” (LFD, p. 336)5.

En definitiva, formamos parte de una comunidad de iguales, y tomamos parte de una práctica política que valoramos, y en donde nos encontramos habitualmente como adversarios. Allí nos toca tomar decisiones, que son y merecen considerarse nuestras, y no de los jueces: todo es político (LFD, p. 344). Somos nosotros mismos quienes nos gobernamos y solo por eso podemos ser libres: “La contingencia de la política es lo que hace posible la libertad” (LFD, p. 344).

Interpretación y procedimentalismo democrático. Muchos de quienes hemos intentado llevar adelante una lectura crítica del derecho, de la interpretación constitucional y en particular del control judicial, podemos acompañar con entusiasmo a Atria en muchos de sus pasos. Podemos coincidir, en particular, en su fuerte escepticismo acerca de la interpretación constitucional, e ir tan lejos como él en la materia. A partir de allí, podemos suscribir su crítica a la obsesión que muestra la academia jurídica en torno de la jurisdicción constitucional, y seguirlo también en su crítica al control judicial, en base a razones muy similares, respecto a la pretensión (pre-moderna) de descalificar el debate colectivo en nombre de algún esquema binario o dualista, que deja en manos de la justicia el control de nuestra vida constitucional.

Ahora bien, el acompañamiento a Atria, según entiendo, también encuentra un límite importante, vinculado con la siguiente cuestión. Y es que la preferencia y confianza que uno muestra en torno al debate público político, en materias sustantivas (o en “cuestiones de moral pública”, como diría Nino), no niega la necesidad de cuidar de modo muy especial las bases procedimentales de ese debate político. Ocurre que muchos de nosotros —pienso, en particular, en aquellos que nos acercamos a este debate desde un profundo compromiso con una concepción deliberativa o conversacional de la democracia— estamos absolutamente preparados para deferir nuestro juicio al debate público, en materia de cuestiones de interés público, pero no así a ser deferentes frente a cualquier expresión que alegue tener, simplemente, algún componente mayoritario. En este sentido es que nos interesa asegurar un cuidado particular a las bases procedimentales del debate colectivo.

Para evitar confusiones, permítaseme delimitar el alcance de lo que digo, y dejar en claro dónde es que —en mi opinión— el enfoque de Atria se muestra limitado o equivocado. Por un lado, quienes distinguimos entre cuestiones sustantivas y procedimentales no necesitamos negar los límites difusos que pueden existir entre una y otra área —como tampoco negamos la existencia de zonas claras—. Por otro lado, tampoco necesitamos negar que está sujeta a interpretación la definición acerca de cuáles son los casos que caen en un campo o en otro, ni tenemos por qué ocultar las dificultades que existen para determinar quién debe estar a cargo de tal tipo de interpretaciones. Asimismo, no necesitamos tomar esta distinción (entre procedimiento y sustancia) como un modo de volver a confundir (en el lenguaje de Atria), función y estructura. En particular, no resulta obvio que sea el Poder Judicial el que, naturalmente, deba hacerse cargo del control de las cuestiones procedimentales, como tampoco parece obvio que la propia ciudadanía o los órganos políticos no deban tener un papel protagónico en la delimitación de aquello a lo que queremos considerar condiciones procedimentales. No se trata, aquí, de volver a construir (retomando otra vez el lenguaje de Atria) un “dualismo” del viejo tipo.

