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4. Élites ausentes, industria cultural y sentido común
ОглавлениеAhora bien, habría que preguntarse hasta qué punto podemos hablar de élites en el Perú. Una élite no es necesariamente un grupo de poder económico o político; pueden también ser intelectuales, empresariales u otras, como señala Fernando Eguren, con quien debe coincidirse en que efectivamente no había élites dirigentes al terminar el siglo XX88. ¿Las hubo en el pasado? Durante y después de la República Aristocrática hubo pensadores brillantes, defensores como detractores de un orden hispanista. Los hubo muy conscientes de la fragmentación del país y, aunque algunos plantearon tesis inaceptables (Riva Agüero, Deustua), no dejaron de ejercer críticas acerbas a la ausencia de una verdadera dirigencia nacional. No basta con la calidad del pensamiento; la élite es un grupo minoritario influyente y no aislado, con ideas que se traducen en acción transformadora, lo cual sí ocurrió en la ribera opuesta de la Generación del Centenario, que incluía a Basadre, Mariátegui, Haya de la Torre, Sánchez, Valcárcel, Ciro Alegría, Vallejo, entre otros. Elaboraron diversas visiones del país bajo forma de relatos integradores, críticos y propositivos. Integradores en el doble sentido de abordar la fragmentación étnico-cultural y de situar al Perú en el tiempo, proyectándolo al futuro y explicando el pasado a partir del presente.
Quizá el gobierno de Velasco haya sido el que más decididamente abordó la problemática cultural del país, aunque la autonomía relativa de la que entonces gozó lo político fuera conseguida a costa de transgredir el Estado de Derecho y de su comportamiento dictatorial. Sin embargo, los años setenta fueron capitales para este tema, pues la caída del poder económico agroexportador e intermediario significó también la emergencia de otro empresariado, protegido por los kepís: el industrial89. Además, el “descubrimiento” del mundo popular como sujeto de consumo permitió desarrollar un mercado interno sobre la base del cual emergió el universo de la economía informal, aunque ni el Estado ni los grandes grupos empresariales privados pudieran responder al reto de un crecimiento sostenido y una efectiva generación de empleo moderno90. En otros términos, no hubo élites políticas ni económicas capaces de emprender un proyecto de Estado-nación que estuviese a la altura de las circunstancias de mutación que experimenta la economía mundial desde la década de los ochenta. Esto hace que las visiones del país sean enfocadas más hacia lo inmediatamente urgente y a soslayar los conflictos interculturales que precisamente aparecen en esta época.
En medio de este vacío de liderazgo, las ciencias sociales y humanidades peruanas han pasado, sin embargo, por un periodo de eclosión. Pese a la calidad, difusión e incluso efecto de muchos trabajos, sería quizá impropio hablar de una élite intelectual nacional, en la medida en que su vocación crítica las vincula escasamente con los ámbitos de toma de decisión, y los intereses de estos, a su vez, no los hacen receptivos, salvo excepción. Por otro lado, la naturaleza misma de una sociedad moderna, masiva y secularizada marca por sí impedimentos para el funcionamiento de las élites como tales. Al respecto, María Isabel Remy ha formulado críticas a las ciencias sociales, planteando que los resultados de las investigaciones a menudo no corresponden a la imagen del país existente en el sentido común, como si hubiese una gran brecha entre intelectuales y sociedad, una distancia que separa la autodefinición del sujeto y la “verdadera” identidad que se le atribuye (a condición de que esta exista)91, desfase acaso atribuible a un sociologismo hipertaxonómico y confrontacional, o bien, por otro lado a cierta desactualización de los programas educativos y al reduccionismo del lugar común. No es este el lugar para comprobar la certeza de esta afirmación, pero sí de señalar que la autodefinición del sujeto moderno no pasa solo por su ubicación estadística u ocupacional, sino por una negociación en lo simbólico de lo que toma y deja de sí y de lo nuevo que le conviene adquirir o rechazar. Un marco en que las ofertas culturales del mercado y la socialización en localidades urbanas nuevas es lo predominante resulta, además, muy diferente de aquel en que mediante la acción del Estado se reproducen y difunden una cultura y una memoria nacionales, como ocurrió hace más de un siglo con educación escolarizada y generalizada en los procesos de consolidación de la consciencia nacional de los países occidentales hoy industrializados92. En el Perú, pese a que el sistema educativo exhibe avances substanciales para los últimos sesenta años —el analfabetismo ha retrocedido de 57,8 por ciento en 1940 a 27,5 por ciento en 1972, y a 7,2 por ciento en el 2000—93 sus insuficiencias impiden que exista una “reproducción” cultural que vaya más allá de unos rasgos gruesos. Pero las diferencias no radican solo en las deficiencias institucionales, sino en la sociedad. Más de medio siglo de migración ininterrumpida le da más peso a mentalidades que buscan resolver su desarraigo que a conservar las marcas del pasado. Lo cual por sí está disolviendo las bases estructurales que llevaron a discursos intelectuales binarios, como los del indigenismo y el hispanismo, y posteriormente a los del criollismo y el “mundo andino”.
