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3. Profundizando en el pasado y mirando al futuro: Modernidad y movimiento social

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Lo inverso, pero no por ello menos exterior, sucedió veintitantos años después, durante el gobierno militar de Velasco Alvarado. Devine contrapone la interpelación del “indígena” de Valcárcel a la del “campesino” consagrada por ese régimen73. Es innegable que el rótulo “campesino” designaba al sujeto por su labor real, ubicándolo en una perspectiva más moderna, liberándolo de connotaciones racistas; la abstracción de asignarle un lugar en el sistema productivo lo “nivelaba”. Pero al mismo tiempo soslayaba su etnicidad. Por más que los atributos propios transcurran en una sucesión de hibridaciones en que se reciclan selectivamente, el eje de esa dinámica es el mantenimiento del colectivo de pertenencia o de aquello que lo representa. La etnicidad, por lo tanto, no es algo fenotípico, sino algo simbólico que asegura la continuidad del sujeto, su “mismidad” frente al Otro para dialogar o, eventualmente, luchar contra él74. Las orientaciones del gobierno militar fueron a contrapelo del elitismo republicano tradicional, y de hecho desde 1968 se cerró el ciclo agro-exportador de la oligarquía. La mayor parte de su programa (reforma agraria, fortalecimiento del rol empresarial del Estado, participación laboral, reforma educativa) se proponía cerrar brechas económicas y culturales. Tenía, en consecuencia, un fuerte contenido clasista y modernizador, formulado en su mayor parte con miras a la integración nacional. Cabe especular que el énfasis en el cooperativismo y formas diversas de participación en las áreas rurales, así como la obtención de réditos políticos (la “conscientización”), hayan acelerado un proceso de secularización e integración económica que diluía aun más los componentes étnicos de la identidad en poblaciones que ya habían empezado el camino de la emigración. Las grandes movilizaciones campesinas opuestas desde la izquierda a la política agraria de Velasco —como las de Andahuaylas en 1974— se valieron de discursos claramente clasistas, aunque ¿hasta qué punto lo que pesó no fue más bien el combate contra el autoritarismo y la arraigada tradición corporativista de las fuerzas armadas “tutelares”? ¿Qué peso tenían las buenas intenciones, y, en ciertos casos, medidas de fomento y rescate cultural frente al control de los medios de comunicación, al encuadramiento de la movilización social a través del Sinamos y al silenciamiento sistemático de las oposiciones?

El reforzamiento de la etnicidad en los años cuarenta o su reducción a inicios de los setenta tienen por común denominador ser inducidos desde afuera, como si el sujeto tradicional no contase con recursos para elaborar su propia identidad. Se trataría, entonces, de una función reservada a las élites, del privilegio de estas. Sin embargo, el mismo movimiento que cuestiona la visión de una cultura nacional, con dominante criolla y señorial, aparecida en la Generación del Centenario, se va a renovar varias décadas después con el desarrollo de las ciencias sociales. Entre muchas otras contribuciones que estas han hecho para una mejor comprensión de los nudos culturales del país, merece mención especial el hallazgo de una visión cultural “desde abajo”.

En 1967, José María Arguedas publicó un texto sobre mitos quechuas posthispánicos. Estos relatos orales en quechua contaban los orígenes y dest ino del hombre desde una visión indígena, mezclando creencias vernáculas y cristianas75. Mitos vivos, vigentes y en permanente variación, que narraban una edad de esplendor y justicia, y otra de caída y desgracia, prometiendo el advenimiento de una tercera edad de reconstitución y retorno a la primera. Los elementos mesiánicos de estos mitos fueron la base de hipótesis sobre la continuidad histórico-cultural de un mundo andino que, para los etnohistoriadores, parecía ser menos localista de lo que se hubo creído. Así, el tiempo cíclico ataba cabos entre el pasado y un futuro que se tornaba en expectativa. Consecuentemente, la “utopía andina” apareció en los años setenta como visión alternativa de lo nacional y proyecto revolucionario76. No era precisamente un programa político, sino la metáfora a través de la cual se expresaba una respuesta radical de un sector del pensamiento de izquierda con respecto a la cultura nacional, pues, según la interpretación de Flores Galindo,

De esta manera, socialismo no sería necesariamente sinónimo de occidentalización. Una vía propia, acorde con un país de antigua historia, con una importante población campesina y en cuyo pasado (comunidades, tecnología andina) podrán encontrarse nuevos derroteros para construir el socialismo en un país pobre y atrasado77.