Ahora bien, por alguna razón —tal vez porque la cuestión torna razonables reclamos que él de plano rechaza— Atria hace un esfuerzo significativo por desplazar y dejar de lado la reflexión sobre el tratamiento que merecen las cuestiones procedimentales. Dos datos resultan notables, en este respecto. El primero —el que menos subrayaría— es la desatención hacia el tema desarrollado por uno de los teóricos que más ha transformado el estudio del constitucionalismo en los últimos 40 años: John Ely, en su trabajo Democracy and Distrust6. A pesar de la importancia fundamental del libro de Ely y las discusiones que ha generado, y a pesar también de la exhaustividad LFD en la revisión de las discusiones contemporáneas en el área, Atria se refiere a Ely solo marginalmente, en tres alusiones breves o de pie de página. El segundo dato que llama la atención en torno al modo en que Atria desplaza toda reflexión sobre los temas procedimentales es su curiosa e injustificada insistencia en examinar a la constitución, meramente —incomprensiblemente— como una declaración de derechos. Por caso, al investigar la “lectura moral” de la constitución, Atria subraya, entre paréntesis que “en lo que nos interesa aquí (la constitución se reduce a) las disposiciones sobre derechos fundamentales” (LFD, p. 319). Así también, al hablar de la Corte como “foro de principios”, él deja anotado, entre paréntesis, que habla de la constitución como reducida a “su parte dogmática” (LFD, p. 303). ¿Por qué es que deberíamos entender a la Constitución reducida de esa manera, cuando bien podría entendérsela, si se quiere, reducida del modo contrario (esto es, solo como un “esquema de procedimientos”)?

De hecho, contra Atria, uno puede sostener, con cierta razón, que la constitución debe ser entendida, ante todo o exclusivamente (como lo propone Ely) como un “manual de procedimientos”. La Constitución, podría decirse, viene a fijar las reglas del juego para que nosotros decidamos, políticamente, colectivamente, de qué modo queremos resolver o darle contenido a nuestros “desacuerdos” fundamentales (por ejemplo, en cuanto al contenido, alcance y significado de los “derechos”).

Asumir una postura semejante nos fuerza a reflexionar sobre algunos temas críticos para el análisis de Atria, y que lo obligarían a retomar con prudencia cuestiones que él se apresura a dejar de lado. Entre ellas: i) ¿quién va a controlar las bases de la democracia procedimental, cuando una circunstancial mayoría parlamentaria quiera forzar su permanencia en el poder? O también, ii) ¿cuáles son las condiciones procedimentales que deben cumplirse para que podamos hablar de “voluntad del pueblo”?

Adviértase, en efecto, que si viéramos a la Constitución, fundamentalmente, como un “manual de procedimientos”, muchos de los problemas que están en el centro de las preocupaciones de Atria desaparecerían —problemas del tipo: ¿quién interpreta y decide todas las cuestiones (sustantivas) de nuestra vida política? ¿Qué lugar deja el derecho a la política?—. En efecto, la política se ocuparía de “todo” lo sustantivo, y la política es la que quedaría a cargo, entonces, de la interpretación del derecho (el tema, a esta altura, requeriría de un análisis más detallado, que por ahora dejo de lado). El principal blanco de las críticas de Atria a los modos y formas del derecho contemporáneo se diluirían así, significativamente. Por tanto, la omisión del tratamiento de Atria sobre estas cuestiones —o el modo en que invierte lo que para muchos de nosotros “es” el constitucionalismo— no resulta una mera omisión adicional (“¿por qué el autor habría de tratar todos los temas que nos interesan?”) sino una omisión significativa dentro de su propio proyecto. Se trataría de una omisión difícil de justificar, y capaz de resistir en buena medida el ataque que él presenta frente a la teoría constitucional contemporánea como un todo. Dejo aquí anotadas estas cuestiones, por ahora, para retomarlas en todo caso más adelante en mi análisis.

IV. TERCERA PARTE: TEOLOGÍA POLÍTICA

Llegando a la tercera y última parte de su trabajo, Atria ya ha allanado buena parte del camino que le interesaba recorrer. Por un lado —y éste ha sido el trabajo principal de la sección segunda de su texto— él ha desafiado un modo de entender el derecho y lo político; un modo que parece hoy subyacente en las formas en que hoy se piensa y se entiende el control de constitucionalidad (LFD, p. 345). Por otro lado, ha abierto la puerta a lo que será el centro de la última parte de su libro, esto es, una visión “que no niega sino abraza el carácter polémico del conflicto político”, y que a la vez permite explicar el sentido del derecho: “el derecho lo que hace es reducir la contingencia […] de transformación de lo polémico en común, de modo de vivir con otros y poder ser autores de nuestras biografías” (LFD, p. 345).