El propósito de crear una cultura nacional equivalente a las europeas del siglo XIX y XX fue una quimera de los grupos dominantes del pasado que nunca logró curso. Sostenido en la idea de un mestizaje negligente hacia la diversidad étnico-cultural del país, fue para Fidel Tubino
… un discurso que fracasó, porque no pudo abarcar a los otros relatos ni constituirse en un relato en que nos reconozcamos los diferentes. El relato identitario del mestizaje como esencia de lo nacional no es un relato integrador, es un relato ideológico94.
La idea de “destiempo entre Estado y nación” es útil para una comparación al respecto95. Las unidades italiana o alemana, por ejemplo, contaron con clases dirigentes (burguesías) lo suficientemente vigorosas para reunir en un Estado capitalista un conjunto relativamente heterogéneo de identidades regionales, aunque con parentescos lingüísticos y étnicos. En cambio, el Estado peruano del siglo XIX fue casi insignificante jurídica y administrativamente, y en el siguiente, débil y centralista, mientras la nación era una entelequia que no borraba las inmensas distancias y desigualdades. El “adelanto” peruano del Estado con respecto a la nación dejó pasar su momento histórico para fundarla, a diferencia digamos, del México del porfiriato y el de Lázaro Cárdenas. La particularidad de la modernidad peruana ha sido, entonces, más el resultado de una serie de errores cometidos desde el Estado, que se resumen en el de identificarla con una perniciosa homogeneización cultural inclinada hacia lo criollo —desde Leguía hasta Fujimori, pasando por Odría y Velasco—, y de numerosas omisiones, que de un proyecto nacional.
Así, muchas prácticas culturales locales y regionales reposan principalmente en los esfuerzos de las colectividades mismas o en todo caso de los gobiernos locales. La celebración de fiestas populares y cultos religiosos se convierte hoy en una manera autónoma de afirmar la identidad y de conservar la memoria heredada. Relatos, personajes y símbolos desplegados en la escena pública son expresiones sincréticas que escenifican los conflictos fundantes de la colectividad y que, cuando menos en lo imaginario, son un modo efectivo de resistencia. Este decurso intercultural en reelaboración permanente es mucho más auténtico que aquel mostrado en la emblemática oficial no solo por sus actores, sino por su supervivencia, pese a las diásporas migratorias96.
Por ello, a diferencia de modernizaciones que, al ofrecer una experiencia urbano-industrial nueva, han incorporado como elemento inherente los acervos anteriores a través de políticas de Estado (España, Corea), el Perú oficial se limita a mitigar el olvido colectivo por oportunismo político o electoral. La falta de políticas interculturales consistentes ha dejado muchos cabos sueltos y un vacío de dirección, llenado por el mercado mediante las industrias culturales. De esta suerte, los medios se convierten en recolectores y diseminadores de los distintos sentidos comunes del país que, si bien tienen la virtud de inyectar nuevos discursos en el espacio público y desjerarquizar las artes, por otro lado cumplen el rol de difundir prejuicios y promover la inferiorización étnica. En esa medida, y a falta del logro efectivo de una cultura nacional oficial y ante el adelgazamiento de la memoria nacional, los medios de comunicación relevaron al Estado de su misión constructora de hegemonía primando, por lo tanto, la visión de esos sentidos comunes97.