La utopía andina correspondería a una “comunidad imaginada” nacional inspirada en orígenes étnico-culturales muy distintos, que remiten a la cultura y a la etnia, no establecidos por una élite dominante, sino por su amplia difusión “desde abajo”.

Pero es necesario hacer salvedades. Estudiando las raíces históricas de los nacionalismos europeos, Michel Wieviorka distingue entre dos “modelos”: uno basado en la ciudadanía y el territorio, y otro en la cultura y la “sangre”, asociables a Alemania y Francia, respectivamente78, y similares a las ideas de “nación cultural” y “nación contractual” mencionadas más arriba. Para el segundo modelo, la nación y la cultura determinan una personalidad, un “carácter” típico, un lazo, en suma, “esencial” con la colectividad a la que se pertenece, mientras en el primero la nacionalidad es algo que se construye mediante una relación permanente con el entorno territorial y por las reglas que rigen la convivencia en sociedad, es decir, la ciudadanía. Y ciudadanía remite necesariamente a dos elementos substantivos de la modernidad: la democracia y el pluralismo. Por ello, y al margen de la vigencia que puedan tener mitos como los referidos más arriba, la utopía andina es útil solo como referencia metafórica originaria de la memoria popular de un país más justo y reconciliado, aunque es ajena al proceso de construcción de una cultura nacional moderna, que supone una memoria nacional, reconocimiento y fomento de la diversidad, instituciones educativas y encuentros interculturales, etcétera. En tal sentido, debe recordarse el nexo teórico que Anderson establece para la constitución de las naciones modernas en varios sitios del mundo: la lengua “impresa” y su uso como soporte semántico para difundir las narrativas nacionales79. Por cierto, la lengua no fue un componente diferencial para fundar las repúblicas iberoamericanas (habiéndolo sido para la sobrevivencia de otras, aun cuando carecían de Estado, como por ejemplo, el polaco, el coreano o el hebreo), ya que los gestores de la Emancipación no tenían una reivindicación lingüística frente a España. Incluso ese rol pudo haberlo tenido el quechua como lengua diferenciadora y sometida. Pero hoy eso es una ucronía. El hecho de la Emancipación fue un asunto de la minoría occidental que convalidaba una dominación cultural muy anterior, aunque modificando su estatuto por la forma jurídico-administrativa emergente de una república independiente. Su razón de ser se inspiraba declarativamente en los ideales de la Ilustración, que precisamente son de libertad, pluralidad y progreso. Al inspirarse en el “modelo” de nación prevaleciente basado en la ciudadanía, y aunque esos ideales estuviesen lejos de cumplirse, primaba un criterio inclusivo, el del jus soli, que asigna ciudadanía e igualdad a todos por el hecho de habitar un territorio. En la ocurrencia, los confines territoriales heredados del Virreinato eran el ámbito de la nación. Las inmensas distancias, la afinidad de los recorridos, la común administración y los mismos problemas por enfrentar habrían de proveer teóricamente las diferencias específicas para establecer nexos identitarios. Esto quizá suene falso y banal, pero la soberanía siempre requiere de un principio en el cual basarse para existir; de otro modo, o bien habría un ejercicio desnudo de la tiranía, o bien un poder tradicional aceptado, pero arbitrario, como la monarquía absoluta, en donde el rey es el soberano y la legitimidad no tiene nada que ver con la cultura local, como ocurrió en el Virreinato del Perú80. Cuando la soberanía viene del pueblo, la voluntad de este es la que nominalmente debe imponerse. Pero en todos los casos, todo Estado-nación, naciente o no, tiene dos “frentes” de problemas que en la Independencia peruana estaban disociados, el interno y el externo. Cara a este último, el sistema internacional, el Perú ya era materia de disputa entre las grandes potencias aun antes de existir formalmente. La presión liberal británica era decisoria, de modo que el curso emancipador sanmartiniano, que adoptó una parte de la élite criolla en 1821, como vimos, fue un acontecimiento encaminado principalmente hacia el exterior y ajeno al interés inmediato de la mayoría subalterna81.