El objetivo del último tercio. Atria justifica esta tercera parte de su trabajo en la necesidad de ampliar aún más la mirada desarrollada en las dos anteriores, para comprender el sentido de estructuras (las estructuras del Estado, en este caso), que consideradas en sí mismas pueden verse como meras “ideas muertas”. En verdad, nos dice Atria, “para entender la estructura formal del Estado moderno es necesario entender la idea de que el derecho es la voluntad del pueblo”, y a esto va a dedicarse en toda la última parte de su libro (LFD, p. 22).

La pregunta que aparece entonces, y que va a marcar toda la última parte del libro, es si es posible concebir a la política como algo más que una lucha de facciones, de negociación y compromisos entre ellas (LFD, p. 345). Más específicamente, Atria se va a preguntar si tiene sentido, en la actualidad, hablar de la ley como voluntad del pueblo y, en tal sentido, como defensa de los intereses de todos.

En este punto es que reaparece Carl Schmitt, que va a ser decisivo protagonista de esta sección final. El gran acierto de Schmitt —nos dice Atria— fue el de ver con claridad la relación entre instituciones (estructuras) y el “principio” que las anima (sus funciones). Él reconoció, como nadie en su momento, que “la función que la estructura parlamentaria mediaba, la de hacer probable la deliberación, ya no era posible”: el “principio parlamentario”, que era el de identificar a través de la deliberación la voluntad del pueblo, se había transformado en una “idea muerta”, dejando a las instituciones vigentes sin sentido (LFD, p. 346)7. Pues bien, para Atria, lo que Schmitt dijo sobre el parlamentarismo resulta perfectamente aplicable hoy en relación con “las formas institucionales del Estado moderno” (LFD, p. 346). Ese es, nos anticipa, “el sentido del resto del libro”, esto es, “proveer de una formulación del principio democrático que pueda hacer inteligible la idea de derecho moderno” (LFD, p. 346).

A Atria le interesará responder a la pregunta de Schmitt (“¿resulta posible la deliberación bajo las condiciones en que vivimos?”) de modo afirmativo: “la deliberación entre iguales es posible en nuestras condiciones” (LFD, p. 348). Pero le interesará hacerlo no a partir de la oferta de nuevos argumentos, sino en el reconocimiento de que se trata de una práctica que debe ser “realizada políticamente”. Por tanto, concluye, “lo que queda de este libro […] no es un intento de probar (o justificar) la verdad de esa idea, sino desarrollar un lenguaje con el que podamos hablar de lo político evitando tanto el cinismo de negar la posibilidad de la deliberación […] como la ingenuidad de creer que para que haya deliberación basta establecer que sería bueno que pudiéramos deliberar”. Ese lenguaje, nos dice, solo puede ser el de la teología política. Pero vamos por partes.

Crítica a la democracia epistémica. El punto de partida de Atria, en esta tercera sección, es la crisis de lo que llama el “principio democrático” —el que afirma la identidad entre gobernantes y gobernados— a partir de las dificultades que muestran las instituciones vigentes (las que procuran “hacer probable lo que es improbable”) para convertir dicho principio en acto (LFD, p. 355). Schmitt se preguntaba si la posibilidad de tornar posible lo probable (la deliberación) se había terminado (porque “la época de la discusión” había terminado) (LFD, p. 356), de la misma forma en que Atria se pregunta si se ha tornado imposible convertir el espacio de lo faccioso en espacio de lo común.