El ablandamiento de la jerarquización étnica y la emergencia de nuevas formas culturales, yuxtapuestas, pero ajenas a las precedentes, es señal de un avance efectivo en materia de integración, gracias a tres generaciones de migración, al mercado y, en parte, a la acción política. Hay dos rasgos de esas formas culturales que merecen ser mencionados. Por un lado, son hibridaciones cuyos componentes provienen menos de matrices tradicionales. La falta de referencias suficientes de modernidad provistas por un proyecto nacional generó un vacío que llenan selectivamente los bienes simbólicos modernos ofrecidos por el mercado. De modo muy general, ahí en donde no ha habido condiciones para la reproducción, prima la apropiación. No es una lógica nueva, sino una constante del cambio cultural, combatida por el indigenismo, pero cuya aceleración en décadas de urbanización y de oferta cultural transnacional le dio más visibilidad. Hay apropiación cuando la gramática de lectura de los bienes simbólicos no se logra reproducir entre dos grupos culturalmente diversos y asimétricos98. En tal situación, los préstamos, las lecturas aberrantes o de doble código dejan de ser excepción, y el diálogo intercultural se va haciendo una realidad. Pero la reciprocidad hace de las apropiaciones un juego de espejos. Jorge Thieroldt ha señalado acertadamente que el auge musical de Chabuca Granda fue una apropiación aristocrática del vals criollo —que hace medio siglo no era muy admitido en los salones de la buena sociedad—, como la “tecnocumbia” de Rossy War, versión sofisticada de la “chicha” lo fue de los sectores alto-medios de los años noventa. Al mismo tiempo, debería añadirse que previamente hubo otro movimiento de vector opuesto, de apropiación desde lo subalterno. El vals antiguo (de “la guardia vieja”) fue originalmente una apropiación popular de los valses europeos bailados en las clases altas99, del mismo modo que los orígenes de la “chicha” están en los géneros bailables caribeños a gusto de las clases medias desde los años cuarenta. Ambas, criollismo y “chicha”, afirma, son creaciones populares que habrían generado un “nosotros” nacional en sus respectivos momentos100. La diferencia entre las dos épocas reside en la masificación de la industria cultural y en la corta vida de estos bienes, sujetos a las vicisitudes de la moda. Estas hibridaciones se generalizan a escala de todo el territorio, pero con tres aspectos que deben mencionarse.
Primero, la centralización y la relativa homogeneización de diferencias interregionales, que pudo acompañar a la consolidación del Estado-nación en los países centrales, se ve acompañada aquí de un proceso casi simultáneo de diferenciación del consumo simbólico moderno, que genera a escala del país una serie de segmentos desterritorializados, matizando la visión de conjunto.
Segundo, los cambios económicos a partir de la década de los ochenta confluyen con el auge de los medios masivos. Entre 1979 y el 2000, el número de televisores pasó de aproximadamente 47 por ciento de los hogares del país a 79,2 por ciento, y la tenencia de receptores de radio de 80,6 por ciento a 91,7 por ciento, ubicando al Perú en los estándares altos del Tercer Mundo101. Periodo de ingreso a los avatares del subempleo, de la inestabilidad laboral y la recesión, en el que declinan con pérdida de protagonismo grandes actores colectivos modernos como el movimiento obrero y el gran empresariado nacional. En medio de mapas sociales borrosos y efímeros, el sujeto social se define menos por su ubicación en las relaciones de producción que por sus identificaciones en el consumo. No hay que caracterizar a este deslizamiento solo por los problemas de exclusión laboral que acompañan al Estado neoliberal. Es acaso más importante buscar en los modelos de vida que genera la cultura de masas tras la apertura de las importaciones. Así, los escenarios de supervivencia y la ética popular de trabajo y ahorro familiar conviven con los proyectos de vida que el márketing llama “aspiracionales”, cuyos referentes son las vitrinas de los malls y los medios audiovisuales. Como plantea Romeo Grompone: “La consecuencia, entonces, puede ser un replegarse a lo estrictamente familiar como valla de contención, o en su defecto, que esta debilidad se extienda a los círculos mismos de parentesco, provocando total o parcialmente su disgregación”102.