El incumplimiento de los ideales de la Ilustración en el Perú no impide que también haya sido o sea un problema que venía implícito en muchos proyectos de modernidad nacional. No afirmo un “mal de muchos consuelo de tontos”; simplemente constato que un rasgo importante del Estado-nación moderno es su heterogeneidad constitutiva, su edificación sobre una serie de particularidades culturales y/o geográficas que lo torna en un proyecto abierto y conflictual82. Un costo alto del Estado-nación moderno (para algunos una ventaja) es el borrado de algunas particularidades regionales tendiente a la homogeneización. El sociólogo Anthony Giddens sostiene la teoría del “desanclaje” de las sociedades locales respecto a los referentes simbólicos que secularmente las habían caracterizado como principio articulador de la modernidad con los procesos de construcción nacional, dada la ampliación y diferenciación del horizonte de experiencia. Los clásicos ejemplos decimonónicos del transporte por energía de vapor, que permitían surcar océanos y continentes en tiempos hasta entonces imaginados y con carga de gran tonelaje, muestran cambios de costumbres y gustos, pero sobre todo una expansión del lazo social por la migración, la interacción con gente que no está en la proximidad física y la llegada de bienes económicos y simbólicos de lugares remotos, hechos todos que contribuyen a cierto acercamiento económico y cultural que favorece los rasgos del fuerte y borra los del débil83. La relación entre nación, modernidad y mercado es clara, pero las hibridaciones de una “comunidad imaginada” son complejas, irreductibles a una sola imagen y están siempre sujetas a confrontación. Es algo que se conquista, se propugna o eventualmente se inventa. Los nacionalismos húngaro, checo y finlandés fueron creación de clases medias educadas que “redescubrieron” las lenguas campesinas y las enarbolaron contra los reinos dinásticos de los que formaban parte, lo que ocurrió después de la Independencia del Perú84. Al margen del sustento simbólico de un nacionalismo (lengua, religión, etnicidad, territorio, acontecimientos históricos, etcétera), hay siempre por medio sectores sociales que articulan un discurso de la pertenencia nacional y lo transmiten al resto de la colectividad bajo determinadas condiciones económicas dadas. Del mismo modo que en lo económico, la modernización “temprana” de los países del norte supuso una industrialización que integraba áreas geoeconómicas previamente poco conectadas y engrosaba las ciudades, las distancias se acortaban y las particularidades perdían nitidez, homogeneizando y “nacionalizando” los repertorios simbóticos que se hacían accesibles a una mayor cantidad de usuarios85. La cultura y la memoria nacionales se establecían inventando tradiciones y “sellándolas” a través de la educación, los medios de comunicación y diversos rituales colectivos. En tal sentido, el incremento del gasto público en los países más desarrollados hasta la segunda mitad del siglo XX siguió una línea ascendente que no se explica solo por razones de redistribución económica, subsidio o defensa86. También se ha tratado de consolidar símbolos valiéndose de dispositivos modernos, de lo que pueden ser ejemplos la consolidación de la lengua italiana, originada en el toscano, en todo el territorio de la península con la extensión de la escolarización y posteriormente con la televisión; y de la francesa que, después de la Segunda Guerra Mundial, ha hecho retroceder a lenguas regionales como el occitano y el bretón.

En el Perú, las clases dominantes casi no se han comportado como élite nacional ni en los tiempos de esplendor de la República Aristocrática, y algunas de sus antiguas deficiencias se lastran hasta la actualidad, sin insistir acerca de su escasa capacidad de ahorro, gerencia y espíritu de riesgo87, y debe subrayarse su miopía frente a los discursos críticos, así como la negligencia de los sucesivos sistemas políticos para descubrir los conflictos interculturales y proponer un Estado con designios de largo plazo.

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