En su crítica a las salidas “democráticas” hoy disponibles, y en camino a tratar con la teología política, Atria realiza una escala fundamental (fundamental, en particular, para quienes, como uno, han venido trabajando en la teoría de la democracia deliberativa) dirigida a dejar de lado la alternativa que vincula con la democracia deliberativa: la democracia deliberativa en su forma de “justificación epistémica”. Se trata de un paso importante en su camino, pero así también, debo agregar, de uno de los pasos (capítulos) menos interesantes o más decepcionantes de su libro (aunque, tal vez, autores que se han especializado en otras áreas de la teoría del derecho quieran decir lo propio sobre otros capítulos). Para comenzar, de la impresionante literatura en la materia Atria no retoma uno solo de los textos importantes que se han escrito sobre la cuestión; elige discutir con Joseph Raz antes que con Joshua Cohen, John Dryzek, David Estlund, José Luis Martí o Carlos Nino; y termina por tomar la versión menos interesante (y más funcional a su embate) de la democracia “epistémica”, antes que la que podría resultar más desafiante para su proyecto. No voy a ahondar mayormente en un tema que me resulta cercano. Solo diré, por el momento, que el tipo de entendimiento “epistémico” que me resulta más atractivo, y que considero resultaría más relevante para una discusión como la que Atria emprende, no es la de una visión de la democracia que entiende que a través del debate público “acertamos” cuál es “la respuesta correcta” (una visión algo ridícula de la democracia deliberativa, y que pone en aprietos por todos los costados a un enfoque tal), sino otra conforme a la cual el debate público minimiza las chances de tomar decisiones meramente parciales (basadas en razones del tipo “porque a mí me conviene”). El debate, en este caso, no “constituye” o “define” lo que es “correcto” (LFD, p. 381), sino que expresa un modo de decisión que por un lado honra nuestra común igualdad, y por otro facilita que colectivamente nos reapropiemos del control de los temas (sustantivos) que más nos importan. Dicho debate, me parece, satisfaría la preocupación de Atria en torno a la posibilidad de construir un “derecho sin opresión”. Uno podría decir, con él, que de este modo, ayudamos a que “la voluntad en la que consiste el derecho sea, en algún sentido políticamente significativo, mi voluntad” (LFD, p. 386). Finalmente, entonces: para alguien que, como Atria, está interesado en rescatar el valor fundamental de un diálogo inclusivo, entre iguales, resulta decepcionante el modo en que se saca de encima los aportes de la teoría de la deliberación democrática (variante “epistémica”, digamos). Se trata, por un lado, de un modo demasiado rápido (superficial) de correr a un contendiente teórico del camino, que siembra dudas sobre la “equidad” con que trata a las teorías rivales, y sobre su decisión de tomarlas en serio. Lo que es más grave, se trata de un modo que siembra dudas sobre su propio proyecto, en la medida en que Atria está interesado en mostrar la “salida” que ofrece hacia el final de su libro como obvia, la única posible, necesaria, definitiva.

Objetivos y preocupaciones compartidas. En la tercera parte del libro, Atria se interna en una reflexión que resulta —es mi opinión— tal vez menos contundente, de menor alcance, y de mayor oscuridad que la necesaria, para tratar el tema de la voluntad del pueblo y cómo desentrañarla. En todo caso, los acuerdos que uno puede mantener con Atria, aún en este marco, son muy amplios y significativos, y refieren tanto al diagnóstico como a las primeras respuestas que pueden darse en un contexto como el que hoy prevalece. Tal vez convenga comenzar por referirse a estos acuerdos.

Uno puede coincidir con Atria, en primer lugar, en cuanto a la presencia de una situación de crisis de representación y una fuerte “insatisfacción con las instituciones democráticas”, que “se manifiesta en un marcado escepticismo” hacia las mismas (LFD, p. 432). Algo idéntico puede decirse en torno a la idea de que “nuestras vidas institucionales […] incumplen sistemáticamente sus propias promesas” (LFD, p. 454). Puede coincidirse con él, también, en la importancia de volver a poner atención en el valor, el sentido y la dificultad de identificar la voluntad del pueblo (LFD, p. 454).

Frente a los desencantos y límites propios del mundo moderno, uno puede coincidir con Atria, asimismo, en el aspecto aspiracional de su proyecto, esto es, en lo que podrían considerarse los ideales a alcanzar. Los últimos capítulos de su libro se encuentran, en tal sentido, plenos de (si se quiere) ideales regulativos de la acción política (aunque él no los identifique como tales ni los denomine de ese modo). Allí están sus referencias a la “humanidad en esencia libre” o plena (LFD, p. 440); a la “comunidad universal” (LFD, p. 465); a la necesidad de “vivir una vida no enajenada” (LFD, p. 440); al valor de “superar la enajenación que vivimos bajo instituciones cuyas contradicciones nos hacen presente el hecho de su déficit” (LFD, p 464).

