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1. La teoría frente a la esencialización de la cultura
Оглавление¿Hasta qué punto el término “cultura” es efectivamente útil o, al contrario, se trasforma en obstáculo para conocer y pensar la naturaleza y la circulación del sentido en esta época de insólita densificación del contacto entre los diferentes pueblos de la humanidad? Esta es una primera pregunta que puede hacerse el estudioso de lo inter-multi-, o cualesquiera otros prefijos seguidos de “cultural” en la actualidad. Al margen de que las ciencias sociales y el vocabulario cotidiano, inevitablemente prisioneros de la costumbre, usen la palabra menos con la intención de nombrar un concepto estrictamente especificado que para designar un territorio conceptual amplio y de límites evanescentes, el empleo del término suscita dos problemas que es preciso aclarar desde el inicio.
Primero, que el lugar desde cual ha sido ideológicamente posible elaborar un discurso que necesitase acuñar ese término es el Occidente triunfante. En la inteligente aproximación del brasileño Muniz Sodré, el territorio de lo cultural está relacionado con los tiempos modernos y el advenimiento de la Razón en Europa, por lo que ello trajo de inventiva, de descubrimientos geográficos, de conquistas coloniales y de expansión del saber. La recuperación del acervo grecorromano en el Renacimiento implicó poner en otra perspectiva lo que Cicerón llamó cultura animi, “cultivo del alma”, la autoeducación, el aprendizaje de ciertos valores y el disciplinamiento estoicos del individuo, equivalentes al crecimiento adecuado de una planta bien cultivada1. Pero en el pensamiento renacentista ese principio ya había superado sus connotaciones míticas de la antigüedad, ubicándose en un tiempo lineal y no cíclico, volcado hacia un futuro visto como prometedor. Pero este ideal de la persona “culta” estaba también asociado a la adquisición de poder, riquezas y magnificencia, valores comparativamente novedosos para las burguesías comerciales que emergían a fines de la baja Edad Media, pues contrastaban con la escasez, el intercambio restringido y las endebles estructuras políticas precedentes. Por ello, el refinamiento artístico de la cultura renacentista y el desarrollo de una sociedad cortesana que buscaba significarse como tal iba de la mano con una demarcación clasista, vale decir, de ejercer dominio social y tomar distancia frente a las culturas populares nacientes de ciudades italianas y francesas de los siglos XIV y XV2. Por otro lado, el término de “civilidad”, introducido por Erasmo de Rotterdam, que designaba al comportamiento adecuado en público en la ciudad (o civitas) de la época, en materia de control de los impulsos y reglas de higiene corporal que diferenciaba a las capas superiores, llevó al de “civilización”, como condición general y deseable de vida social. Esta actitud sobre todo consolidó una nueva mirada hacia fuera de Europa. Además de permitir empresas de expansión colonial y comercial, las técnicas de navegación habían derribado los mitos de un mundo plano y pequeño, geográficamente enclaustrado. El descubrimiento de América fue fundacional, pues el contacto con el Otro, el indígena, sirvió especularmente a su vez para que el Occidente se reconozca a sí mismo como diferente, pero “civilizado”. Los no occidentales no pertenecían por definición a la “civilización” ni tenían una “cultura” con la que pudieran diferenciarse internamente entre ellos.
Pero en los siglos XVIII y XIX, el pensamiento de la Ilustración y el Romanticismo le dieron mayor especificidad a estas nociones. Mientras en la Francia de la monarquía absolutista la cultura de una persona designaba su gusto como refinamiento en el goce de las artes y letras del medio aristocrático cortesano (llamado grand goût), la civilización se refería a las buenas maneras y al avance técnico y científico3. En cambio, el término alemán Kultur se oponía al de Zivilisation. La primera, se refería a los valores morales intrínsecos de una presunta espiritualidad germánica, única y excluyente; la segunda, al aspecto superficial del comportamiento humano. Subrayemos que la idea de Kultur fue más desarrollada por escritores románticos alemanes como Herder y Schiller para hacer un contrapeso antifrancés, que ulteriormente sería fuente del nacionalismo alemán4.