La permisividad derivada de la secularización acentúa la búsqueda de la particularidad propia que se convierte en fenómeno colectivo de apropiación de emblemas de lo transnacional procurando satisfacciones inmediatas de pertenencia a colectivos imaginados como puede percibirse en los jóvenes populares. Con lo precario y externo de esto, el contenido de estabilidad y progreso, que pudo existir en las figuras nacionales de aquella modernidad venida de abajo, se disuelve ante lo precario y externo, fenómeno sumamente extendido que desplaza, en las temáticas de las ciencias sociales, lo sólido a favor de lo contingente, según Friese y Wagner103. El énfasis en el consumo no significa solo usar bienes culturales con propósito de reconocimiento o ascenso social. Con ello aparece una nueva relación entre el sujeto y su colectividad que por mediación de la industria cultural implica una reflexividad sobre el cuerpo propio, que es autoconstrucción de la imagen física deseada al mismo tiempo que reciclamiento de una identidad étnica o de varias confluyentes en un mismo espacio104.
Y tercero, de la extensión de estas hibridaciones a escala nacional no resulta un conjunto nacional integrado y diferenciado respecto a las culturas de otros países. Las industrias culturales de cierta magnitud, como las finanzas y el comercio, se apartan fácilmente de las lógicas de los mercados internos y pasan a circular en redes mundiales de comunicación. Este intercambio va borrando fronteras y cambiando los imaginarios sociales, aunque imperceptiblemente en el corto plazo.
Hay que hacer una observación sobre la desterritorialización del consumo. Cambia substancialmente el significado del “espacio”, convertido en una categoría analítica disociada del “lugar”. El primero es el ámbito imaginario y móvil de una experiencia que tiende a comprimirse: la televisión muestra en “tiempo real” un partido de fútbol jugado a miles de kilómetros de distancia o hace vibrar simultáneamente a gente de diversas regiones. Espacio, además, móvil: la Procesión del Señor de los Milagros de hecho ha recorrido la Quinta Avenida de Nueva York y otros sitios en el mundo. El segundo es el topos físico concreto, irreductible a la mediación tecnológica y escena insustituible de interacciones directas: la vida del barrio en la gran ciudad o la del poblado pequeño105. Ahora bien, de una generación a la siguiente se erosionan los referentes simbólicos territoriales basados en relatos y destinos comunes que se intentó depositar en la memoria y la cultura nacionales. Por un lado, los referentes nacionales republicanos se ven crecientemente agujereados por bienes simbólicos y materiales foráneos, lo que no significa la desaparición de los sentimientos nacionales, sino su restricción a determinadas posiciones y momentos del sujeto. Por ejemplo, los emblemas clásicos provenientes del siglo XIX no funcionan como tales, pero sí reaparecen bajo formas nuevas del equipo nacional de fútbol jugando un partido cuya transmisión televisiva tiene más convocatoria que cualquier otro acontecimiento. Y por otro, las identidades locales tienen la posibilidad, al menos teóricamente, de “saltar” por encima de esos referentes conectándose al movimiento mundial, conservando el lugar tradicional, o eventualmente creando uno nuevo, como ocurre con la lucha por el control del territorio con las pandillas juveniles en muchos sitios del mundo.