Finalmente, uno puede coincidir con Atria, sobre todo, en su idea de que el camino a transitar en busca de una salida no requiere “reemplazar las instituciones (existentes) por otras, sino de radicalizarlas” (LFD, p. 451), de actualizarlas explotando su potencia, de un modo en que vuelva a colocar al pueblo y su voluntad en el protagónico centro.

Teología política y un lenguaje nuevo. El análisis de todo lo anterior —un amplio marco de acuerdos en cuanto a ideales y preocupaciones— y de todo lo que tales acuerdos implican, nos obliga a una reflexión detallada, y nos fuerza a extensas consideraciones adicionales y de detalle: se trata de una reflexión que requiere, nos dice Atria, de un completo lenguaje nuevo.

Para Atria, en efecto, se requiere “entender el modo de significación que caracteriza al discurso político, que es el de la teología política” (LFD, p. 22). Y hay que recurrir a la teología política porque el lenguaje político no nos permite dar cuenta de aquello de lo que queremos hablar cuando nos referimos a una idea como la de “voluntad del pueblo”: tiene dificultades para “dar historicidad a algo que trasciende la historia, que significa” (LFD, p. 22). Atria no cree que se pueda justificar o probar la verdad de una idea como la de que es el pueblo el que debe hablar, o que la decisión de nuestros temas comunes debe quedar en manos de una discusión entre iguales. Lo único que nos queda, dice, es “desarrollar un lenguaje con el que podamos hablar de lo político”, y ese lenguaje es el de la teología (LFD, p. 348).

Conviene aclarar que la noción de “teología” que retoma Atria no tiene nada que ver con la inatractiva idea que muchos autores ofrecen de la misma, esto es, teología como sinónimo de “magia” o irracionalidad (LFD, p. 433). Él apela al lenguaje de la teología porque entiende que es el lenguaje más sofisticado que tenemos para hablar de lo político. Para él, la teología, como la política, muestran una común preocupación por hablar de vivir de un modo plenamente humano, y por hacerlo bajo la conciencia de que se está viviendo, digámoslo así, inhumanamente.

Significación imperfecta, prácticas sacramentales y lenguaje anticipatorio. Es propio del lenguaje teológico, nos dice Atria, la idea de “significación imperfecta,” que a él le resulta decisiva para pensar sobre la política. Que ciertos signos “signifiquen imperfectamente” no quiere decir que sean signos falsos, “sino que su pleno significado es inaccesible para nosotros dadas nuestras formas de vida” (LFD, p. 444). Karl Marx, por ejemplo, hablaba de un horizonte comunista, del fin de la lucha de clases —ideales que no vivenciamos, y que por tanto no podemos conocer de modo profundo— desde un lugar contaminado, a la vez, por la alienación y la lucha de clases. De modo similar, un concepto como el de pueblo nos puede remitir a la idea de “vivir una vida no enajenada”, una vida “esencialmente libre”, desde un lugar como el que hoy ocupamos, marcado por vidas oprimidas y alienadas.

En este punto, Atria pasa a hablar de los “sacramentos” y las “prácticas sacramentales”. En la teología cristiana, el sacramento es un signo de “la presencia de Dios entre nosotros” (LFD, p. 443). Se trata de un signo que nos sugiere que la “plena realización humana” es posible, en el marco de un mundo marcado por la enajenación y la falta de realización (otra vez, signos que “significan imperfectamente”). En nuestra vida política cotidiana, los “sacramentos” son las instituciones también forman parte de “un mundo alienado”. En todo caso, “la experiencia existencial de déficit” es la que nos permite “identificar nuestra enajenación desde ella misma” (LFD, p. 447): no tenemos más remedio que “asumir la experiencia existencial de déficit” (LFD, p. 454). Ocurre que “aunque las instituciones (el Estado de derecho) son la marca de un déficit, el déficit no está en la existencia del Estado de derecho, sino en nuestras condiciones de vida, que son tales que el Estado de derecho es necesario para llevar vidas humanas” (LFD, p. 454). Dentro de ese contexto, el derecho es —como la religión— la marca de un mundo alienado (LFD, p. 460). Pero el hecho es que “solo podremos aspirar a superar la enajenación si vivimos bajo instituciones cuyas contradicciones nos (hagan) presente el hecho de su déficit. Tener siempre a la vista la tensión que define a las instituciones democráticas es, entonces, el primer paso hacia la emancipación” (LFD, p. 464).