Pero fueron más bien las avanzadas colonialistas francesas y británicas las que propiciaron el giro científico que la cuestión habría de dar. Por un lado, la propia consciencia europea de su propio progreso material, sin comparación con el de otras regiones del mundo ni precedente alguno, la llevaba a asignarse un lugar central en la historia, incluso en las obras de Hegel y de Marx. Esta convicción de la vocación de Occidente como portador de progreso miraba hacia el futuro, sin dejar su culto romántico al pasado. Por lo tanto, esos vectores de signo opuesto le daban al tiempo la linealidad del historicismo, y a los imperios nacientes, un sentimiento de superioridad, un derecho de ocupación, sobre los habitantes de aquellas regiones de las que extraían materias primas. Los viajeros y exploradores que visitaban estas últimas ya no opusieron civilización a barbarie, o cristianismo a paganismo, como en la colonización ibérica, sino civilización a “primitivismo”. En otros términos, estos pueblos de climas cálidos estaban, en su versión particular, en un estado anterior del proceso de evolución, en una especie de infancia con respecto a la civilización europea. Esto no significa que los pioneros de la antropología hubiesen construido intencionalmente una visión tendenciosa del Otro. Al contrario, Clyde Kluckhohn ha afirmado que investigadores como E. Tylor y Morgan fueron lo suficientemente objetivos para ver en estos colectivos una “totalidad viva” a la que se le podía llamar “cultura”, por ser un conjunto integrado de creencias, costumbres, artes, etcétera, cuya naturaleza, sin embargo, solo les importaba a estos exploradores excéntricos5. Pero esto no fue óbice para que, al ser teorizados desde fuera de ellos mismos, se idealizase el “estado natural” de la vida de estos pueblos, atribuyéndoseles diferencias radicales que los harían impermeables al contacto con la civilización moderna. Por haber permanecido en el aislamiento y con recursos materiales muy limitados, serían pueblos sin historia, sin cambio. Para el hombre moderno occidental, la exotización del colonizado ha sido una manera de tomar distancia frente a él y construirle un retrato inferiorizante, señala Edward W. Said6.
Al origen europeo de la noción de cultura como conjunto, agreguemos el segundo elemento que debe aclararse. Para las antropologías estructuralista y funcionalista, las culturas serían unidades cerradas, discretas, desconectadas de los flujos simbólicos exteriores. Para la segunda, hay una primacía de lo normativo, por cuanto la integración resulta de la vigencia de ciertos principios de orden interno. Deudora de las ciencias biológicas, vio en la cultura a un organismo vivo. Según esta metáfora organicista, la funcionalidad de cada elemento del “cuerpo” de una cultura determina su equilibrio y su supervivencia. Esto llevó a la antropología funcionalista a orientarse hacia la búsqueda de elementos comunes, universales, a toda la humanidad, pero proyectando casi inevitablemente en ellos las categorías perceptivas del observador7. Al revés, el estructuralismo no se propone hallar universales; le interesa explicar la diversidad de las obras humanas a partir de la organización, distinta en cada caso e inconsciente para el actor, de los componentes de las operaciones de producción de sentido8. Pero, en ambos casos, una buena parte de los estudios antropológicos ha estado orientada hacia sociedades cerradas y relativamente aisladas cuyos cambios, o bien no eran visibles para la observación externa, o bien eran muy lentos.
Pese a que el decurso de la antropología ha cambiado considerablemente por el creciente contacto de las etnias secularmente aisladas con el mundo moderno, en el discurso sobre la cultura, no han dejado de estar presentes ni una mirada occidental hacia el Otro ni una conceptualización de conjunto integrado y discontinuo, como el descrito en las etnografías tradicionales. El reconocimiento implícito de la razón analítica en las operaciones mentales que conforman el sentido (en los mitos, la lengua, la cocina, el parentesco, etcétera) propuesto por el estructuralismo, conserva cierto etnocentrismo, pese a su efectivo valor heurístico. Al asimilar la cultura a un código (y los bienes simbólicos a textos), en analogía con el modelo semiológico saussuriano de la lengua, siguen presentes, como señala Muniz Sodré, “los postulados abstraccionistas de la razón universal que otorgan a la ciencia toda la verdad del conocimiento”9.