En conclusión, el déficit histórico del Estado y de las élites para construir una cultura nacional no ha sido óbice para que esta se constituya. La dinámica generada desde el mundo popular utilizando sus formas tradicionales de organización y la apropiación selectiva de los recursos modernos, los medios de comunicación entre otros, es una respuesta equivalente que viene dándose desde hace varias generaciones. Empero, lejos de idealizar al mundo popular, hay que dejar constancia de que el genuino diálogo intercultural en el país moderno no significa que el Estado y las élites dirigentes sean innecesarios. Al contrario. Si el paradigma criollos/andinos ya no define las culturas del país y hemos ingresado a una nueva época con nuevos conflictos de ribetes culturales —la delincuencia, las pandillas—, estos se agregan a otros que aún no desaparecen, como el subtexto racista y el espíritu jerárquico que perviven en la vida cotidiana. Lo peor de una cultura nacional homogeneizante es la dosis de falsedad con que oculta realidades y la retórica con que destaca idealidades. Bajo la desgastada oratoria de los políticos y la estereotipia oficial y acrítica sobre las virtudes del mestizaje presentada en el espacio público, subyace —además del cinismo y el “choleo”— la “criollada”, que designa un substrato cultural al mismo tiempo que, como lo ha señalado Gonzalo Portocarrero, una emoción característica y extendida, la del goce con la trasgresión, la “pendejada”, signo de ausencia de una verdadera cultura cívica nacional y de baja autoestima106. En ese marco, las imágenes y discursos de las industrias culturales, motivadas comercialmente, nutren con falsos estereotipos los distintos sentidos comunes existentes en el país, recortando así los esfuerzos que la sociedad civil despliega en la materia cuando asume su misión, según términos de Antonio Gramsci como “el contenido ético del Estado”.
En su estudio de la sociedad de la información, Manuel Castells hace una puesta al día de la idea de cultura nacional. Distingue tres tipos de identidad, la “identidad legitimadora”, la “identidad de resistencia” y la “identidad proyecto”. La primera, la legitimadora, es introducida por las instituciones dirigentes, vale decir, la instauración de un “nosotros” simbólico que en el Perú fue débil y ahora sigue siendo controversial. La segunda, la de resistencia, acompasó a la primera y, gracias a su supervivencia, el país siguió conservando un valioso acervo. La tercera, la identidad proyecto, se desarrolla con la crisis del Estado-nación y de sus políticas de redistribución. La generan “… basándose en los materiales culturales de que disponen, construyen una nueva identidad que redefine su posición en la sociedad y, al hacerlo, buscan la transformación de toda la estructura social”107.
El eclipse de la identidad legitimadora y el cuestionamiento prácticamente mundial de la capacidad de los Estados para atender las demandas de la población no lleva, sin embargo, a la crisis y disolución del Estadonación como forma jurídico-política de integración. Pero sí a un reciclamiento en el que pierde su centralidad simbólica, del mismo modo en que las identidades de resistencia van perdiendo importancia a medida que las creencias que las animan se desvanecen y las cercan las fuerzas del mercado. En cambio, desde la identidad proyecto, es posible conciliar la memoria histórica con la razón instrumental que rige las sociedades actuales. Hay dos diferencias específicas que la separan de las otras: la inevitable mediación del mercado y la centralidad del individuo. Más bien, uno envuelto en una dinámica constante de “subjetivación” que, tomando el término de Alain Touraine, es la lucha por construir y “defender la individuación contra la lógica impersonal del mercado, y por otro lado, un abrirse paso contra los poderes personalizados de la comunidad tradicional y de la tecnocracia”108. Las limitaciones de esa subjetivación son severamente puestas a prueba con la globalización, interconectando lo nacional y lo subjetivo. Cuando hay déficit educativos clamorosos, baja autoestima y un país sin horizontes claros, es difícil no permanecer excluido. La competitividad, virtual motor de la globalización económica, tiene también dos caras desde la óptica del desarrollo humano: cada una de ellas, un reto. Para el mercado, es búsqueda instrumental de la eficacia, pero esta solo es posible recuperando y afirmando las identidades fragmentadas, reconciliándolas como diversidad que nunca dejó de ser.