En este punto es donde el concepto de pueblo puede jugar un papel fundamental: se trata de un concepto que “existe anticipatoriamente en nuestras prácticas políticas, que son entendidas como fundadas en su voluntad”, y que nos remite a “una meta de la historia” (LFD, p. 465). Como diría Atria, recurriendo a una metáfora religiosa, la idea del “Reino de Dios” como continuo con este mundo solo puede ser entendida “desde allá”, ya que, desde nuestro propio lugar, “desde acá”, solo podemos “significar imperfectamente” y lo que tendemos a ver es pura discontinuidad8.

En tal sentido, el concepto de pueblo —a diferencia de todos los demás conceptos jurídicos— “no puede ser entendido pre-institucionalmente”: no podemos sino “significarlo imperfectamente” (LFD, p. 464). “Dado su carácter fundante de toda forma institucional” —nos dice— “el concepto de pueblo […] no es pre-institucional, sino post-institucional: es una forma anticipatoria de hablar de la humanidad completa […] es lo universal, purgado de todo lo particular […] es una meta de la historia (aunque) ‘pura y simplemente’ no exista […] El pueblo [concluye] es la manera en que actuamos desde ese futuro del que no podemos hablar, desde la comunidad humana universal” (LFD, p. 465).

¿Necesitamos recurrir a una teología política? En lo personal, no me resulta claro hasta qué punto una aproximación como la que Atria propone ilumina más de lo que oscurece nuestro entendimiento sobre las posibilidades y límites del derecho; sobre nuestras instituciones democráticas; o sobre el concepto de la voluntad del pueblo. Ante todo, se hace difícil discutir sobre una presentación (la que encara Atria, sobre todo, en la tercera parte de su texto) cuando se nos recuerda, permanentemente, que “sabemos cómo usar las palabras […] pero no sabemos lo que esas palabras significan”; o cuando se nos dice que “estamos hablando de lo que no se puede hablar” (LFD, p. 443), pensando sobre lo que no podemos pensar, imaginando lo que no puede imaginarse, etc. Tenemos, ante todo, el derecho de preguntarnos si eso que señala el autor es realmente así, o si las dificultades que se señalan nos impiden (como le impedirían al autor) pensar en temas complejos (como el relativo al significado de la idea de pueblo o voluntad del pueblo), o en las condiciones necesarias para que se realicen más plenamente ideales como los que en el texto se plasman (una “humanidad libre”, un “reconocimiento recíproco radical”). Aplicándole al trabajo del autor la “navaja de Occam” o un principio de parsimonia similar, correspondería determinar si no es posible llegar a idénticas ideas a través de caminos más cortos, más sencillos y más claros.

De modo adicional, uno podría preguntarse por qué es que la historia, la experiencia, las analogías con situaciones que ya conocemos, etc., no nos ayudarían a avanzar significativamente, por caso, en la reflexión sobre una situación que tal vez no se concrete nunca, como el de una humanidad sin pobreza, o una vida en comunidad más plena.

Finalmente —y ésta es solo mi impresión— el trabajo de Atria en esta tercera parte peca, digámoslo así, por lo mucho y por lo poco. En cuanto a lo mucho, Atria parece confiar en apostar a la existencia de una cierta lógica interna, de tinte determinista, propia de ciertas ideas e instituciones, como si ellas fueran a desarrollarse en alguna dirección predefinida. Afirma (en el artículo que luego formaría parte de esta sección del libro) que las “ideas o instituciones contienen en sí una determinada dirección de movimiento […] y esa dirección de movimiento apunta en la dirección correcta”9. Allí están, esperando nuestra llegada (antes que como ideales regulativos destinados a motivar nuestra acción), la “emancipación plena”, o la “humanidad plenamente libre”, o el “radical reconocimiento recíproco”. Y en este sentido, también, es que lo mucho termina dejándonos con gusto a poco: no sabemos nada de las nuts and bolts de los fenómenos que ocurren; desconocemos todo sobre los mecanismos que allí están en juego; y no hay la mínima atención o interés puesto en analizar las fuentes motivacionales de la acción humana: convencidos por qué, por quién, y a partir de qué es que emprenderíamos nuestra marcha “de aquí hacia allá”.10 Para insistir con Elster, nos quedamos en ayunas respecto de todo lo relacionado con el from here to there de los procesos que él refiere o “anticipa”: se trata de sucesos que nos trascienden, y frente a los que, en buena medida, no parecemos ser los protagonistas: ¿por qué actuaríamos de una cierta manera, si desconocemos todo acerca de ese “futuro del que no podemos hablar”?11.