Sin descalificar los inmensos aportes del método estructuralista, la aceleración de las dinámicas interculturales emprendidas en todo el planeta ha recortado el espacio del relativismo que sustentó durante mucho tiempo el ejercicio de ese tipo de antropología. La ajenidad radical del “primitivo” que permitía, ya sea temer su “salvajismo” y valorar la misión civilizadora de las grandes potencias, ya sea idealizar su “inocencia” para criticar la codicia del colonizador blanco, se ha esfumado. Acaso lo más importante es que en vez de unidades culturales discretas y claramente identificables nos encontremos cada vez más inmersos en un continuum simbólico muy desordenado, de bordes inciertos y porosos cuya delimitación misma por localidades o regiones geográficas determinadas deja de ser clara por cuanto el Otro y el Mismo pueden encontrarse alojados dentro del mismo sujeto. Y esto cuestiona nuevamente el concepto de cultura, pues como afirma el sueco Jonathan Friedman es “… un típico producto de la modernidad Occidental que consiste en transformar la diferencia en esencia”10.
En otros términos, para distinguir entre unas y otras, es necesario presentarlas como conjuntos relativamente estáticos, como “paquetes” cuyas características guardan permanencia en el tiempo y una extensión fija en el espacio. Coordenadas que, sin embargo, los etnohistoriadores han ido demostrando desde hace más de treinta años que eran móviles. No eran “pueblos sin historia”, sino de asimilación de elementos exteriores y cambios lentos en función de las vicisitudes que tuvieren que enfrentar. Así, las investigaciones del mismo Friedman en África central demuestran que prácticas como el canibalismo, la extensión de la brujería y las estructuras clánicas no han sido perennes, sino consecuencia de la colonización europea11.
Pero esta constatación del cambio permanente no basta. La figura de la “hibridación”, empleada y difundida sobre todo a partir de la obra de Néstor García Canclini es una metáfora biologista, pero inscrita en una perspectiva posestructuralista12. Si se habla de “mezclas” culturales como una simple sumatoria de elementos diferentes (como los de una variante nueva de una receta culinaria o de vodka con agua tónica), quedará siempre implícito que existe un uso “auténtico” del bien simbólico y un lugar “verdadero” de su origen (¡lo que llevaría a la absurda discusión sobre si las pastas son italianas o chinas!). La interpretación de García Canclini no va por ese lado, pues como otros antropólogos, no ve en la cultura una serie de sentidos dados a priori, exteriores al sujeto. Otros, como Rosaldo, han criticado la frialdad del estructuralismo, para darle, en cambio, importancia: una importancia diametralmente opuesta a la intersubjetividad13. La cultura no es un dato exterior, es una práctica existencial identificatoria. Las posiciones del sujeto y del observador son ambas pertinentes, así como la interpretación que cada uno da a lo observado, para lo cual Rosaldo considera a su informante un narrador con una historia siempre singular en la cual se actualizan los componentes de su experiencia simbólica. Esto supone el permanente cruce de fronteras de uno y otro que recorta la idea de “pertenencia” a una cultura determinada, si por ello entendemos una serie de códigos. El etnomusicólogo Raúl R. Romero relata el caso de un músico oriundo del valle del Mantaro que, por razones de profesión, transita a gusto entre la Orquesta Sinfónica Nacional en Lima y la ejecución del huaylas en su región natal14. Las distancias y el juego entre un rol y otro son frecuentes y decisivas, no excluyen la simulación. Nosotros hemos asesorado un estudio acerca de un danzante de tijeras (dansaq) ayacuchano y sus músicos. Estos preparaban, por razones alimenticias, un espectáculo que se presentaba algunos días en el Hotel Sheraton para los turistas. La presentación era arreglada al gusto de los clientes, aunque para el danzante careciese de valor. En cambio, los fines de semana se presentaba en zonas urbano-marginales de Lima ante sus paisanos, transformándose en el personaje diabólico que sentía encarnar. Del mismo modo, los ejemplos ofrecidos por García Canclini sobre las transformaciones de la artesanía mexicana y la puesta en escena de lo nativo en el folklore y en los museos, nos ponen ante procesos complejos y personalizados en que la verdad y su máscara oscilan la una con respecto a la otra. En esto consiste más bien la cultura, y no en un producto acabado, codificado y genérico.