En todo caso, ninguna de estas reservas opaca mis juicios previos: el libro de Atria que en las páginas anteriores he reseñado, nos ofrece no solo un análisis comprehensivo, lúcido y políticamente comprometido sobre la filosofía del derecho contemporánea, sino que además sirve para volver a situar a esa filosofía sobre carriles apropiados: una filosofía hoy raquítica, asentada sobre “ideas muertas”, recupera así el sentido que puede dotarla, otra vez, de vida.

BIBLIOGRAFÍA

Ackerman, B. (1993). We the People. Fundations. Cambridge Mass.: Harvard University Press.

Atria, F. (2011). Viviendo bajo ideas muertas. SELA, disponible en: http://digitalcommons.law.yale.edu/yls_sela/.

Atria, F. (2012). La idea de teología política. Derecho y humanidades, núm. 20.

Elster, J. (1989). Nuts and bolts for the social sciences. Cambridge: Cambridge University Press.

Elster, J. (1989). From here to there. Social Philosophy and Policy, 6, núm. 2.

Ely, J. (1980). Democracy and Distrust. Cambridge Mass.: Harvard University Press.

Waldron, J. (1999). The Dignity of Legislation. Cambridge: Cambridge University Press.

1 Atria, Fernando, “Viviendo bajo ideas muertas,” SELA, 2011, en: http://digitalcommons.law.yale.edu/yls_sela/.

2 Waldron, Jeremy, The Dignity of Legislation, Cambridge, Cambridge University Press, 1999.

3 Atria toma su distinción entre “estructura y función” de Michael Moore, quien distingue dos funciones que la naturaleza de un concepto desempeña: “La primera es ontológica y la segunda de individuación. En el primer nivel, la pregunta es por la definición del concepto: qué es la jurisdicción, la legislación, la propiedad o el derecho penal. El segundo nivel es el de la identificación de las instancias a las que el concepto se aplica” (LFD, p. 146).

4 Ackerman, Bruce, We the People. Foundations, Cambridge Mass., Harvard University Press, 1993.

5 En dicho contexto, “no tiene sentido que, con nostalgia por un orden natural pre-moderno, no contingente, busquemos anclar nuestras prácticas políticas en algo que no dependa de nuestras prácticas”: “no podemos encontrar refugio ni en la naturaleza ni en la divina providencia” (LFD, p. 336). De allí que debamos dejar de lado el “canto de sirena del neo-constitucionalismo” o “la promesa de que es posible encontrar algo no contingente, algo que puede atarnos cuando el conflicto político se decida de modo que a nosotros nos parecen inconvenientes” (LFD, p. 345).

6 Ely, John, Democracy and Distrust, Cambridge Mass., Harvard University Press, 1980.

7 El neo-constitucionalismo, por tanto, “obtiene su fuerza” de su promesa de responder a la preocupación de Schmitt (cómo justificar a las viejas instituciones que habían perdido su sentido) sin ofrecer como aquél una solución como la de la dictadura (LFD, p. 348).

8 Atria, Fernando, “La idea de teología política”, Derecho y humanidades, núm. 20, 2012, pp. 93-125.

9 Ibid., p. 122.

10 Elster, Jon, Nuts and bolts for the social sciences, Cambridge University Press, 1989.

11 Elster, Jon, “From here to there,” Social Philosophy and Policy, vol. 6, núm. 2, 1989, pp. 93-111.

El Derecho y sus construcciones

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