Por lo expuesto, la cultura es “la organización social del sentido” como experiencia vivida en cada sujeto. Si bien no es ni ha sido una esencia inmaterial, esta, sin embargo, requiere tener cierta estabilidad en el tiempo y ser la práctica común de una colectividad, aunque sea en sus variaciones. En esa perspectiva, la hibridación cultural es de lo más característico de esta época, siempre y cuando esto ocurra verdaderamente en la realidad y no sea uno de esos constructos discursivos frecuentes en la publicidad. Hay hibridación mediante “diálogos interculturales” de distintos alcances y duración, lo cual está lejos de significar que son simétricos y entre iguales. Los estudios latinoamericanos sobre las culturas populares no han ignorado que estos diálogos se desarrollan basados en las posiciones de hegemonía o subalternidad ocupadas por los sujetos. El modelo semiolingüístico que presenta la relación autor/lector o emisor/receptor como una de actividad/pasividad fue extendida hacia otros campos, al consumo o uso general de lo simbólico por Michel de Certeau hace más de dos décadas. Para Certeau, la vida cotidiana es un proceso activo de atribución de significación, de “apropiación”, emprendido por el individuo corriente desde su posición de parte débil frente a los sentidos a los que es expuesto en su vida cotidiana15. Los trabajos de Jesús Martín-Barbero se alinean en esa corriente, tendiendo puentes teóricos entre el funcionamiento de las matrices culturales tradicionales y de larga duración con los medios de comunicación modernos en América Latina donde simultáneamente operan distintas temporalidades. Esto último permite acercar de manera sistemática los hallazgos de los historiadores de las mentalidades al análisis de la industria cultural para interpretar la absorción de los acervos populares tradicionales por los dispositivos verticales de los medios como un proceso de construcción de hegemonía, en la acepción gramsciana del concepto16. Mérito de Martín-Barbero es haberse situado en una perspectiva posestructuralista que, sin desconocer la utilidad del modelo analítico estructural, introduce la dimensión comprensiva en su trabajo de interpretación, para la cual la hibridación siempre comporta una “cooperación textual”, cierto ajuste mutuo entre gramáticas de producción y gramáticas de lectura. La apropiación ocurre dentro de esa lógica dirigida a abolir el vacío de significación, a evitar el dualismo cultural llenándolo siempre con algún tipo de contacto.
Ahora bien, sería demagógico sostener que la apropiación es exclusivamente una práctica intercultural de “resistencia” a la dominación. La decodificación “aberrante”, tan frecuente en el cambio cultural implica que el Otro expuesto a un objeto extraño descubre de todos modos en este un “mundo posible”. Pero este desfase entre mundo posible y mundo real no concierne solo a la alteridad cultural. Distinguir objetivamente entre el mundo verdadero de referencia y los mundos posibles o imaginados viene a ser tarea del intelectual. Sin ella, afirma Umberto Eco, estaríamos incomunicados, envueltos en un etnocentrismo generalizado17. Por ello, entre el prejuicio y la resistencia cultural, hay un movimiento de péndulo. Es fácil percibir hibridez donde no la hay, bajo el prisma del observador del norte cosmopolita y que, al revés, se reconozca como “auténtico” lo que ha venido mutándose en el transcurso del tiempo. Además, el fácil acceso actual a las industrias culturales lleva a asociar automáticamente el consumo de un determinado bien simbólico con la cultura de la que este presuntamente forma parte. Esta inferencia nuevamente reifica a la cultura como un todo monolítico: los jóvenes aficionados al rock en inglés se americanizan; todos tenemos una cultura común, porque nos gusta el fútbol; el campesino quechuahablante, que vistió blue jeans o se comió un helado, se modernizó. Ese tipo de juicios sigue la racionalidad del mercado de la industria cultural, que es de simulación, pero que casi inevitablemente se convierte en apropiación
… al llevar la simulación al extremo hacen visible un resto no simulable, no digerible, que desde la alteridad cultural resiste a la homogeneización generalizada18.